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martes, 29 de octubre de 2019

Joan Cardona


Ensayos (39)

Aun cuando los cinco sentidos de mi naturaleza estuvieran llenos de alegría y este alma arrebatada por toda la felicidad que puede desear y esperar, sabemos todo lo que puede: eso, nada sería tampoco. Si hay algo de lo mío nada divino hay. Si no es otra cosa que lo que puede pertenecer a mi condición presente, no puede ser tenido en cuenta. Toda la felicidad de los mortales es mortal. Si el reconocimiento de nuestros padres, de nuestros hijos y de nuestros amigos puede afectarnos y alegrarnos en el otro mundo, si nos interesamos aún por tal placer, estamos en los bienes terrenos y finitos. No podemos concebir dignamente la grandeza de esas altas y divinas promesas si podemos concebirlas de algún modo: para imaginarlas dignamente, hemos de imaginarlas inimaginables, indecibles e incomprensibles, y perfectamente distintas a las de nuestra miserable experiencia. Los ojos no sabrían ver, dice san Pablo, y no puede caber en corazón humano la ventura que Dios ha preparado para los suyos. Y si para hacernos capaces de ella, se reforma y cambia nuestro ser (como tú dices, Platón, por tus purificaciones), ello debe ser un cambio tan extremo y total que según la ciencia física ya no seríamos nosotros.

Además, ¿con qué base justa pueden los dioses reconocer y recompensar al hombre después de su muerte por sus buenas y virtuosas acciones, puesto que son ellos mismos quienes las han inspirado y provocado en él? ¿Y por qué se ofenden y castigan en él las viciosas puesto que ellos mismos lo han creado con esa condición pecadora y pueden con sólo un guiño de su voluntad impedirle pecar? 

Y hay formas mestizas y ambiguas entre la naturaleza humana y la animal. Hay regiones en las que los hombres nacen sin cabeza, con los ojos y la boca en el pecho; en las que todos son andróginos; en las que andan a cuatro patas, en las que no tienen más que un ojo en la frente y la cabeza más parecida a la de un perro que a la nuestra; en las que son peces de la mitad para abajo y viven en el agua; en las que las mujeres paren a los cinco años y no viven más que ocho; en las que tienen la cabeza y la piel de la frente tan dura que no puede penetrar el hierro pues rebota en ellas; en las que los hombres no tienen barba; hay naciones que no usan ni conocen el fuego; otras que producen esperma de color negro.

¿Y qué me decís de aquéllos que por naturaleza se transforman en lobos, en yeguas y luego otra vez en hombres? Y si es verdad, como dice Plutarco, que en algún lugar de las Indias hay hombres sin boca que se alimentan del aroma de ciertos olores, ¿cuántas descripciones nuestras serán falsas? No será capaz de reír, ni quizá de razonar, ni de relacionarse. La ordenación y la causa de nuestra organización interna estaría en su mayoría fuera de lugar.

Muy distinto de honrar al que nos ha creado, es honrar al que hemos creado. 

Harto insensato es el hombre. No puede crear ni un pulgón y crea dioses a docenas.

Por esto decía con humor Jenófanes que si los animales se forjan dioses, cosa verosímil, ciertamente los forjarán iguales a ellos y se glorificarán como nosotros. Pues por qué no ha de decir un ganso: Todo lo del universo me mira; la tierra me sirve para andar, el sol para alumbrarme, las estrellas para inspirarme sus influencias; recibo tal beneficio de los vientos, tal otro de las aguas; esta bóveda a nadie mira tan favorablemente como a mí; soy el favorito de la naturaleza; acaso el hombre no me cuida, me aloja y me sirve? Para mí siembra y muele; aunque es verdad que me come, lo mismo hace con su compañero el hombre, y yo a mi vez produzco los gusanos que lo matan y lo comen. Lo mismo diría una grulla, y con mayor magnificencia aún por la liberalidad de su vuelo y la posesión de esa bella y elevada región: «tan blanda conciliatrix et tam sui est lena ipsa natura».

Los de Cauno, celosos del dominio de sus propios dioses, se echan las armas a la espalda el día en que los veneran y corren por todos los alrededores dando golpes al aire aquí y allá con sus espadas, para así expulsar y alejar a los dioses extraños de su territorio. Redúcense sus poderes según nuestras necesidades: uno cura a los caballos, otro a los hombres, otro la peste, otro la tiña, otro la tos, éste una especie de sarna, aquél otra («adeo minimis etiam rebus prava religio inserit deos»), éste hace crecer la uva, aquél los ajos, éste tiene a su cargo la lujuria, aquél el comercio (para cada gremio de artesanos un dios), éste tiene sus dominios y su influencia en oriente, aquél en poniente.

Montaigne, Michel de