Carta de su padre (3)
Porque tú nunca fuiste como los otros niños. Lo reconoces:
Te hubiéramos educado como te hubiéramos educado, dices
que siempre te habrías convertido en una «persona débil, tímida e indecisa».
¿Qué niño no disfruta de una pequeña pelea con su padre? Pero cuando escribes
sobre ello, a los treinta y seis años, lo único que puedes recordar es que
tenías miedo cuando yo te perseguía, en broma, en torno a la mesa y tu madre,
acercándose, te levantaba apartándote de mi camino mientras tú te encogías.
Por el amor de Dios, ¿qué hay de terrible en eso? ¡Yo debería tener tales
recuerdos de mi infancia! Ya sé que nunca te gustó que te hablara de ella, te
aburría, no me ahorras la información escrita de que «te abría ranuras en el
cerebro», pero cuando yo tenía siete años tenía que empujar la carretilla de
mi padre de pueblo en pueblo y en invierno tenía llagas abiertas en las
piernas. Nadie me daba manjares para revolver en el plato; podíamos estar
contentos si nos daban patatas. Me pones en ridículo, imitando la forma en que
yo solía contar estas cosas. Pero, ¿no tenía yo razón cuando os decía a ti y a tus
hermanos -mantenidos por mí, viviendo como gallos de pelea porque estaba en el
negocio doce horas diarias- que qué sabíais de esas cosas? ¿Qué sabía nadie
lo que yo sufrí de niño? Y ahora resulta que es pecado el haber querido dar a
mi propio hijo un pequeño placer que yo nunca tuve.
Y ese otro asunto que schlepped del pasado. La noche
en que según tú te dejé fuera, cerrado en el pavlatche. ¡Gracias a ti
todo el mundo conoce la palabra checa para el tipo de balcón que teníamos en
Praga! Sí, el mundo entero conoce esa historia también. Yo también soy famoso.
Me hiciste famoso como el padre que asustó a su hijo de una vez por todas:
para toda la vida. Muchas gracias. Quiero decirte que ni siquiera recuerdo ese
incidente. No digo que no ocurriera, aunque tú siempre tuviste una imaginación
como nadie tuvo antes ni después, ¿eh? Pero podía haber sido sólo el último
recurso para tu madre y para mí -ya sabes como te mimaba tu madre, te sobreprotegía,
dirían ahora. Tú no puedes recordar lo malo que eras por las noches, qué
pequeño tirano eras, cómo inventabas todos los pretextos posibles para no
dejamos dormir. Para ti eso no importaba, podías dormir durante el día, eras
un niño pequeño. Pero yo tenía mi negocio, tenía que ganarme la vida,
necesitaba un poco de descanso. Un pedazo de pan, un juguete concreto que se te
antojaba, hacer pipí, poner otra manta, quitar una manta, un poco de agua. Tus
trucos y tus quejidos no acababan nunca. Me imagino que yo ya no lo podía
soportar. Temía causarte algún daño. (Tú admites que nunca te pegué, que sólo
te asustaba un poco quitándome los tirantes como si me preparara a azotarte
con ellos.) Así que te puse lejos del peligro. Esa noche. Sólo durante unos
pocos minutos. ¡Como si tu madre te hubiera dejado que te enfriaras! ¡No lo
permitiera Dios! Y me la has guardado toda la vida. Lo siento, tengo que volver
a decido, esa vieja expresión mía que tanto te irritaba: ya querría yo tener
tus preocupaciones.
Todo lo que te salió mal a ti es culpa mía. Así lo dices
en sesenta páginas más o menos y al mismo tiempo me dices «creo que tú no
tienes la menor culpa en nuestro apartamiento». Yo era un «verdadero Kafka»,
tú te pareces a tu madre, al lado Lowy, etc. -todo lo que heredaste de mí, en
tu opinión, eran tus rasgos malos, sin haberte beneficiado de mi vitalidad. Yo
era «demasiado fuerte» para ti. Tú no lo podías evitar: yo no lo podía evitar.
¿Entonces? Todo lo que tú deseabas es que yo admitiera eso, y podríamos
haber vivido en paz. Tú eras juez, tú eras jurado, tú eras acusado; tú te
sentenciabas, primero. «En mi escritorio, ése es mi lugar. La cabeza entre las
manos, ésa es mi actitud». (¡Y eso es lo que tu pobre madre y yo teníamos que
contemplar, ése era nuestro orgullo, y nuestra alegría, nuestro único hijo
superviviente!).
Pero a mí se me acusaba también; tú eras juez, tú eras
jurado en mi caso también. ¿No es así? ¿Con qué derecho? Novedades, tú
despreciabas el negocio familiar que nos daba de comer a todos, que pagaba tu
educación. ¿En qué te concernía cómo trataba yo a los empleados de la tienda?
Sólo te interesabas para poder juzgar, juzgar. Fue un error dejarte estudiar
derecho. No hiciste nada con tu título, con la costosa educación por la que
trabajé como un esclavo y deshice mi salud. Nada, excepto sentenciarme. ¿Qué es
lo que quería decir yo ahora? Ah, sí.
Nadine Gordimer