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sábado, 5 de agosto de 2017

Catedral de Nidaros - Trondheim


La hormiga argentina       (5)

Lo primero para mi mujer fue ocuparse del niño: ver si aquellos bichos lo habían mordido (por suerte no parecía), vestirlo, darle de comer, todo esto moviéndose en la casa invadida de  hormigas. Yo sabía el esfuerzo que debía hacer para no lanzar un grito cada vez que veía, en las tazas que habían quedado en el fregadero, por ejemplo, las hormigas alrededor del borde, y en el babero del niño, y en la fruta. Pero no pudo por menos que gritar, al destapar la leche:
-¡Está negra! -Había un velo de hormigas ahogadas o nadando.
-Es sólo la superficie -dije-, se quita con una cucharita. -Pero nos pareció que el sabor había quedado y no la bebimos.
Yo seguía las filas de hormigas por las paredes para ver de dónde venían. Mi mujer se peinaba y se vestía con pequeños estallidos de cólera que reprimía en seguida.
-¡No podemos poner los muebles en su sitio mientras no hayamos terminado con las hormigas! -decía.
-Calma. Ya verás que todo se arregla. Ahora voy a ver al señor Reginaudo que tiene esos polvos y le pido un poco. Lo ponemos en la boca del hormiguero, ya he visto donde está, y en seguida acabamos con ellas. Pero esperemos hasta un poco más tarde porque a esta hora en casa de la familia Reginaudo podríamos molestar.
Mi mujer se calmó un poco, pero yo no: que había visto la boca del hormiguero se lo había dicho para consolarla, pero cuanto más miraba más descubría las muchas direcciones en que las hormigas iban y venían, y cómo nuestra casa, en apariencia lisa y homogénea como un dado, era en cambio porosa y estaba toda surcada de fisuras y grietas.
Para darme ánimo me detuve en el umbral a mirar las plantas que con el sol que en ese momento las bañaba y el rastrojo que infestaba el terreno me pareció alegre, porque daba ganas de ponerse a trabajar: limpiar todo de verdad, zapar y comenzar a sembrar y a transplantar.
-Ven -dije a mi hijo-, que aquí te vas a enmohecer -lo tomé en brazos y salí al «jardín», más aún, por el placer de iniciar la costumbre de llamar así aquel trozo de tierra, dije a mi mujer-: Salgo un momento con el niño al jardín -y me corregí-: A nuestro jardín -que era más posesivo y familiar.
El niño estaba contento al sol, y yo le decía: -Éste es un algarrobo, éste es un árbol de caquis -y lo levantaba hasta las ramas-: Ahora papá te enseña a treparte.
Se echó a llorar.
-¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? -pero vi las hormigas; el árbol gomoso estaba enteramente cubierto.
Aparte al niño en seguida.
-Uh, cuántas hormiguitas... -le decía, pero estaba preocupado. 

Italo Calvino