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sábado, 19 de agosto de 2017

Segar i Batre




La hormiga argentina      (19)

-¡Usted -lo agredió mi mujer, recobrándose tras un instante de vacilación-, debería avergonzarse! ¡Porque viene a casa y ensucia por todas partes y al niño la hormiga en la oreja se la hizo entrar usted, con su melaza!
Le acercaba las manos a la cara, y el señor Baudino, sin abandonar su deteriorada sonrisa, hacía movimientos de animal salvaje para reservarse una salida, y entretanto se encogía de hombros y echaba miradas y guiños a su alrededor -destinados a mí, porque no había nadie más a la vista- como diciendo: «Es tonta», pero su voz sólo enunciaba desmentidos blandos y generales, como:
-No..., no... Qué dice.
-¡Porque todos dicen que es usted el que, en vez de envenenar a las hormigas, les da un reconstituyente! -gritaba mi mujer, y él se deslizó por la pequeña puerta a la calle-patio, y mi mujer lo seguía, insultándolo.
Ahora, los encogimientos de hombros y las ojeadas del señor Baudino iban destinadas a las mujeres de las chabolas de alrededor, y me pareció que ellas hacían una especie de doble juego imperceptible, aceptando que él las tomara como testigos de que mi mujer decía tonterías, y cuando, en cambio, a quien miraban era a mi mujer, la incitaban con cabeceos enérgicos y con los movimientos de las escobas a seguir encarnizándose con el hombre de la hormiga. Yo no me metía, ¿y qué hubiera podido hacer? Desde luego, no iba a cargar yo también contra aquel hombrecito furtivo y ponerle las manos encima, ya bastante grande era la cólera de mi mujer contra él, y tampoco me parecía el caso de moderarla, porque no quería asumir la defensa de Baudino. Hasta que mi mujer, en un nuevo acceso de cólera, gritando:
-¡Usted le ha hecho daño a mi hijo! -le aferró por el cuello y le sacudió. Yo estaba por lanzarme a separarlos, pero él no la tocó, giró sobre sí mismo con movimientos cada vez más parecidos a los de las hormigas, hasta que consiguió escapar con torpes pasos rápidos y después se recompuso y se alejó, siempre encogiéndose de hombros y murmurando frases como:
-Pero qué cosa... Pero quién es... -y haciendo un gesto como para dar a entender: «Es tonta», siempre en dirección al público de las chabolas.
Público del cual, en el momento en que mi mujer se había abalanzado contra Baudino, se había alzado un rumor fuerte, aunque confuso, que se había acallado apenas el hombre se había liberado y que ahora se recomponía en las frases que le espetaban, frases no tanto de protesta y amenaza, sino más bien quejosas, casi pidiendo compasión, pero gritadas como si fueran orgullosas proclamaciones:
-A nosotros las hormigas nos comen vivos... Hormigas en la cama, hormigas en el plato, todos los días, todas las nocheees... Ya teníamos poco que comer y hemos de darles de comer a ellaaas...
Yo había tomado del brazo a mi mujer, que seguía sacudiéndose de vez en cuando y gritando:
-¡Pero esto no va a quedar así! ¡Sabemos quién nos hace el cuento! ¡Sabemos a quién tenemos que dar las gracias! -y otras frases amenazadoras que no tenían eco porque, a nuestro paso, las ventanas y las puertas de las chabolas se cerraban y los habitantes reanudaban sus míseras vidas junto a las hormigas.
Fue pues un triste regreso, y era previsible. Pero lo que sobre todo me disgustaba era haber visto cómo se habían comportado aquellas mujeres. Y me dieron tanto fastidio los que andaban lloriqueando por las hormigas que nunca más volvería a hacerlo, y me venían ganas de encerrarme en un orgullo doloroso como el de la señora Mauro, pero ella era rica y nosotros pobres y no encontraba la vuelta, la manera de seguir viviendo en aquel lugar, y me parecía que ninguna de las personas que conocía y que hasta poco antes me habían parecido tan superiores la hubiera encontrado o estuviera por encontrarla.

Italo Calvino