En cambio me dio casi la
impresión de que no me había oído: presa de la furia de destruir o dispersar la
fila de hormigas en la pared, pasaba la mano de canto y lo único que conseguía
es que se le subieran y se desparramaran otras alrededor, y entonces ponía la
mano bajo el grifo, y trataba de salpicarlas con el chorro, pero las hormigas
seguían andando sobre la superficie húmeda y ni siquiera mojándose las manos
conseguía despegárselas.
-¡Ahora tenemos las hormigas en
casa! -repetía-. ¡Así que ya estaban y no las habíamos visto! -como si de
haberlas visto antes las cosas hubieran cambiado mucho.
Le dije: -¡Vamos, vamos, por dos
miserables hormigas! ¡Ahora vayamos a dormir y mañana veremos! -Y me pareció
bien añadir-: ¡Vamos, vamos, por dos hormigas argentinas! -porque llamándolas
por el nombre preciso que se les daba en el lugar, quería dar la impresión de
que eran algo ya sucedido y en cierto sentido natural.
Pero el aire de distensión de mi
mujer mientras recorríamos el terreno había desaparecido: ahora desconfiaba de
todo y tenía la cara tensa como de costumbre. Y el irnos a dormir por primera
vez en la casa nueva no fue como yo lo había esperado: para consolarnos no
teníamos el alivio de empezar otra vida sino la rutina de seguir adelante con
nuevos inconvenientes. «Todo por dos miserables hormigas», era lo que yo
pensaba; es decir, lo que pensaba que pensaba, pero tal vez también para mí era
completamente diferente.
La fatiga era más fuerte que la
agitación y dormimos. Pero en plena noche el niño empezó a llorar, y los dos,
sin salir de la cama (esperando siempre que en cierto momento se calmara y
volviera a dormirse, cosa que en realidad no sucedía nunca), nos preguntábamos:
«¿Qué tendrá? ¿Qué tendrá?». Desde que se había curado no lloraba par la noche.
-¡Tiene hormigas! -gritó mi mujer
que se había levantado para mecerlo.
Salté yo también de la cama,
volcamos la cesta, lo desnudamos y para poder quitarle las hormigas, medio
ciegos de sueño como estábamos, había que ponerlo debajo de la lamparita, en
plena corriente de aire que venía de la puerta, y mi mujer decía:
-Ahora se resfría -y darle
vueltas, con aquella piel que enrojecía apenas se la rozaba, daba pena. Una
hilera de hormigas avanzaba por la consola. Miramos las sabanitas hasta que no
quedó ni una y decíamos: «¿Dónde lo ponemos ahora a dormir?». En nuestra cama,
donde estábamos tan apretados, lo aplastaríamos. Miré bien la cómoda, las
hormigas no habían llegado; la separé de la pared, abrí un cajón y lo preparé
para que el niño pudiera dormir. Cuando lo acostamos ya estaba dormido. No teníamos
más que tumbarnos en la cama y reanudaríamos el sueño en seguida, pero mi mujer
quiso mirar las provisiones.
-¡Ven aquí! ¡Ven aquí! ¡Dios mío!
¡Está lleno! ¡Negro de hormigas! ¡Auxilio!
¿Qué se podía hacer? La tomé de
los hombros:
-Ven, lo pensaremos mañana, ahora
no se ve nada, mañana lo arreglamos todo, ponemos todo en orden, ven a dormir.
-¿Y las provisiones? ¡Se echarán
a perder!
-¡Al diablo con ellas! ¿Qué
quieres hacer ahora? Mañana destruimos el hormiguero, cálmate.
Pero en la cama no conseguíamos
tranquilizarnos, con la idea de aquellos bichos en todas partes, en los
comestibles, en la vajilla, tal vez estaban subiendo otra vez desde el
pavimento por las patas de la cómoda para llegar hasta el niño...
Nos dormimos cuando cantaban los
gallos; y no pasó mucho rato antes de que empezáramos a movernos y a rascarnos
porque teníamos la impresión de que había hormigas en la cama; tal vez habían
subido, tal vez nos habían quedado encima después de la gran operación de la
noche. Y así ni siquiera las primeras horas
de la mañana fueron reparadoras, y nos levantamos temprano, apremiados por la idea de las cosas que
teníamos que hacer y también por la mortificación de tener que empezar en
seguida a luchar con aquel angustioso, imperceptible enemigo que se había
adueñado de nuestra casa.
Italo Calvino