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viernes, 4 de agosto de 2017

Trama Librería



La hormiga argentina       (4)

En cambio me dio casi la impresión de que no me había oído: presa de la furia de destruir o dispersar la fila de hormigas en la pared, pasaba la mano de canto y lo único que conseguía es que se le subieran y se desparramaran otras alrededor, y entonces ponía la mano bajo el grifo, y trataba de salpicarlas con el chorro, pero las hormigas seguían andando sobre la superficie húmeda y ni siquiera mojándose las manos conseguía despegárselas.
-¡Ahora tenemos las hormigas en casa! -repetía-. ¡Así que ya estaban y no las habíamos visto! -como si de haberlas visto antes las cosas hubieran cambiado mucho.
Le dije: -¡Vamos, vamos, por dos miserables hormigas! ¡Ahora vayamos a dormir y mañana veremos! -Y me pareció bien añadir-: ¡Vamos, vamos, por dos hormigas argentinas! -porque llamándolas por el nombre preciso que se les daba en el lugar, quería dar la impresión de que eran algo ya sucedido y en cierto sentido natural.
Pero el aire de distensión de mi mujer mientras recorríamos el terreno había desaparecido: ahora desconfiaba de todo y tenía la cara tensa como de costumbre. Y el irnos a dormir por primera vez en la casa nueva no fue como yo lo había esperado: para consolarnos no teníamos el alivio de empezar otra vida sino la rutina de seguir adelante con nuevos inconvenientes. «Todo por dos miserables hormigas», era lo que yo pensaba; es decir, lo que pensaba que pensaba, pero tal vez también para mí era completamente diferente.
La fatiga era más fuerte que la agitación y dormimos. Pero en plena noche el niño empezó a llorar, y los dos, sin salir de la cama (esperando siempre que en cierto momento se calmara y volviera a dormirse, cosa que en realidad no sucedía nunca), nos preguntábamos: «¿Qué tendrá? ¿Qué tendrá?». Desde que se había curado no lloraba par la noche.
-¡Tiene hormigas! -gritó mi mujer que se había levantado para mecerlo.
Salté yo también de la cama, volcamos la cesta, lo desnudamos y para poder quitarle las hormigas, medio ciegos de sueño como estábamos, había que ponerlo debajo de la lamparita, en plena corriente de aire que venía de la puerta, y mi mujer decía:
-Ahora se resfría -y darle vueltas, con aquella piel que enrojecía apenas se la rozaba, daba pena. Una hilera de hormigas avanzaba por la consola. Miramos las sabanitas hasta que no quedó ni una y decíamos: «¿Dónde lo ponemos ahora a dormir?». En nuestra cama, donde estábamos tan apretados, lo aplastaríamos. Miré bien la cómoda, las hormigas no habían llegado; la separé de la pared, abrí un cajón y lo preparé para que el niño pudiera dormir. Cuando lo acostamos ya estaba dormido. No teníamos más que tumbarnos en la cama y reanudaríamos el sueño en seguida, pero mi mujer quiso mirar las provisiones.
-¡Ven aquí! ¡Ven aquí! ¡Dios mío! ¡Está lleno! ¡Negro de hormigas! ¡Auxilio!
¿Qué se podía hacer? La tomé de los hombros:
-Ven, lo pensaremos mañana, ahora no se ve nada, mañana lo arreglamos todo, ponemos todo en orden, ven a dormir.
-¿Y las provisiones? ¡Se echarán a perder!
-¡Al diablo con ellas! ¿Qué quieres hacer ahora? Mañana destruimos el hormiguero, cálmate.
Pero en la cama no conseguíamos tranquilizarnos, con la idea de aquellos bichos en todas partes, en los comestibles, en la vajilla, tal vez estaban subiendo otra vez desde el pavimento por las patas de la cómoda para llegar hasta el niño...
Nos dormimos cuando cantaban los gallos; y no pasó mucho rato antes de que empezáramos a movernos y a rascarnos porque teníamos la impresión de que había hormigas en la cama; tal vez habían subido, tal vez nos habían quedado encima después de la gran operación de la noche. Y así ni siquiera las primeras horas  de la mañana fueron reparadoras, y nos levantamos temprano,  apremiados por la idea de las cosas que teníamos que hacer y también por la mortificación de tener que empezar en seguida a luchar con aquel angustioso, imperceptible enemigo que se había adueñado de nuestra casa. 

Italo Calvino