Blogs que sigo

jueves, 24 de agosto de 2017

Gegants


Carta de su padre        (4)

Fíjate en lo que querías que yo admitiera, bajo las hermosas palabras del gran escritor. Si algo va mal, alguien tiene que tener la culpa ¿no? No éramos mu­ñecos de paja, movidos como marionetas. Uno de nos­otros tenía que tener la culpa. Y no me digas que crees que podías ser tú. El más fuerte es siempre el culpable, ¿no es así? No soy un pensador profundo como tú, sólo un pequeño comerciante de novedades, pero ¿no es ésa una ley de vida? «El efecto que tenía sobre mí era el efecto que no podías evitar tener.» ¿Piensas que yo creeré que me estás haciendo un cum­plido, perdonándome, cuando me diriges el peor in­sulto que un padre podría recibir? Si lo que yo soy es lo que es culpable, entonces yo soy culpable, hasta la última gota de sangre de mi corazón, y sea lo que sea ha sobrevivido a mi cuerpo, de lo que soy, de estar vivo y de haber engendrado un hijo. ¡Tú! ¿Es eso? Por tu causa yo no debería haber vivido en absoluto.
Siempre fuiste un genio excelente (no importa tu genio literario) para sacarme de quicio. Y sabías que era malo para mi corazón. Ahora, que importa... pero, y Dios es testigo, me exasperas... me haces...
Bien.
Lo único que sé es que soy culpable para siempre. Tú te has ocupado de que sea así. Está escrito, y no sólo por ti. Hay mucha gente que escribe libros sobre Kafka, Franz Kafka. Tengo la culpa hasta del nom­bre que he transmitido, nuestro apellido. Kavka es grajo en checo, quizá ésa es la razón de tu obsesión con los animales. ¡Dafke!. Insecto, mono, perro, ra­tón, ciervo, qué no te imaginabas a ti mismo. Dicen que el cuento del escarabajo es una obra maestra, gra­cias a mí. Yo soy quien te trató como a una especie inferior y te inspiró... Te despiertas convertido en in­secto, das una conferencia convertido en mono. ¿Pien­sa alguno de esos maravillosos eruditos lo que signi­ficaba para mí tener un hijo que no tenía el suficiente respeto propio como para sentirse un hombre?
Tienes pasión por los animales, pero permíteme que te recuerde que cuando estabas en casa de Ottla en Züran no querías ni desvestirte delante de un gato que ella había traído para cazar ratones...
Sin embargo, imaginabas que venía un dragón a tu dormitorio. Y decía (un dragón educado, noch) «Atraído hasta aquí por tu deseo... Me ofrezco a ti». Tu deseo, Franz: ajj, tu deseo de monstruos, de per­versión. Describes a una persona (tú, por supuesto) en una loca fantasía, viviendo con un caballo. No hay más que escucharte: «… durante un año viví con un caballo igual que, digamos, un hombre viviría con una muchacha a la que respeta pero que lo rechaza». Incluso llamaste al caballo con un nombre de mucha­cha. Eleanor. Dime, ¿es ese el tipo de cuento que es­cribiría un joven normal? ¿Es decente que la gente lea esas cosas, mucho después de tu muerte? Pero está publicado, todo está publicado.
Y lo peor de todo, lo del animal de la sinagoga. Una especie de rata, de comadreja, una marta lo lla­mas tú. Cuentas cómo corría por todos lados durante la oración, corriendo a lo largo de la celosía de las mu­jeres e incluso bajando por la cortina ante el Arca de la Alianza. Un schende, un animal correteando duran­te el servicio divino. Aunque sólo sea un cuento, sólo a ti se te ocurriría. Qué falta de respeto.

Nadine Gordimer