La hormiga argentina (13)
Llegaron también los otros y
quisieron que bebiese con ellos ya que no habían podido darme indicaciones
sobre algún trabajo. Se habló otra vez del tío Augusto y uno preguntó:
-¿Y que hace allá ese gran
vagabundo? -Empleó la palabra lingera que además de vagabundo quiere decir
malandrín, y todos demostraron que aprobaban mucho la definición y que
justamente lo apreciaban mucho por lingera. A mí me molestaba un poco esta fama
atribuida a un hombre que en el fondo era respetuoso y modesto, aun en su
manera desordenada de vivir. Pero quizás eso formaba parte de la actitud de
jactancia, de exageración propia de esa gente, y confusamente se me ocurrió que
se relacionaba con las hormigas, que fingir que los rodeaba un mundo movido, de
aventuras, era una manera de aislarse de los inconvenientes menudos. En mi caso
el obstáculo para adoptar esa actitud -pensaba mientras volvía a casa- era mi
mujer, siempre enemiga de fantaseos. Y pensaba también cuánto había influido
ella en mi vida, cómo era ya incapaz de emborracharme con palabras e ideas,
porque en seguida se me presentaban su cara, su mirada, su presencia, que sin
embargo me eran entrañables y necesarias.
Mi mujer salió a mi encuentro,
con un aire un poco alarmado, y dijo:
-Oye, ha venido un aparejador.
Yo, que aún tenía en el oído el
tono de superioridad de los fanfarrones de la fonda, dije casi sin escuchar:
-Eh, un aparejador, ahora, por un
aparejador...
Y ella:
-Ha venido un aparejador a casa,
a tomar medidas...
Yo no entendía y entré.
-Oh, ¿pero qué estás diciendo?
¡Si es el capitán!
Era el capitán que desenrollando
un metro amarillo tomaba medidas para instalar sus trampas en nuestra casa. Le
presenté a mi mujer y le agradecí su prontitud.
-Quería echar un vistazo a las
posibilidades del ambiente -dijo-. Hay que hacerlo todo con criterios
matemáticos -y midió inclusive la cesta donde dormía el niño, y lo despertó. Al
pequeño le asustó el metro amarillo tendido encima de su cuerpo y se echó a
llorar. Mi mujer quiso dormirlo de nuevo. El llanto del niño ponía nervioso al
capitán, aunque yo tratase de distraerlo. Por suerte su mujer lo llamó y salió.
La señora Aglaura, asomada por encima del seto, le hacía gestos con los brazos
flacos y blancos, y gritaba:
-¡Ven! ¡Sí, ven! ¡Hay alguien!
¡Sí, el hombre de la hormiga!
Con una mirada y una sonrisa de
labios apretados llena de intención, se disculpó por tener que volver en
seguida a su casa.
-Ya vendrá aquí también -dijo,
señalando el punto donde debía de estar el misterioso «hombre de la hormiga»-,
ya verá... -y se fue.
Yo no quería encontrarme frente a
frente con el hombre de la hormiga sin saber bien quién era y qué venía a
hacer. Fui hasta la escalerilla que daba al terreno de los Reginaudo; el vecino
regresaba justo en ese momento; llevaba un traje blanco y el sombrero de paja y
venía cargado de bolsitas y cajas. Le pregunté:
-Escúcheme: ¿el hombre de la
hormiga ya pasó por la casa de ustedes?
-No sé -dijo Reginaudo-, vengo
del pueblo, pero creo que sí porque veo melaza por todas partes. ¡Claudia!
La mujer se asomó y dijo:
-¡Sí, sí, pasará también por la
casa de los Laureri, pero no crea que le servirá de algo!
Como si yo esperara algo.
Pregunté:
-Pero a ese hombre, ¿quién lo
manda?
-¿Y quién quiere que lo mande?
-dijo Reginaudo-. Es el hombre enviado por el Ente por la Lucha contra la
Hormiga Argentina, el empleado que viene a poner melaza en todos los jardines
de las casas. Esos platitos, ¿los ve?
Italo Calvino