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viernes, 25 de agosto de 2017

Bellvitge




Carta de su padre       (5)

A lo largo de varias páginas insistes (en esa carta secreta) sobre mi uso de expresiones vulgares yiddish, sobre mi «insignificante dosis de judaísmo», que era «puramente social» y por ello significaba que no po­díamos «encontrarnos en el judaísmo» aunque sólo fuera. ¡Esto dicho por ti! Cuando eras un muchacho y tenía que arrastrarte a los servicios del Yom Kippur una vez al año te sentabas allí inventando historias sobre animales impuros que se acercaban al Arca, el objeto más santo de la fe judía. Cuando creciste, acu­diste exactamente una sola vez a la sinagoga Altneu. Los que escriben libros sobre ti dicen que debió de ser por complacerme. Me sorprendería. Cuando des­cubriste de repente que eras judío, después de todo, naturalmente tu judaísmo era muy intelectual, nada que ver con las costumbres judías que me enseñaron a guardar en el shtetl de mi padre, empujando la ca­rretilla a la edad de siete años. Aprendiste tu judaís­mo en el Teatro Yiddish. ¡Qué gente estupenda!. Esos actores itinerantes sinvergüenzas de los que te hiciste amigo en el Café Savoy. Tu amigo el actor Jizckak Lowy. Nada que ver con la familia de tu madre, gracias a Dios. No dejaría que un hombre así la saludara siquiera. Tuviste la insolencia de traerlo a casa de tus padres y yo entendí que era mi deber hablarle de tal forma que nunca más se atreviera a volver. (¡Ja!. Yo solía mirar por la ventana, y observado dando vuel­tas a la intemperie, fuera del edificio, esperándote.) Y la Tschissik, esa nafke, una de sus actrices. He ave­riguado que tú creías estar enamorado de ella, una mu­jer casada (si es que a esa forma de vivir se la puede llamar matrimonio). Aparte de la señorita Bauer, nunca te gustó más que un tipo vulgar de mujeres. Lo digo otra vez tal como lo dije entonces: si te acuestas con perros, te levantas con pulgas. Te enfadaste mu­chísimo (sí, tú, esa vez) te enfureciste con tu padre cuando te lo dijo. Y cuando te recordé mi dolencia de corazón, te justificaste de nuevo, como de costumbre, diciendo (lo recuerdo como si fuera hoy) «me esfuer­zo mucho por reprimirme». Pero ahora he leído tus diarios, los muertos no necesitan entrar furtivamente en tu dormitorio y leerlos a tus espaldas (que es de lo que nos acusabas a tu madre y a mí), he leído lo que escribiste después, que tú percibías, en mí, tu pa­dre, «como siempre en momentos de crisis, la exis­tencia de una sabiduría que yo sólo puedo oler». ¡Así que tú sabías, mientras me desafiabas, sabías que yo tenía razón!.
La realidad es que tú eras antisemita, Franz. Nunca te interesó lo que le pasaba a tu propia gente. Los ac­tos de vandalismo contra los judíos en las calles, en las casas y tiendas, que se produjeron mientras cre­cías, no he encontrado ni una palabra sobre ellos en tus diarios, en tus cuadernos. Tú sólo imaginabas ju­díos. Los imaginabas torturados en lugares como tu Colonia Penitenciaria. Quizás. No quiero pensar qué significaba eso.
Bien, hacia el final estudiaste hebreo, tú y tu her­mana Ottla teníais la loca fantasía de ir a Palestina. ¡Tú, que para entonces apenas podías respirar, reco­giendo patatas en un Kibbutz! El libro más reciente sobre ti dice que te oponías a la «mentalidad de ten­dero» del tipo de judío que era tu padre. Pero eran tu padre el tendero, los botones y hebillas, galones, cintas, peinetas, gemelos, corchetes, cordones de za­patos, marcos para fotografías, calzadores, novedades y baratijas los que suministraban el pan que te per­mitía soñar. Eras antisemita, Franz, si es que es po­sible que un judío se parta a sí mismo por la mitad. (Para ti, me imagino, cualquier cosa es posible.) Di­jiste a Ottla que casarse con ese goy de Josef Davis era mejor que casarse con diez judíos. Cuando tu gran amigo Brod escribió un libro llamado «Las judías» tú escribiste que había demasiadas en él. Las veías como lagartijas (animales otra vez, animales rastreros).
«Por muy contentos que nos sintamos de contem­plar una sola lagartija en un sendero en Italia, nos ho­rrorizaría ver cientos de lagartijas reptando unas so­bre otras en un bote de conservas.» ¿De dónde sacas­te esas ideas? No de tu casa, eso lo sé.

Nadine Gordimer