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jueves, 3 de agosto de 2017

El comerç de sempre




La hormiga argentina      (3)

Así llegamos al límite del terreno, y al otro lado del seto vimos al señor Reginaudo dando vueltas alrededor de su casa muy atareado con un pulverizador. Yo había conocido al señor Reginaudo unos meses atrás, cuando fui a ponerme de acuerdo con la señora Mauro sobre la casa. Nos acercamos para saludarlo y para que conociera a mi mujer.
-Buenas noches, señor Reginaudo -le dije-, ¿se acuerda de mí?
-Ah, sí que lo reconozco -dijo-. ¡Buenas noches! ¿Así que es vecino nuestro? -Era un señor bajo y gafudo, con pijama y sombrero de paja. 
-Eh, sí, somos vecinos, y entre vecinos...
Mi mujer empezó a decir frases sonrientes e inconclusas, como suele hacerse por cortesía; hacía tiempo que no la oía hablar así; no es que me gustara, pero me ponía más contento que oírla quejarse.
-¡Claudia -llamó nuestro vecino-, ven, son los nuevos inquilinos de la casa de los Laureri! -Nunca había oído llamar con ese nombre nuestra nueva casa (el nombre, lo supe después, de un antiguo propietario) y me sentí un poco como si me consideraran un extraño. Salió de la casa la señora Reginaudo, una mujerona, secándose las manos en el mandil; eran gentes sencillas y con nosotros fueron bastante cordiales.
-¿Y qué anda haciendo con ese vaporizador, señor Reginaudo? -le pregunté.
-Eh... las hormigas... estas hormigas... -dijo, y se rió, como no dándole importancia. 
-Hormigas, ¿eh? -repitió mi mujer con ese tono neutro y cortés que empleaba con los extraños para fingir que prestaba atención a sus palabras; un tono que conmigo no empleó nunca, que yo recuerde, ni siquiera cuando apenas nos conocíamos.
Nos despedimos de los vecinos con mucha ceremonia. Pero esto era también algo que no conseguíamos disfrutar de verdad: tener vecinos, y además, gente afable y cordial, y poder conversar así con amabilidad.
En casa decidimos acostarnos en seguida.
-¿Oyes? -dijo mi mujer; presté atención, se escuchaba todavía chirriar el vaporizador del señor Reginaudo. Mi mujer fue al fregadero a buscar un vaso de agua.
-Tráeme también uno a mí -le dije mientras me quitaba la camisa.
-¡Ah! -gritó-, ¡ven! -Había visto las hormigas en el grifo y la fila que bajaba por la pared.
Encendimos la luz, una lamparita sola para las dos habitaciones, y las hormigas formaban una fila apretada que cruzaba la pared y llegaba al marco de la puerta y quién sabe de dónde venían. Nos quedaron las manos cubiertas y las teníamos abiertas delante de los ojos tratando de ver bien como eran esas hormigas, y girando continuamente las muñecas para que no bajaran por los brazos. Eran hormigas minúsculas e impalpables que se movían sin pausa como impulsadas por la misma picazón sutil que provocaban. Sólo entonces me vino a la memoria el nombre: las «hormigas argentinas», mejor aún: «la hormiga argentina», la llamaban así, seguramente ya había oído decir que éste era un lugar donde había «la hormiga argentina», y sólo ahora sabía cuál era la sensación que iba unida a esa expresión: ese cosquilleo molesto que se difundía en todas direcciones y que ni siquiera cerrando la mano en un puño o frotando una mano con otra se conseguía detener del todo, porque siempre quedaba alguna hormiga desbandada que corría por el brazo o por la ropa. Al aplastarlas, las hormigas se convertían en puntitos negros que caían como arena, y en los dedos quedaba aquel olorcito de hormiga, ácido y punzante.
-Es la hormiga argentina, sabes... -le dije a mi mujer-, viene de América... -Había adoptado a pesar mío el tono de cuando quería enseñarle algo y me arrepentí en seguida porque sabía que ella no soportaba ese tono en mí y reaccionaba bruscamente, tal vez porque creía que lo adoptaba cuando no estaba demasiado seguro de mí mismo. 

Italo Calvino