Blogs que sigo

domingo, 6 de agosto de 2017

Compostela Patrimonio de la Humanidad


La hormiga argentina          (6)

Seguí las filas de hormigas por el tronco, me di cuenta de que aquel bullir silencioso y casi invisible seguía en el suelo, en todas direcciones, entre los hierbajos. Pensé: ¿cómo haremos para sacar las hormigas de casa? Sobre aquel pedazo de tierra -que ayer me había parecido tan pequeño, pero que ahora, viéndolo en relación con las hormigas, lo encontraba grandísimo- se extendía un velo ininterrumpido de insectos que brotaban de miles de hormigueros subterráneos y se alimentaban de la naturaleza pegajosa, dulzona del suelo y de la vegetación baja; y donde quiera que mirase -aunque a primera vista no viese nada y eso ya fuera un alivio-, aguzando la mirada veía acercarse una hormiga y descubría que formaba parte de un largo cortejo y que se encontraba con otras, llevando a menudo briznas o minúsculos fragmentos de materia pero siempre más grandes que ellas, y en ciertos lugares donde -pensé- se había agrumado el jugo de alguna planta o el resto de algún animal, había una corona de hormigas aglomeradas, casi pegadas como la costra de una pequeña herida. Volví junto a mi mujer con el niño al cuello, casi corriendo, sintiendo las hormigas que me subían por mis pies. Y ella:
-Ya has hecho llorar al niño ¿qué le pasa?
-Nada, nada -contesté en seguida-, vio os hormigas en un árbol, y está todavía bajo la impresión de anoche y le parece que siente la picazón.
-¡Oh, qué cruz, era lo único que faltaba! -exclamó mi mujer. Iba siguiendo una fila de hormigas en la pared y trataba de matarlas aplastándolas una por una con los dedos.
Yo continuaba viendo los millones de hormigas que nos rodeaban en aquel terreno que ahora parecía interminable, y arremetí contra ella:
-¿Qué haces? ¿Estás loca? ¡Esto no sirve de nada!
Mi mujer estalló con rabia:
-¡Pero el tío Augusto! ¡El tío Augusto que no nos dijo nada! ¡Y nosotros como dos estúpidos! ¡Hacerle caso a ese mentiroso!
Pero, ¿qué hubiera podido decir el tío Augusto? La palabra «hormigas» para nosotros, en aquel momento, no podía expresar la angustia que sentíamos frente a esta situación. Si nos hubiera hablado de hormigas como tal vez -no puedo excluirlo -lo había hecho alguna vez, hubiésemos pensado que nos encontraríamos con un enemigo concreto, medible, con un cuerpo, un peso. En realidad, si ahora trataba de recordar las hormigas de los lugares de donde veníamos, las veía como bichos respetables, criaturas de esas que se pueden tocar, apartar, como los gatos, los conejos. Aquí nos enfrentábamos con un enemigo como la niebla o la arena, contra el cual no hay fuerza que valga.
Nuestro vecino, el señor Reginaudo, estaba en la cocina trasvasando un líquido con un embudo. Yo lo había llamado desde afuera y después me acerqué a la puerta ventana de la cocina jadeando.
-¡Ah, nuestro vecino! -exclamó Reginaudo-, ¡pase, señor, pase! ¡Disculpe, yo siempre con estos mejunjes! ¡Claudia, una silla para nuestro vecino!
Sin perder tiempo:
-He venido, disculpe la molestia, pero vi que tenía usted de esos polvos, sabe, nosotros toda la noche, las hormigas...
-¡Ja, ja, ja! ¡Las hormigas! -dijo entre carcajadas la señora Reginaudo al entrar, y el marido, con un pequeño retraso, me pareció, pero con una impetuosidad más ruidosa, le hizo eco:
-¡Ja, ja, ja! ¡Ellos también, las hormigas! ¡Ah, ah, ah!
A pesar mío intenté una modesta sonrisa, como obligado por la comicidad de mi situación, pero sin poder hacer nada, cosa que justamente correspondía a la verdad, tanto que había ido a verlo para pedirle ayuda.
-¡A quién se lo dice, las hormigas, estimado vecino! -exclamaba alzando las manos el señor Reginaudo.
-¡A quién se lo dice, señor, a quién se lo dice! -repetía como un eco su mujer llevándose las manos juntas al pecho, pero siempre, como el marido, riendo.
-Bueno... me pareció... ¿no tendrían ustedes un remedio? -pregunté, y el temblor de mi voz podía quizá tomarse por ganas de reír y no por la desesperación que iba invadiéndome.
-¡Un remedio, ja, ja, ja! -reían a más no poder los Reginaudo-. ¿Si tenemos un remedio? ¡Veinte, cien remedios tenemos! ¡Y cada uno, ja, ja, ja, mejor que el otro!
Me habían llevado a otra habitación, donde había sobre los muebles decenas de cajas de cartón y de latas con etiquetas chillonas. 

Italo Calvino