Carta de su padre (4)
Fíjate en lo que querías que yo admitiera, bajo las
hermosas palabras del gran escritor. Si algo va mal, alguien tiene que tener la
culpa ¿no? No éramos muñecos de paja, movidos como marionetas. Uno de nosotros
tenía que tener la culpa. Y no me digas que crees que podías ser tú. El más
fuerte es siempre el culpable, ¿no es así? No soy un pensador profundo como tú,
sólo un pequeño comerciante de novedades, pero ¿no es ésa una ley de vida? «El
efecto que tenía sobre mí era el efecto que no podías evitar tener.» ¿Piensas
que yo creeré que me estás haciendo un cumplido, perdonándome, cuando me
diriges el peor insulto que un padre podría recibir? Si lo que yo soy es lo
que es culpable, entonces yo soy culpable, hasta la última gota de sangre de mi
corazón, y sea lo que sea ha sobrevivido a mi cuerpo, de lo que soy, de
estar vivo y de haber engendrado un hijo. ¡Tú! ¿Es eso? Por tu causa yo no
debería haber vivido en absoluto.
Siempre fuiste un genio excelente (no importa tu genio
literario) para sacarme de quicio. Y sabías que era malo para mi corazón.
Ahora, que importa... pero, y Dios es testigo, me exasperas... me haces...
Bien.
Lo único que sé es que soy culpable para siempre. Tú
te has ocupado de que sea así. Está escrito, y no sólo por ti. Hay mucha gente
que escribe libros sobre Kafka, Franz Kafka. Tengo la culpa hasta del nombre
que he transmitido, nuestro apellido. Kavka es grajo en checo, quizá ésa
es la razón de tu obsesión con los animales. ¡Dafke!. Insecto, mono,
perro, ratón, ciervo, qué no te imaginabas a ti mismo. Dicen que el cuento del
escarabajo es una obra maestra, gracias a mí. Yo soy quien te trató como a una
especie inferior y te inspiró... Te despiertas convertido en insecto, das una
conferencia convertido en mono. ¿Piensa alguno de esos maravillosos eruditos
lo que significaba para mí tener un hijo que no tenía el suficiente respeto
propio como para sentirse un hombre?
Tienes pasión por los animales, pero permíteme que te
recuerde que cuando estabas en casa de Ottla en Züran no querías ni desvestirte
delante de un gato que ella había traído para cazar ratones...
Sin embargo, imaginabas que venía un dragón a tu
dormitorio. Y decía (un dragón educado, noch) «Atraído hasta aquí por tu
deseo... Me ofrezco a ti». Tu deseo, Franz: ajj, tu deseo de monstruos, de perversión.
Describes a una persona (tú, por supuesto) en una loca fantasía, viviendo con
un caballo. No hay más que escucharte: «… durante un año viví con un caballo
igual que, digamos, un hombre viviría con una muchacha a la que respeta pero
que lo rechaza». Incluso llamaste al caballo con un nombre de muchacha.
Eleanor. Dime, ¿es ese el tipo de cuento que escribiría un joven normal? ¿Es
decente que la gente lea esas cosas, mucho después de tu muerte? Pero está
publicado, todo está publicado.
Y lo peor de todo, lo del animal de la sinagoga. Una
especie de rata, de comadreja, una marta lo llamas tú. Cuentas cómo corría por
todos lados durante la oración, corriendo a lo largo de la celosía de las mujeres
e incluso bajando por la cortina ante el Arca de la Alianza. Un schende,
un animal correteando durante el servicio divino. Aunque sólo sea un
cuento, sólo a ti se te ocurriría. Qué
falta de respeto.
Nadine Gordimer