La hormiga argentina (18)
El llanto del niño y los gritos
de mi mujer atrajeron a las vecinas: la señora Reginaudo, que nos fue realmente
útil y bastante amable, la señora Brauni que, hay que reconocerlo, hizo también
todo lo que pudo por ayudarnos, y otras pobres mujeres que hasta entonces no
habíamos visto. Todas se afanaban en dar consejos: verterle aceite en la oreja,
mantenerle la boca abierta, sonarle la nariz y no sé cuántas cosas más.
Gritaban y terminaban por ser más un estorbo que una ayuda, aunque al principio
nos hubieran dado ánimo, y su manera de agitarse alrededor del niño servía
sobre todo para acentuar el rencor general contra el hombre de la hormiga. Mi
mujer había gritado a los cuatro vientos que él, Baudino, era el culpable; y
las vecinas estaban de acuerdo en que aquel hombre merecía que le cantaran las
cuarenta de una vez por todas, y que era él quien hacía todo lo posible para
que la hormiga se desarrollara bien, a fin de no perder su empleo, y que era
muy capaz de haberlo hecho a propósito, porque ya se sabe que estaba siempre
del lado de la hormiga, y no del de los cristianos. Exageraciones, claro está,
pero en aquella agitación, con el niño llorando, me uní a ellas yo también y,
si hubiera tenido en ese mismo momento entre mis manos al señor Baudino, no sé
qué le hubiera hecho.
La hormiguita salió con el aceite
tibio; el niño, medio aturdido de tanto llorar, tomó un juguete de celuloide y
lo agitó y chupó, decidido a olvidarnos. Yo sentía la misma necesidad que él:
quedarme solo y aflojar los nervios, pero entre las mujeres continuaba la
diatriba contra Baudino, y decían a Elide que probablemente estaba allí cerca
en un lugar donde tenía sus enseres, y Elide:
-Ah, yo voy allá, claro que sí,
voy a darle su merecido.
Entonces se formó un pequeño
cortejo, con Elide a la cabeza, yo naturalmente a su lado, aunque sin
pronunciarme sobre la utilidad de la empresa, otras mujeres que incitaban a la
mía, siguiéndola y por momentos adelantándosele para mostrarle el camino. La
señora Claudia se ofreció a quedarse con el niño, y nos despidió desde la
puerta; advertí después que la señora Aglaura tampoco venía con nosotros, y sin
embargo se había manifestado como una de las enemigas más encarnizadas de
Baudino, pero nos acompañaba un pequeño grupo de mujercitas desconocidas.
Avanzábamos ahora por una especie de calle-patio, flanqueada de chabolas de
madera, gallineros y huertos medio llenos de desperdicios. Algunas de aquellas
mujeres, después de haber hablado tanto, al pasar por sus casas se detenían en
el umbral, nos indicaban con gran vehemencia dónde teníamos que ir y entraban llamando a los niños sucios que
jugaban echados en el suelo, o iban a dar de comer a las gallinas. Sólo un par
de mujeres nos siguieron hasta el local de Baudino, pero cuando, a los golpes
de Elide, se abrió la puerta, resultó que entramos solos ella y yo, aunque
sentíamos que nos seguían las miradas de las mujeres desde las ventanas o los
gallineros, o que pasaban por allí delante barriendo, y era como si siguieran
incitándonos, pero en voz muy baja y sin correr ningún riesgo.
El hombre de la hormiga estaba en
el centro del cuchitril, una barraca semidestruida y, en uno de los tabiques
que quedaban en pie, había pegado un cartel amarillento que decía con grandes
caracteres: ENTE PARA LA LUCHA CONTRA LA HORMIGA ARGENTINA, y alrededor había
pilas de platitos para la melaza, y cajas de tarritos de todo tipo, el conjunto
en una especie de basural lleno de envoltorios de espinazos de pescado y otros
desechos, tanto que en seguida se le antojaba a uno la idea de que aquella era
la gran fuente de todas las hormigas de la zona. El señor Baudino estaba frente
a nosotros, con una irritante semisonrisa interrogativa que mostraba los huecos
de su dentadura.
Italo Calvino