La hormiga argentina (12)
Pero en la calle, los lugares me
parecían diferentes de ayer: en cada huerto, en cada casa adivinaba las filas
de hormigas que subían por las paredes, cubrían los árboles frutales, movían
las antenas hacia cualquier cosa azucarada o grasa; y mis ojos ahora prevenidos
descubrían en seguida los trastos que las gentes sacaban delante de las casas
para sacudirlos porque las hormigas los habían invadido, y el pulverizador con
insecticida en la mano de una vieja, y el platito de veneno y, aguzando la
vista, la fila que avanzaba imperturbable a lo largo de la cornisa.
Y sin embargo éste seguía siendo
el lugar ideal del tío Augusto: ¿qué podían importarle a él las hormigas?
Descargaba sacos para este patrón o para aquel, comía en las mesas de las
fondas, por las noches recorría los lugares donde había alegría y acordeones,
dormía donde fuera, en cualquier sitio fresco y
blando.
Mientras andaba, trataba de
imaginarme que yo era el tío Augusto, de moverme como él, en una tarde así, por
esas calles. Claro, ser como el tío Augusto quería decir ante todo serlo
físicamente: es decir bajo y retacón, con brazos como de mono que se abrían en
gestos siempre desproporcionados y se quedaban en el aire, piernas cortas que
tropezaban al volverse a mirar a una mujer y una vocecita que, cuando se
excitaba, repetía furiosamente las palabrotas del dialecto local, desentonando
con su acento de otra región. En él cuerpo y alma eran todo uno; y hubiera querido verme, con mi pesadez y mis
preocupaciones, imitando los gestos y las salidas del tío Augusto. Pero siempre
podía imaginarme que era él: exclamar para mis adentros: «Jo, a pata suelta voy
a dormir en ese pajar! ¡Jo, me voy a hinchar de morcilla y tintorro en la
fonda!»; cuando veía pasar un gato, imaginar que le hacía una falsa caricia y
le gritaba después: «¡Auuh!» para espantarlo; y a las camareras: «¡Je, je!,
¡necesita ayuda, señorita?». Pero no era un juego divertido: cuanto más veía lo
fácil que era para el tío Augusto vivir allí, mejor comprendía que él era
diferente y que nunca hubiera soportado mis preocupaciones: una casa por
instalar, un trabajo permanente que había que encontrar, un niño medio enfermo
y una mujer que no se ríe nunca, y la cama y la cocina llena de hormigas.
Entré en la fonda donde ya
habíamos estado y pregunté a la mujer de la blusa blanca si no habían venido
los hombres con los que había hablado el día anterior. Estaba oscuro y fresco,
tal vez allí no hubiera hormigas; me senté a esperar a los otros, como me
aconsejó la mujer, y le pregunté, fingiendo desenvoltura:
-¿No tienen hormigas, aquí?
La mujer pasaba un trapo por el
mostrador:
-Aquí la gente va y viene, nadie
las ha notado.
-¿Pero y usted, que vive siempre
aquí?
Se encogió de hombros:
-¿Una gorda como yo va a tener
miedo de las hormigas?
A mí ese aire de esconder las
hormigas como si fueran una vergüenza me irritaba cada vez más, e insistí:
-¿Pero no ponen veneno?
-El mejor veneno para la hormiga
-dijo uno sentado a otra mesa que, recordé, era uno de los amigos del tío
Augusto con quien había hablado la primera noche- es éste -y alzó el vaso y lo
bebió de un trago.
Italo Calvino