La hormiga argentina (y 20)
Estábamos delante de la casa: el
niño chupaba su juguete, mi mujer se había sentado en una silla, yo miraba el
campo infestado, los setos, y una nube de polvo insecticida que subía del
jardín del señor Reginaudo, y a la derecha la sombra silenciosa del jardín del
capitán, con el continuo goteo de las víctimas. Ese era el lugar donde yo tenía
que vivir. Llamé a mi mujer y al niño y dije:
-Vamos a dar una vuelta, vamos
hasta el mar.
Caía la tarde. Íbamos por viales
y calles en escalera. El sol daba sobre un ángulo de la ciudad vieja, de piedra
gris y porosa, con marcos pintados de cal rodeando las ventanas y los techos
verdes de hierba. Tierra adentro, la ciudad se abría en abanico, se ondulaba en
laderas de colinas, y de una a otra ladera el espacio estaba a esa hora lleno
de aire límpido, color cobre. Nuestro hijo se volvía asombrado a mirar cada
cosa y nosotros participábamos de su maravilla, y era una manera de acercarse
nuevamente al suave sabor que tiene por momentos la vida y de aguerrirse para
afrontar el paso de los días.
Nos cruzábamos con mujeres viejas
que llevaban en equilibrio sobre la cabeza grandes cestas posadas en un
cerquillo, caminando con el torso inmóvil y erguido sobre la cintura, los ojos
bajos, y desde un jardín de monjas, un grupo de jóvenes costureras corrió hasta
una balaustrada para ver un sapo en un estanque; dijeron: «¡Oh, que angustia!»,
y detrás de una puerta, bajo una glicina, unas niñas vestidas de blanco, hacían
jugar a un ciego con una pelota playera; y un muchacho medio desnudo y con
barba, el pelo hasta los hombros, con una caña en forma de horqueta arrancaba
higos de tuna de una vieja planta erizada de espinas blancas y largas; y los
niños de una casa rica, tristes y gafudos, hacían pompas de jabón en una
ventana; y era la hora en que llaman a los viejos de vuelta al asilo y subían
por aquellas escaleras uno tras otro, con bastón y sombrero de paja, hablando
cada uno para sí; y entonces de los dos obreros de la telefónica el que
sujetaba la escalera dijo al que estaba a contraluz, a la altura de los cables:
-Baja, es la hora, terminaremos
mañana.
Llegamos al puerto y allí estaba
el mar. Había una fila de palmeras y bancos de piedra: mi mujer y yo nos
sentamos, y el niño estaba tranquilo. Mi mujer dijo:
-Aquí no hay hormigas.
Yo dije:
-Y hace un fresco agradable: se
está bien.
El mar subía y bajaba contra la
escollera, moviendo las barcas de pesca que llaman gozzi, y hombres de
piel oscura las llenaban de redes rojas y de nasas para la pesca nocturna. El
agua estaba calma, con sólo un continuo cambio de colores, azul y negro, más
oscura cuanto más lejana. Yo pensaba en las distancias de agua como ésa, en los
infinitos granos de fina arena del fondo, allí donde la corriente deposita
blancas conchas vacías, pulidas por las olas.
Italo Calvino