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domingo, 20 de agosto de 2017

La Mulassa


    



   

La hormiga argentina        (y 20)

Estábamos delante de la casa: el niño chupaba su juguete, mi mujer se había sentado en una silla, yo miraba el campo infestado, los setos, y una nube de polvo insecticida que subía del jardín del señor Reginaudo, y a la derecha la sombra silenciosa del jardín del capitán, con el continuo goteo de las víctimas. Ese era el lugar donde yo tenía que vivir. Llamé a mi mujer y al niño y dije:
-Vamos a dar una vuelta, vamos hasta el mar.
Caía la tarde. Íbamos por viales y calles en escalera. El sol daba sobre un ángulo de la ciudad vieja, de piedra gris y porosa, con marcos pintados de cal rodeando las ventanas y los techos verdes de hierba. Tierra adentro, la ciudad se abría en abanico, se ondulaba en laderas de colinas, y de una a otra ladera el espacio estaba a esa hora lleno de aire límpido, color cobre. Nuestro hijo se volvía asombrado a mirar cada cosa y nosotros participábamos de su maravilla, y era una manera de acercarse nuevamente al suave sabor que tiene por momentos la vida y de aguerrirse para afrontar el paso de los días.
Nos cruzábamos con mujeres viejas que llevaban en equilibrio sobre la cabeza grandes cestas posadas en un cerquillo, caminando con el torso inmóvil y erguido sobre la cintura, los ojos bajos, y desde un jardín de monjas, un grupo de jóvenes costureras corrió hasta una balaustrada para ver un sapo en un estanque; dijeron: «¡Oh, que angustia!», y detrás de una puerta, bajo una glicina, unas niñas vestidas de blanco, hacían jugar a un ciego con una pelota playera; y un muchacho medio desnudo y con barba, el pelo hasta los hombros, con una caña en forma de horqueta arrancaba higos de tuna de una vieja planta erizada de espinas blancas y largas; y los niños de una casa rica, tristes y gafudos, hacían pompas de jabón en una ventana; y era la hora en que llaman a los viejos de vuelta al asilo y subían por aquellas escaleras uno tras otro, con bastón y sombrero de paja, hablando cada uno para sí; y entonces de los dos obreros de la telefónica el que sujetaba la escalera dijo al que estaba a contraluz, a la altura de los cables:
-Baja, es la hora, terminaremos mañana.
Llegamos al puerto y allí estaba el mar. Había una fila de palmeras y bancos de piedra: mi mujer y yo nos sentamos, y el niño estaba tranquilo. Mi mujer dijo:
-Aquí no hay hormigas.
Yo dije:
-Y hace un fresco agradable: se está bien.
El mar subía y bajaba contra la escollera, moviendo las barcas de pesca que llaman gozzi, y hombres de piel oscura las llenaban de redes rojas y de nasas para la pesca nocturna. El agua estaba calma, con sólo un continuo cambio de colores, azul y negro, más oscura cuanto más lejana. Yo pensaba en las distancias de agua como ésa, en los infinitos granos de fina arena del fondo, allí donde la corriente deposita blancas conchas vacías, pulidas por las olas.

Italo Calvino