Carta de su padre (8)
Lo que acabo de decir puede sorprender. Esa última parte,
quiero decir. Pero desde que morí en 1931, sé que el mundo ha cambiado mucho.
La gente, incluso padres e hijos, habla de cosas de las que no se debería
hablar. La gente no se avergüenza de leer cualquier cosa, incluso diarios
privados, incluso cartas. No hay vergüenza en ninguna parte. En eso también te
adelantaste a tu época, Franz. No te daba vergüenza escribir en tu diario, que
tu amigo Brod publicaría -tú tenías que haber sabido que lo publicaría todo,
que se ganaría la vida a nuestra costa- cosas que han llevado a uno de los
famosos expertos en Kafka a estudiar los ruidos en nuestro piso de
Praga. Sobre mí escribió: «No hubiera estado en consonancia con el carácter de
Hermann Kafka el reprimir los ruidos que le apetecía hacer durante el
acoplamiento; no hubiera estado en consonancia con Kafka, que era ultrasensible
al ruido y haber crecido con esos ruidos a su alrededor, el mencionar el
sufrimiento que le causaban.»
Dejaste escrito para que todos lo leyeran que ver el
pijama de tu padre y el camisón de tu madre sobre la cama te asqueaba.
Permíteme hablar también libremente, como todo el mundo. En esa cama fuiste hecho.
Eso me asquea a mí: tu asco de un lugar que te debería resultar sagrado, un
lugar por el que deberías tener el mayor respeto. Sin embargo, tú eres el que
se lamentó de mi vulgaridad cuando te sugerí que debías procurarte una mujer
-comprada, alquilada en vez de tratar de probarte a ti mismo que eras un
hombre al fin a los treinta y seis años, casándote con una buscona judía de
Praga que agitaba sus tetas bajo su delgada blusa. Sí, me refiero a esa Julie
Wohryzek, la hija del zapatero, tu segunda novia. Incluso tuviste la insolencia
de lanzarme la observación a la cara, en esa carta que no enviaste pero que, de
todos modos, he leído, lo he leído todo ahora, aunque dijiste que puse «En la Colonia Penitenciaria »
en la mesilla de noche y no volví a mencionar el libro.
Tengo que hablar de otro asunto del que no tratamos,
padre e hijo, cuando ambos estábamos vivos -de acuerdo, fue culpa mía, quizá
tengas razón, como ya he dicho eran otros tiempos... Mujeres. Tengo que sacar
el tema porque -pobre hijo mío- el matrimonio era «el mayor temor» de tu vida.
Eso has escrito. Hablas de tus intentos de explicar por qué no podías casarte
-de ellos depende «el éxito» de la carta entera que no enviaste. Según tú,
casarse, fundar una familia, era «lo máximo que un ser humano podía hacen>.
Sin embargo, no podías casarte. ¿Cómo debe entender eso un ser humano
corriente? Escribiste más de un cuarto de millón de palabras a Felice Bauer,
pero no podías ser su marido. Hiciste que tus padres pasaran por la comedia de
ir hasta Berlín para una fiesta de compromiso (a propósito, hay una fotografía
que hiciste sacar, la feliz pareja, en los libros que se escriben sobre ti). El
compromiso se rompió, luego se rehizo, luego se rompió otra vez. ¿Te extraña?
Cualquiera que entre en una librería o en una biblioteca puede leer lo que
escribiste a tu novia cuando tu hermana Elli dio a luz a nuestra primera nieta.
Sólo sentiste desagrado, repudio de tu cuñado porque «yo nunca tendré un hijo».
No, no con la chica Bauer, no dentro de un matrimonio decente, como el hijo de
cualquier otra persona, pero he averiguado que tuviste un hijo, eso dice Brod,
con una mujer, Grete Bloch, a la que se tenía por la mejor amiga de la chica
Bauer, que incluso actuó de casamentera entre vosotros. ¿Qué dices a eso?
Quizás no lo sabías. No lo sé. (Así es como eras de irresponsable.) Dicen que
ella se fue. Quizá nunca te lo dijo.
Nadine Gordimer