Ensayos (32)
Hubo en Roma un Labieno, personaje de gran valor y autoridad y excelente en otras cualidades y en todo género de literatura, que era según creo, hijo de aquel gran Labieno, el primero de los capitanes que estuvieron a las órdenes de César en la guerra de las Galias y que después, habiéndose entregado al partido de Pompeyo, mantúvose en él valerosamente hasta que lo venció César en España. Este Labieno del que hablo, tuvo muchos envidiosos de su virtud y, como es verosímil, a los cortesanos y favoritos de los emperadores de su tiempo, como enemigos de su franqueza y de los sentimientos paternos que aún conservaba contra la tiranía, con los cuales es probable que hubiera teñido sus libros y escritos. Sus adversarios lo llevaron ante los magistrados de Roma y consiguieron que condenaran al fuego muchas de las obras que había sacado a la luz. Con él empezó ese nuevo tipo de pena que se aplicó después en Roma con muchos otros, de castigar con la muerte a los propios escritos y estudios. No sería el hecho ni el procedimiento bastante cruel si no mezclásemos cosas a las que la naturaleza ha privado de todo sentimiento y de todo dolor, como la reputación y los inventos de nuestra mente y si no llegáramos a transmitir los males corporales a las materias y monumentos de las Musas. Y ocurrió que Labieno no pudo soportar dicha pérdida ni sobrevivir a su tan querida progenitura; hizo que lo llevaran y encerraran vivo en el panteón de sus ancestros y allí procedió, sin más preámbulo, a matarse y a enterrarse de una sola vez. Es difícil manifestar otro amor paterno más vehemente que éste. Casio Severo, hombre muy elocuente, viendo con su censor cómo ardían sus libros, gritaba que por la misma sentencia, debían condenarle al mismo tiempo a él a ser quemado vivo; pues llevaba y conservaba en su memoria lo que contenían.
Hubo en Roma un Labieno, personaje de gran valor y autoridad y excelente en otras cualidades y en todo género de literatura, que era según creo, hijo de aquel gran Labieno, el primero de los capitanes que estuvieron a las órdenes de César en la guerra de las Galias y que después, habiéndose entregado al partido de Pompeyo, mantúvose en él valerosamente hasta que lo venció César en España. Este Labieno del que hablo, tuvo muchos envidiosos de su virtud y, como es verosímil, a los cortesanos y favoritos de los emperadores de su tiempo, como enemigos de su franqueza y de los sentimientos paternos que aún conservaba contra la tiranía, con los cuales es probable que hubiera teñido sus libros y escritos. Sus adversarios lo llevaron ante los magistrados de Roma y consiguieron que condenaran al fuego muchas de las obras que había sacado a la luz. Con él empezó ese nuevo tipo de pena que se aplicó después en Roma con muchos otros, de castigar con la muerte a los propios escritos y estudios. No sería el hecho ni el procedimiento bastante cruel si no mezclásemos cosas a las que la naturaleza ha privado de todo sentimiento y de todo dolor, como la reputación y los inventos de nuestra mente y si no llegáramos a transmitir los males corporales a las materias y monumentos de las Musas. Y ocurrió que Labieno no pudo soportar dicha pérdida ni sobrevivir a su tan querida progenitura; hizo que lo llevaran y encerraran vivo en el panteón de sus ancestros y allí procedió, sin más preámbulo, a matarse y a enterrarse de una sola vez. Es difícil manifestar otro amor paterno más vehemente que éste. Casio Severo, hombre muy elocuente, viendo con su censor cómo ardían sus libros, gritaba que por la misma sentencia, debían condenarle al mismo tiempo a él a ser quemado vivo; pues llevaba y conservaba en su memoria lo que contenían.
Lo mismo aconteció a Greuntius Cordus, acusado de haber alabado en sus libros a Bruto y a Casio. Aquel vil senado, servil y corrompido y digno de un señor peor que Tiberio, condenó al fuego sus escritos; feliz de acompañados en su muerte, matóse absteniéndose de comer.
El buen Lucano, habiendo sido juzgado por el bribón de Nerón, en los últimos momentos de su vida, cuando la mayor parte de la sangre hubo manado de las venas de sus brazos, las cuales había ordenado cortar a su médico para morir, y cuando la frialdad hubo agarrotado las extremidades de sus miembros y empezó a acercarse a las partes vitales, púsose a recitar algunos versos de su libro de la guerra de Farsalia; y murió con estas últimas palabras en los labios. ¿Qué era esto sino un adiós tierno y paternal a sus hijos, imagen de las despedidas y apretados abrazos que damos a los nuestros al morir y un efecto de esa inclinación natural que nos trae a la memoria en ese extremo, las cosas que más hemos querido en nuestra vida?
Y en cuanto a esas furiosas pasiones que han hecho a veces que los padres ardieran de amor por las hijas o las madres por los hijos, también se dan algunas semejantes en esta otra clase de parentesco; prueba de ello es lo que cuentan de Pigmalión, que habiendo construido una estatua de mujer de singular belleza, quedó prendado tan perdidamente por el amor demente hacia su obra, que fue preciso que los dioses se la vivificasen, para favorecer su furor. Tentaum mollescit ebur, positoque rigor Subsedit digitis, («El marfil manoseado se ablanda y, al perder su dureza cede bajo los dedos.» (Ovidio, Metamorfosis, X, 285-286),)
También dijo a un joven que le mostraba su hermoso escudo: Es realmente bello, hijo mío, mas un soldado romano debe confiar más en su mano derecha que en la izquierda.
El emperador Caracalla iba por los países a pie, armado con todas sus piezas, dirigiendo su ejército.
«Yo preferiría ser menos tiempo viejo, que estar viejo antes de serlo» (Cicerón, De la Vejez, X).
«En cuanto el cuerpo presiente el placer, Venus se dispone a cultivar su terreno» (Lucrecio, IV. 1099).
Estos últimos días, un soldado prisionero, habiendo columbrada desde una torre en la que estaba, cómo en la plaza unos carpinteros comenzaban a levantar sus obras y cómo el pueblo comenzaba a congregarse allí, creyó que aquello era para él y, cayendo en la desesperación, careciendo de otra cosa para matarse, hízose con un clavo de carreta viejo y oxidado que le presentó la fortuna y dióse con él dos grandes pinchazos en la garganta, y, viendo que no había podido terminar con su vida, diose otro un poco después, en la tripa, con lo que cayó desvanecido. Y en este estado hallólo el primer guardia que entró a verle. Hiciéronle volver en sí y para llenar el tiempo antes de que falleciera, leyéronle allí mismo su sentencia que era cortarle la cabeza, con lo cual regocijóse infinito y aceptó beber de un vino que había rechazado; y agradeciendo a los jueces la inesperada blandura de la condena, dijo que aquella resolución de matarse habíale venido por el horror que tenía a algún suplicio más cruel, habiendo aumentado sus temores con los preparativos que había visto hacer en la plaza, y pareció sentirse liberado con la muerte por huir de una más insoportable.
Montaigne, Michel de