La hormiga argentina (14)
Y la mujer:
-Melaza envenenada... -y soltó
una risita como si se las supiera todas.
-¿Y las mata?
Mis preguntas eran un juego
agotador; ya lo sabía: cada tanto parecía que todo estuviera a punto de
resolverse y después volvían a empezar las complicaciones.
El señor Reginaudo meneó la
cabeza como si yo hubiera dicho algo inconveniente.
-Pero no... Veneno en dosis
mínimas, naturalmente... Melaza azucarada, las hormigas se vuelven locas por la
melaza. Las obreras vuelven al hormiguero, alimentan con esas pequeñísimas
dosis de veneno a las reinas que tarde o temprano morirán envenenadas.
No quise preguntar si, tarde o
temprano, se morían de veras. Comprendí que el señor Reginaudo informaba sobre
ese procedimiento con el tono de quien, personalmente, sostiene una teoría
distinta, pero siente el deber de referir objetivamente y con respeto la
opinión oficial de la autoridad. Su esposa, en cambio, con la intolerancia propia
de las mujeres, no tenía empacho en manifestar su aversión por el sistema de la
melaza, y subrayaba el discurso del marido con risitas malignas, con réplicas
irónicas, actitud que a él en cierto modo debía de parecerle fuera de lugar o
demasiado atrevido, porque trataba de hacerla callar y en todo
caso de atenuar
esa impresión de derrotismo, sin
contradecirla del todo -tal vez porque en privado él también se expresaba así,
y peor todavía-, sino tratando de darle pequeños ejemplos de ecuanimidad, como:
-Bueno, ahora estás exagerando,
Claudia... Es cierto que muy eficaz no es, pero puede servir... Y además lo
hacen gratuitamente... Hay que esperar unos años antes de juzgar...
-¿Unos años? Hará veinte que
ponen esa cosa, y cada año hay más hormigas. El señor Reginaudo, en vez de
desmentirla, prefirió desviar la conversación hacia otros méritos del Ente, y
me explicó el sistema de los cajones de estiércol que los hombres de la hormiga
dejaban en los jardines para que las reinas pusieran los huevos, y después
pasaban a retirarlos y los quemaban. Comprendí que el tono del señor Reginaudo
era el que convenía para explicar la cosa inclusive a mi mujer, suspicaz y
pesimista por naturaleza, y una vez en casa le repetí las palabras del vecino,
guardándome de elogiar el sistema par milagroso o en todo caso rápido, pero
absteniéndome también de los irónicos comentarios de la señora Claudia. Elide
es una de esas mujeres que, par ejemplo en el tren, creen que los horarios, la
distribución de los vagones, los requerimientos de los revisores, son todas
cosas insensatas y mal hechas, sin ninguna justificación posible, pero que las
aceptan con fatigado rencor; de modo que consideró absurda e irrisoria esta
historia de la melaza -yo no pude contradecirla-, pero se dispuso a recibir la
visita del hombre de la hormiga -que se llamaba, según supe, señor Baudino-,
sin incomodarlo con protestas o inútiles peticiones de ayuda.
El hombre entró en nuestro
terreno sin pedir permiso y ya lo teníamos delante mientras hablábamos de él,
lo que provocó una situación embarazosa. Era un hombrecito de unos cincuenta
años, vestido con un traje negro raído y desteñido, una cara un poco de
borrachín, el pelo todavía oscuro peinado con una raya infantil. Los párpados
entrecerrados, la sonrisa levemente untuosa, una pigmentación rojiza alrededor
de los ojos y en las aletas de la nariz preanunciaban la entonación estridente
de la voz, como de cura, con una fuerte cadencia dialectal. Un movimiento
nervioso le hacía latir las arrugas en las comisuras de la boca y de la nariz.
Italo Calvino