La hormiga argentina (3)
Así llegamos al límite del
terreno, y al otro lado del seto vimos al señor Reginaudo dando vueltas
alrededor de su casa muy atareado con un pulverizador. Yo había conocido al
señor Reginaudo unos meses atrás, cuando fui a ponerme de acuerdo con la señora
Mauro sobre la casa. Nos acercamos para saludarlo y para que conociera a mi
mujer.
-Buenas noches, señor Reginaudo
-le dije-, ¿se acuerda de mí?
-Ah, sí que lo reconozco -dijo-.
¡Buenas noches! ¿Así que es vecino nuestro? -Era un señor bajo y gafudo, con
pijama y sombrero de paja.
-Eh, sí, somos vecinos, y entre
vecinos...
Mi mujer empezó a decir frases
sonrientes e inconclusas, como suele hacerse por cortesía; hacía tiempo que no
la oía hablar así; no es que me gustara, pero me ponía más contento que oírla
quejarse.
-¡Claudia -llamó nuestro vecino-,
ven, son los nuevos inquilinos de la casa de los Laureri! -Nunca había oído
llamar con ese nombre nuestra nueva casa (el nombre, lo supe después, de un
antiguo propietario) y me sentí un poco como si me consideraran un extraño.
Salió de la casa la señora Reginaudo, una mujerona, secándose las manos en el
mandil; eran gentes sencillas y con nosotros fueron bastante cordiales.
-¿Y qué anda haciendo con ese
vaporizador, señor Reginaudo? -le pregunté.
-Eh... las hormigas... estas
hormigas... -dijo, y se rió, como no dándole importancia.
-Hormigas, ¿eh? -repitió mi mujer
con ese tono neutro y cortés que empleaba con los extraños para fingir que
prestaba atención a sus palabras; un tono que conmigo no empleó nunca, que yo
recuerde, ni siquiera cuando apenas nos conocíamos.
Nos despedimos de los vecinos con
mucha ceremonia. Pero esto era también algo que no conseguíamos disfrutar de
verdad: tener vecinos, y además, gente afable y cordial, y poder conversar así
con amabilidad.
En casa decidimos acostarnos en
seguida.
-¿Oyes? -dijo mi mujer; presté
atención, se escuchaba todavía chirriar el vaporizador del señor Reginaudo. Mi
mujer fue al fregadero a buscar un vaso de agua.
-Tráeme también uno a mí -le dije
mientras me quitaba la camisa.
-¡Ah! -gritó-, ¡ven! -Había visto
las hormigas en el grifo y la fila que bajaba por la pared.
Encendimos la luz, una lamparita
sola para las dos habitaciones, y las hormigas formaban una fila apretada que
cruzaba la pared y llegaba al marco de la puerta y quién sabe de dónde venían.
Nos quedaron las manos cubiertas y las teníamos abiertas delante de los ojos
tratando de ver bien como eran esas hormigas, y girando continuamente las
muñecas para que no bajaran por los brazos. Eran hormigas minúsculas e
impalpables que se movían sin pausa como impulsadas por la misma picazón sutil
que provocaban. Sólo entonces me vino a la memoria el nombre: las «hormigas
argentinas», mejor aún: «la hormiga argentina», la llamaban así, seguramente ya
había oído decir que éste era un lugar donde había «la hormiga argentina», y
sólo ahora sabía cuál era la sensación que iba unida a esa expresión: ese
cosquilleo molesto que se difundía en todas direcciones y que ni siquiera
cerrando la mano en un puño o frotando una mano con otra se conseguía detener
del todo, porque siempre quedaba alguna hormiga desbandada que corría por el
brazo o por la ropa. Al aplastarlas, las hormigas se convertían en puntitos
negros que caían como arena, y en los dedos quedaba aquel olorcito de hormiga,
ácido y punzante.
-Es la hormiga argentina,
sabes... -le dije a mi mujer-, viene de América... -Había adoptado a pesar mío
el tono de cuando quería enseñarle algo y me arrepentí en seguida porque sabía
que ella no soportaba ese tono en mí y reaccionaba bruscamente, tal vez porque
creía que lo adoptaba cuando no estaba demasiado seguro de mí mismo.
Italo Calvino