Blogs que sigo

miércoles, 23 de agosto de 2017

Estaciones del año





Carta de su padre         (3)

Porque tú nunca fuiste como los otros niños. Lo re­conoces:
Te hubiéramos educado como te hubiéramos edu­cado, dices que siempre te habrías convertido en una «persona débil, tímida e indecisa». ¿Qué niño no dis­fruta de una pequeña pelea con su padre? Pero cuan­do escribes sobre ello, a los treinta y seis años, lo úni­co que puedes recordar es que tenías miedo cuando yo te perseguía, en broma, en torno a la mesa y tu ma­dre, acercándose, te levantaba apartándote de mi ca­mino mientras tú te encogías. Por el amor de Dios, ¿qué hay de terrible en eso? ¡Yo debería tener tales recuerdos de mi infancia! Ya sé que nunca te gustó que te hablara de ella, te aburría, no me ahorras la in­formación escrita de que «te abría ranuras en el cere­bro», pero cuando yo tenía siete años tenía que em­pujar la carretilla de mi padre de pueblo en pueblo y en invierno tenía llagas abiertas en las piernas. Nadie me daba manjares para revolver en el plato; podíamos estar contentos si nos daban patatas. Me pones en ridículo, imitando la forma en que yo solía contar estas cosas. Pero, ¿no tenía yo razón cuando os decía a ti y a tus hermanos -mantenidos por mí, viviendo como gallos de pelea porque estaba en el ne­gocio doce horas diarias- que qué sabíais de esas co­sas? ¿Qué sabía nadie lo que yo sufrí de niño? Y aho­ra resulta que es pecado el haber querido dar a mi propio hijo un pequeño placer que yo nunca tuve.
Y ese otro asunto que schlepped del pasado. La no­che en que según tú te dejé fuera, cerrado en el pav­latche. ¡Gracias a ti todo el mundo conoce la palabra checa para el tipo de balcón que teníamos en Praga! Sí, el mundo entero conoce esa historia también. Yo también soy famoso. Me hiciste famoso como el pa­dre que asustó a su hijo de una vez por todas: para toda la vida. Muchas gracias. Quiero decirte que ni si­quiera recuerdo ese incidente. No digo que no ocu­rriera, aunque tú siempre tuviste una imaginación como nadie tuvo antes ni después, ¿eh? Pero podía ha­ber sido sólo el último recurso para tu madre y para mí -ya sabes como te mimaba tu madre, te sobre­protegía, dirían ahora. Tú no puedes recordar lo malo que eras por las noches, qué pequeño tirano eras, cómo inventabas todos los pretextos posibles para no dejamos dormir. Para ti eso no importaba, podías dor­mir durante el día, eras un niño pequeño. Pero yo te­nía mi negocio, tenía que ganarme la vida, necesitaba un poco de descanso. Un pedazo de pan, un juguete concreto que se te antojaba, hacer pipí, poner otra manta, quitar una manta, un poco de agua. Tus tru­cos y tus quejidos no acababan nunca. Me imagino que yo ya no lo podía soportar. Temía causarte algún daño. (Tú admites que nunca te pegué, que sólo te asustaba un poco quitándome los tirantes como si me prepa­rara a azotarte con ellos.) Así que te puse lejos del pe­ligro. Esa noche. Sólo durante unos pocos minutos. ¡Como si tu madre te hubiera dejado que te enfriaras! ¡No lo permitiera Dios! Y me la has guardado toda la vida. Lo siento, tengo que volver a decido, esa vie­ja expresión mía que tanto te irritaba: ya querría yo tener tus preocupaciones.
Todo lo que te salió mal a ti es culpa mía. Así lo dices en sesenta páginas más o menos y al mismo tiempo me dices «creo que tú no tienes la menor cul­pa en nuestro apartamiento». Yo era un «verdadero Kafka», tú te pareces a tu madre, al lado Lowy, etc. -todo lo que heredaste de mí, en tu opinión, eran tus rasgos malos, sin haberte beneficiado de mi vita­lidad. Yo era «demasiado fuerte» para ti. Tú no lo po­días evitar: yo no lo podía evitar. ¿Entonces? Todo lo que tú deseabas es que yo admitiera eso, y podríamos haber vivido en paz. Tú eras juez, tú eras jurado, tú eras acusado; tú te sentenciabas, primero. «En mi es­critorio, ése es mi lugar. La cabeza entre las manos, ésa es mi actitud». (¡Y eso es lo que tu pobre madre y yo teníamos que contemplar, ése era nuestro orgu­llo, y nuestra alegría, nuestro único hijo supervivien­te!).
Pero a mí se me acusaba también; tú eras juez, tú eras jurado en mi caso también. ¿No es así? ¿Con qué derecho? Novedades, tú despreciabas el negocio fami­liar que nos daba de comer a todos, que pagaba tu edu­cación. ¿En qué te concernía cómo trataba yo a los em­pleados de la tienda? Sólo te interesabas para poder juzgar, juzgar. Fue un error dejarte estudiar derecho. No hiciste nada con tu título, con la costosa educa­ción por la que trabajé como un esclavo y deshice mi salud. Nada, excepto sentenciarme. ¿Qué es lo que quería decir yo ahora? Ah, sí.

Nadine Gordimer