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martes, 1 de octubre de 2019

Portugal - Lagos





Ensayos (25)

De los olores

Dícese de algunos, como de Alejandro Magno, que su sudor despedía un olor suave, debido a cierta cualidad rara y extraordinaria; cuya causa buscan Plutarco y otros. Mas la característica general de los cuerpos es la contraria; y lo mejor que les puede pasar es estar exentos de olor. Incluso la suavidad de los más puros alientos no tiene otra excelencia que la de carecer de olor alguno que nos moleste, como el de los niños bien sanos. Por eso dice Plauto, mulier tum bene olet, ubi nihil olet: (Mostelaria, I. III. 117 .) el mejor aroma de una mujer es no oler a nada, así como dicen que el mejor olor de sus actos es que sean imperceptibles y sordos. Y es lógico considerar como sospechosos los buenos perfumes ajenos a la persona en aquéllos que los usan, por estimar que los emplean para tapar algún defecto natural en ese aspecto. Y de ahí vienen los dichos de los poetas antiguos: oler bien es apestar,
Rides nos, Coracine, nil olentes, malo quam bene olere, nil olere. (Te ríes de mí, Coracino, porque no huelo a nada, y yo prefiero no oler antes de oler bien. (Marcial, VI. LV. 4).)
Y en otra parte:
Posthume, non bene olet, qui bene semper olet. (Póstumo, no huele bien el que siempre huele bien. (Ibídem, Id. II, XII. 4).)

Mucho me place, sin embargo, el sentir buenos aromas y odio sobremanera los malos, de los que me percato desde más lejos que nadie:
Namque sagacius unus adoror, Polypus, au gravis hirsutis cube hircus in alis, quam caros acer ubi lateat sus.  (Pues mi fino olfato detecta un pólipo o el pesado olor de macho cabrío de las axilas velludas, mejor que el olfato de un perro descubre un jabalí escondido. (Horacio, Epodos, XII. 4).)

Los aromas más sencillos y naturales parécenme más agradables. y atañe este cuidado principalmente a las damas. En la más tosca barbarie, las mujeres escitas, después de lavarse, espolvoreábanse cubriéndose todo el cuerpo y el rostro con cierta droga olorosa que nacía en su tierra; hallándose así elegantes y perfumadas para acercarse a los hombres, al quitarse aquel afeite.

Es prodigioso cómo se me pega cualquier olor y cuán propicia tengo la piel a abrevarse de él. Se equivoca quien se queja de que la naturaleza haya dejado al hombre sin instrumento para llevar los aromas en la nariz; pues ellos mismos se mantienen. Mas por lo que a mí respecta en particular, sírvenme para ello los abundantes mostachos que tengo. Si les acerco los guantes o el pañuelo, el olor durará todo un día. Revelan el lugar de donde vengo. Los apretados besos de la juventud, húmedos, sabrosos y glotones, pegábanse antaño a ellos perdurando hasta muchas horas después. Y, sin embargo, soy poco propenso a las enfermedades populares que se cogen por el trato y nacen con el contagio del aire; y heme librado de las de mi época, las cuales se dieron de todo tipo en nuestras ciudades y en nuestros ejércitos. Puede leerse de Sócrates, que sin haber salido nunca de Atenas durante las muchas epidemias de peste que tantas veces la atormentaron, sólo él no padeció mal alguno. A mi parecer, los médicos podrían sacar más provecho del que sacan del uso de los olores,  pues heme percatado a menudo de que me cambian actuando en mi espíritu según sean; lo cual me obliga a aceptar lo que dicen acerca de que el invento de los inciensos y perfumes en las Iglesias, tan antiguo y extendido en todas las naciones y religiones, persigue el agradarnos, el despertar y purificar el sentido para hacemos más propensos a la contemplación.

Mucho me gustaría para poder opinar, haber tenido parte en el arte de aquellos cocineros que sabían combinar los aromas exóticos con el sabor de las viandas, como se hizo notar especialmente en el servicio de aquel rey de Tunicia, que en nuestra época tomó tierra en Nápoles para enfrentarse con el emperador Carlos. Rellenaban las viandas con drogas olorosas, con tal suntuosidad, que un pavo y dos faisanes salían por cien ducados preparándolos de esa manera; y al trincharlos, llenaban no sólo la sala sino todos los aposentos del palacio y hasta las casas vecinas, de un vapor muy suave que no se perdía tan pronto.

De lo que principalmente cuido cuando he de alojarme, es de huir del aire pestilente y cargado. Esas hermosas ciudades como Venecia y París, alteran el favor que por ellas siento, por el agrio olor que despiden, la una a causa de sus marismas, la otra a causa del barro.

Paréceme que existe un discurso de Jenofonte en el que demuestra que hemos de rezar a Dios más raramente, porque no es fácil que podamos poner tan a menudo nuestra alma en ese estado ordenado, reformado y devoto en el que ha de hallarse para ese acto; si no, nuestras plegarias no son solamente vanas e inútiles, sino pecaminosas. Perdónanos nuestras deudas, decimos, así como perdonamos a nuestros deudores. ¿Qué queremos decir con esto sino que le presentamos el alma exenta de venganza y rencor? Sin embargo, recurrimos a Dios y a su ayuda para que coopere con nuestras faltas y le invitamos a la injusticia.

Montaigne, Michel de