La hormiga argentina (11)
Venenosos no, pero tampoco era
bueno comerlos: nuestro hijo gritaba de dolor. Hubo que hacerlo vomitar, vomitó
en la cocina que se llenó de nuevo de hormigas, y mi mujer acababa de
limpiarla. Limpiamos el suelo, calmamos al niño, lo pusimos a dormir en la
cesta que aislamos bien rodeándola de franjas de polvo insecticida, y cubriéndola con un
mosquitero sujeto alrededor para que al despertarse no se levantara a comer
otras porquerías.
Mi mujer había hecho la compra,
pero no había conseguido salvar el cesto
de las hormigas, y entonces hubo que lavar primero cada cosa, incluso las
sardinas en aceite, el queso y sacar una por una las hormigas pegadas. Yo la
ayudé, corté la leña, puse en funcionamiento la cocina económica, el tiro de la
chimenea, y ella limpiaba la verdura. Pero no había manera de estar quietos en
un lugar; a cada instante ella o yo saltábamos Y «¡Ay, que me pica!» teníamos
que rascarnos y quitarnos las hormigas o meter los brazos y las piernas debajo
del grifo. No sabíamos dónde poner la mesa: dentro de la casa atraeríamos otras
hormigas, afuera nos cubrirían en seguida. Comimos de pie, moviéndonos, y todo
sabía a hormiga, en parte por las que habían quedado en los alimentos, en parte
porque teníamos las manos impregnadas de aquel olor.
Después de comer di una vuelta
por el terreno fumando un cigarrillo. De la casa de los Riginaudo llegaba un
tintineo de cubiertos: me asomé y los vi todavía sentados a la mesa, debajo de
una sombrilla, lustrosos y tranquilos, con servilletas a cuadros anudadas al
cuello, saboreando un budín de crema y vasitos de un vinillo claro. Les deseé
buen provecho y me convidaron. Pero yo veía alrededor de la mesa los sacos y
los bidones de insecticidas, y todo cubierto de velos de polvos amarillos o
blancuzcos y de estrías bituminosas, y me llegaban a las narices sólo aquellos
olores de sustancias químicas. Dije que les agradecía pero que no me sentía con
apetito, y era cierto. La radio de los Reginaudo sonaba, baja, y ellos
canturreaban en falsete fingiendo un brindis.
Desde la escalerilla a la que me
había subido para saludarlos veía también una parte del jardín de Brauni; el
capitán habría terminado ya de comer: salía de la casa con el platillo y la
taza de café, bebiendo a sorbos, y echaba ojeadas en torno, seguramente para
ver si sus numerosos tormentos funcionaban y si la agonía de las hormigas
continuaba con la habitual regularidad. Colgada entre dos árboles vi una hamaca
blanca y comprendí que la ocupaba la huesuda y desagradable señora Aglaura,
pero sólo le veía una muñeca y la mano que agitaba un abanico de varillas. Las
cuerdas de la hamaca colgaban de un sistema de extrañas anillas, que sin duda
constituían en cierto modo una defensa contra las hormigas o tal vez la hamaca
no era sino una nueva trampa para hormigas y la mujer del capitán servía de cebo.
No quise hablar con los Reginaudo
de mi visita a la casa de los Brauni, porque ya sabía que la comentarían con la
suficiencia irónica que era habitual en las comparaciones recíprocas de
nuestros vecinos. Me giré a mirar el jardín de la señora Mauro más arriba, y su
casa allá en lo alto, coronada por el gallo giratorio de una veleta.
-Quién sabe si la señora Mauro no
tendrá también hormigas... -dije.
Se ve que la alegría de los
señores Reginaudo era durante las comidas más moderada, hecha de risitas muy suaves,
porque se limitaron a decir:
-Je, je, je... las tendrá ella
también... Je, je, je... las tendrá ella también... Claro que las tendrá...
Mi mujer me llamó a casa porque
quería poner el colchón sobre la mesa y echarse a dormir un poco. Con el jergón
en el suelo no se podía impedir que las hormigas subieran, en cambio bastaba
aislar las cuatro patas de la mesa y al menos durante un tiempo las hormigas no
llegarían. Mi mujer se tendió a descansar, yo salí con la idea de buscar a
algunas personas que tal vez supieran informarme de algún trabajo, pero en
realidad tenía ganas de moverme y de pensar en otra cosa.
Italo Calvino