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viernes, 11 de agosto de 2017

Aquarium Barcelona






La hormiga argentina       (11)

Venenosos no, pero tampoco era bueno comerlos: nuestro hijo gritaba de dolor. Hubo que hacerlo vomitar, vomitó en la cocina que se llenó de nuevo de hormigas, y mi mujer acababa de limpiarla. Limpiamos el suelo, calmamos al niño, lo pusimos a dormir en la cesta que aislamos bien rodeándola de franjas de  polvo insecticida, y cubriéndola con un mosquitero sujeto alrededor para que al despertarse no se levantara a comer otras porquerías.
Mi mujer había hecho la compra, pero no había conseguido  salvar el cesto de las hormigas, y entonces hubo que lavar primero cada cosa, incluso las sardinas en aceite, el queso y sacar una por una las hormigas pegadas. Yo la ayudé, corté la leña, puse en funcionamiento la cocina económica, el tiro de la chimenea, y ella limpiaba la verdura. Pero no había manera de estar quietos en un lugar; a cada instante ella o yo saltábamos Y «¡Ay, que me pica!» teníamos que rascarnos y quitarnos las hormigas o meter los brazos y las piernas debajo del grifo. No sabíamos dónde poner la mesa: dentro de la casa atraeríamos otras hormigas, afuera nos cubrirían en seguida. Comimos de pie, moviéndonos, y todo sabía a hormiga, en parte por las que habían quedado en los alimentos, en parte porque teníamos las manos impregnadas de aquel olor.
Después de comer di una vuelta por el terreno fumando un cigarrillo. De la casa de los Riginaudo llegaba un tintineo de cubiertos: me asomé y los vi todavía sentados a la mesa, debajo de una sombrilla, lustrosos y tranquilos, con servilletas a cuadros anudadas al cuello, saboreando un budín de crema y vasitos de un vinillo claro. Les deseé buen provecho y me convidaron. Pero yo veía alrededor de la mesa los sacos y los bidones de insecticidas, y todo cubierto de velos de polvos amarillos o blancuzcos y de estrías bituminosas, y me llegaban a las narices sólo aquellos olores de sustancias químicas. Dije que les agradecía pero que no me sentía con apetito, y era cierto. La radio de los Reginaudo sonaba, baja, y ellos canturreaban en falsete fingiendo un brindis.
Desde la escalerilla a la que me había subido para saludarlos veía también una parte del jardín de Brauni; el capitán habría terminado ya de comer: salía de la casa con el platillo y la taza de café, bebiendo a sorbos, y echaba ojeadas en torno, seguramente para ver si sus numerosos tormentos funcionaban y si la agonía de las hormigas continuaba con la habitual regularidad. Colgada entre dos árboles vi una hamaca blanca y comprendí que la ocupaba la huesuda y desagradable señora Aglaura, pero sólo le veía una muñeca y la mano que agitaba un abanico de varillas. Las cuerdas de la hamaca colgaban de un sistema de extrañas anillas, que sin duda constituían en cierto modo una defensa contra las hormigas o tal vez la hamaca no era sino una nueva trampa para hormigas y la mujer del capitán servía de cebo.
No quise hablar con los Reginaudo de mi visita a la casa de los Brauni, porque ya sabía que la comentarían con la suficiencia irónica que era habitual en las comparaciones recíprocas de nuestros vecinos. Me giré a mirar el jardín de la señora Mauro más arriba, y su casa allá en lo alto, coronada por el gallo giratorio de una veleta.
-Quién sabe si la señora Mauro no tendrá también hormigas... -dije.
Se ve que la alegría de los señores Reginaudo era durante las comidas más moderada, hecha de risitas muy suaves, porque se limitaron a decir:
-Je, je, je... las tendrá ella también... Je, je, je... las tendrá ella también... Claro que las tendrá...
Mi mujer me llamó a casa porque quería poner el colchón sobre la mesa y echarse a dormir un poco. Con el jergón en el suelo no se podía impedir que las hormigas subieran, en cambio bastaba aislar las cuatro patas de la mesa y al menos durante un tiempo las hormigas no llegarían. Mi mujer se tendió a descansar, yo salí con la idea de buscar a algunas personas que tal vez supieran informarme de algún trabajo, pero en realidad tenía ganas de moverme y de pensar en otra cosa. 

Italo Calvino