Blogs que sigo

viernes, 25 de octubre de 2019

Biblioteca de Catalunya


Ensayos (37)

En cuanto a la fidelidad, no hay animal en el mundo, más traidor que el hombre; cuentan nuestras historias cómo ciertos perros siguieron decididamente a sus amos hasta la muerte. El rey Pirro, habiendo encontrado a un perro que velaba a un hombre muerto, y habiendo oído que llevaba tres días realizando esa tarea, ordenó que enterraran el cuerpo y llevóse consigo al perro. Un día en que asistía a las paradas generales de su ejército, el perro, divisando a los asesinos de su amo, abalanzóse sobre ellos con grandes ladridos y furioso enojo, y por este primer indicio inicióse la venganza de aquel crimen que se nevó a cabo poco después por la vía de la justicia. Otro tanto hizo el perro del sabio Hesíodo, demostrando la culpabilidad de los hijos de Ganistor de Naupacta, en el crimen cometido contra la persona de su amo. Otro perro, estando de guardia en un templo de Atenas, habiendo descubierto a un ladrón sacrílego que se llevaba las joyas más bellas, púsose a ladrar contra él con todas sus fuerzas; mas, al no despertarse con ello los vigilantes, púsose a seguirle, y, al llegar el día, mantúvose algo más alejado de él, sin perderle de vista jamás. Si le ofrecía comida, no la quería; y a otros caminantes con los que se topaba hacíales fiestas con el rabo y tomaba de sus manos lo que le daban para comer; si su ladrón se detenía para dormir, deteníase también él en el mismo lugar. Habiendo llegado noticia de aquel perro a los mayordomos de aquella parroquia, pusiéronse a seguirle el rastro, preguntando sobre el pelo de aquel perro, y por fin lo encontraron en la ciudad de Cromión y también al ladrón al que condujeron de nuevo a la ciudad de Atenas, donde fue castigado. Y los jueces, en agradecimiento por aquel buen oficio, ordenaron que la comunidad diera cierta medida de trigo para alimentar al perro y a los sacerdotes que cuidaran de él. Plutarco asegura que esta historia es muy cierta y que aconteció en su época.

En cuanto a la gratitud (pues paréceme que es menester dar valor a esta palabra), bastará este único ejemplo del que cuenta Apión haber sido él mismo espectador. Dice que un día en que ofrecían al pueblo de Roma el placer del combate contra varias bestias extrañas y principalmente leones de inusitado tamaño, había entre otros uno que por su furioso porte, por las fuerzas y el grosor de sus miembros y un altivo y espantoso rugido, atraía hacia sí la mirada de toda la asistencia. Entre los esclavos presentados al pueblo en este combate de los animales, estaba un tal Androdus de Dacia que pertenecía a un señor romano de rango consular. El león, habiéndolo percibido desde lejos, detúvose primero bruscamente como si admirado estuviera, y después acercóse muy despacio, de manera dulce y apacible, como para trabar conocimiento con él. Hecho esto, y habiéndose asegurado de lo que buscaba, comenzó a mover la cola al modo de los perros que halagan a sus amos, y a besar y lamer las manos de aquel pobre desgraciado sobrecogido de espanto y fuera de sí. Habiendo recuperado Androdus los ánimos por la bondad de aquel león, y detenida la mirada para considerarlo y reconocerlo, era singular deleite ver las caricias y las fiestas que uno y otro se hacían. Con lo que habiendo prorrumpido el pueblo en gritos de júbilo, el emperador mandó llamar a aquel esclavo para oír de sus labios la explicación a hecho tan extraño. Contóle una historia inaudita y admirable: Siendo mi amo procónsul en África, dijo, vime obligado por la crueldad y el rigor con los que me trataba, haciéndome golpear a diario, a escapar huyendo de él. Y para ocultarme de manera segura de un personaje con tan grande autoridad en la provincia, consideré lo más oportuno adentrarme en las soledades y regiones arenosas e inhabitables de aquel país, dispuesto a encontrar la manera de quitarme la vida si los medios de alimentarme llegábanme a faltar. Siendo el sol del mediodía extremadamente ardiente y los calores insoportables, habiéndome topado con una cueva escondida e inaccesible, arrojéme dentro de ella. Al poco apareció este león con una pata herida y ensangrentada, quejumbroso y gimiendo por los dolores que sufría. Cuando llegó sentí gran espanto; mas él, viéndome acurrucado en un rincón de su morada, acercó se a mí dulcemente, presentándome su pata doliente y mostrándomela como si pidiera ayuda; saqué entonces una gran astilla que en ella tenía y habiéndome aproximado un poco a él, apretando su herida, hice salir la porquería allí amasada, limpiéla y sequéla lo más profundamente que pude; él, sintiéndose liberado de su mal y aliviado en su dolor, echóse a dormir y a descansar dejando la pata entre mis manos. Desde entonces vivimos él y yo juntos en aquella cueva tres años enteros, de los mismos alimentos; pues traíame los mejores trozos de los animales que cazaba y yo, a falta de fuego, asábalos al sol y con ellos me alimentaba. A la larga, cansado de aquella vida brutal y salvaje y habiendo salido el león a su caza diaria, fuime de allí, y, al tercer día, los soldados me sorprendieron y trajeron de África a esta ciudad, ante mi amo, el cual repentinamente condenóme a muerte y a ser entregado a las bestias. Y el caso es que, por lo que veo, prendieron poco después también a este león que ha querido en esta hora recompensarme por el bien y la curación que de mí recibió.

En el modo de vida de los atunes, podemos descubrir una ciencia singular compuesta de tres partes de la matemática. En cuanto a la astrología, enséñansela al hombre; pues se detienen allí donde les sorprende el solsticio de invierno y no se mueven hasta el equinoccio siguiente; he aquí por qué hasta el mismo Aristóteles accede a atribuirles esa ciencia. En cuanto a la geometría y a la aritmética, agrúpanse siempre en bandada formando una figura cúbica, cuadrada en todos los sentidos, y organizan un cuerpo de sólido batallón, cerrado y rodeado por todas partes, de seis caras iguales; luego nadan en esta disposición cuadrada, tan ancha por delante como por detrás, de forma que quien vea y cuente una fila, puede contar toda la bandada, pues el número de la profundidad es igual al de la anchura y el de la anchura al de la longitud.

Montaigne, Michel de