La hormiga argentina (19)
-¡Usted -lo agredió mi mujer,
recobrándose tras un instante de vacilación-, debería avergonzarse! ¡Porque
viene a casa y ensucia por todas partes y al niño la hormiga en la oreja se la
hizo entrar usted, con su melaza!
Le acercaba las manos a la cara,
y el señor Baudino, sin abandonar su deteriorada sonrisa, hacía movimientos de
animal salvaje para reservarse una salida, y entretanto se encogía de hombros y
echaba miradas y guiños a su alrededor -destinados a mí, porque no había nadie
más a la vista- como diciendo: «Es tonta», pero su voz sólo enunciaba
desmentidos blandos y generales, como:
-No..., no... Qué dice.
-¡Porque todos dicen que es usted
el que, en vez de envenenar a las hormigas, les da un reconstituyente! -gritaba
mi mujer, y él se deslizó por la pequeña puerta a la calle-patio, y mi mujer lo
seguía, insultándolo.
Ahora, los encogimientos de
hombros y las ojeadas del señor Baudino iban destinadas a las mujeres de las
chabolas de alrededor, y me pareció que ellas hacían una especie de doble juego
imperceptible, aceptando que él las tomara como testigos de que mi mujer decía
tonterías, y cuando, en cambio, a quien miraban era a mi mujer, la incitaban
con cabeceos enérgicos y con los movimientos de las escobas a seguir
encarnizándose con el hombre de la hormiga. Yo no me metía, ¿y qué hubiera
podido hacer? Desde luego, no iba a cargar yo también contra aquel hombrecito
furtivo y ponerle las manos encima, ya bastante grande era la cólera de mi
mujer contra él, y tampoco me parecía el caso de moderarla, porque no quería
asumir la defensa de Baudino. Hasta que mi mujer, en un nuevo acceso de cólera,
gritando:
-¡Usted le ha hecho daño a mi
hijo! -le aferró por el cuello y le sacudió. Yo estaba por lanzarme a
separarlos, pero él no la tocó, giró sobre sí mismo con movimientos cada vez
más parecidos a los de las hormigas, hasta que consiguió escapar con torpes
pasos rápidos y después se recompuso y se alejó, siempre encogiéndose de
hombros y murmurando frases como:
-Pero qué cosa... Pero quién
es... -y haciendo un gesto como para dar a entender: «Es tonta», siempre en
dirección al público de las chabolas.
Público del cual, en el momento
en que mi mujer se había abalanzado contra Baudino, se había alzado un rumor
fuerte, aunque confuso, que se había acallado apenas el hombre se había
liberado y que ahora se recomponía en las frases que le espetaban, frases no
tanto de protesta y amenaza, sino más bien quejosas, casi pidiendo compasión,
pero gritadas como si fueran orgullosas proclamaciones:
-A nosotros las hormigas nos
comen vivos... Hormigas en la cama, hormigas en el plato, todos los días, todas
las nocheees... Ya teníamos poco que comer y hemos de darles de comer a
ellaaas...
Yo había tomado del brazo a mi
mujer, que seguía sacudiéndose de vez en cuando y gritando:
-¡Pero esto no va a quedar así!
¡Sabemos quién nos hace el cuento! ¡Sabemos a quién tenemos que dar las
gracias! -y otras frases amenazadoras que no tenían eco porque, a nuestro paso,
las ventanas y las puertas de las chabolas se cerraban y los habitantes
reanudaban sus míseras vidas junto a las hormigas.
Fue pues un triste regreso, y era
previsible. Pero lo que sobre todo me disgustaba era haber visto cómo se habían
comportado aquellas mujeres. Y me dieron tanto fastidio los que andaban
lloriqueando por las hormigas que nunca más volvería a hacerlo, y me venían
ganas de encerrarme en un orgullo doloroso como el de la señora Mauro, pero
ella era rica y nosotros pobres y no encontraba la vuelta, la manera de seguir
viviendo en aquel lugar, y me parecía que ninguna de las personas que conocía y
que hasta poco antes me habían parecido tan superiores la hubiera encontrado o
estuviera por encontrarla.
Italo Calvino