Blogs que sigo

viernes, 11 de octubre de 2019

Tinta da China - Portugal


Ensayos (30)

En tiempos de Tiberio, los condenados que esperaban hasta la ejecución, perdían sus bienes y se les privaba de sepultura; los que la anticipaban matándose ellos mismos, eran enterrados y podían hacer testamento.

El siguiente cuento corre de boca en boca entre los niños. El peonio Besso, al ser acusado de haber echado abajo alegremente un nido de golondrinas y de haberlas matado, decía haber hecho bien, porque aquellos pajarillas no cesaban de acusarlo falsamente del asesinato de su padre. Aquel parricida había permanecido oculto e ignorado hasta entonces; mas la furia vengadora de la conciencia le hizo sacar a la luz al mismo que había de llevar la penitencia.

Hesíodo corrige el decir de Platón de que la pena sigue muy de cerca al pecado: pues dice que nace en el mismo instante y al tiempo que el pecado. Todo el que espera la pena, la padece; y todo el que la merece, la espera. La maldad produce tormentos contra sí misma.

«Una mala decisión es mala, sobre todo, para el que la ha tomado» (proverbio latino citado por Aula Gelio, IV. V).

«El primer castigo del culpable es que, él mismo siendo juez, no sabía absolverse.» (Juvenal, XIII. 2).

Acusaba una mujer de pueblo ante un general del ejército, gran justiciero, a un soldado, por haber arrebatado a sus hijitos el poco caldo que le quedaba para sustentarlos, al haber saqueado aquel ejército todos los pueblos de los alrededores. Como pruebas, ninguna tenía. El general, tras conminar a la mujer para que tuviera buen cuidado de lo que decía, pues se la consideraría culpable por su acusación si mentía, y persistir ésta en ella, hizo abrir la tripa del soldado para aclarar la verdad de los hechos. y resultó tener razón la mujer. Aleccionadora condena.

Fijó los verdaderos límites Tales, el cual, siendo joven, respondió a su madre que le apremiaba para que se casara, que aún no era tiempo; y siendo maduro, que ya no era tiempo. Habría de negarse la oportunidad a todo acto importuno.

Tiene la vejez tantas clases de defectos, tanta impotencia; es tan propensa a que la desprecien, que el mejor botín que puede conseguir, es el cariño y el amor de los suyos: la autoridad y el temor no son ya sus armas. Conozco a uno cuya juventud fue asaz imperiosa. Al llegar a edad avanzada, a pesar de estar tan sano como es posible, golpea, muerde, jura, como el señor más irascible de Francia; le corroe el cuidado y la vigilancia: todo ello no es sino una farsa contra la que la propia familia conspira; del granero, de la bodega e incluso de su bolsa, disfrutan otros los que más, mientras él guarda las llaves en su zurrón, con más amor que si fueran sus mismos ojos. Mientras goza ahorrando y escatimando en su mesa, todo se va en excesos en los diversos reductos de su casa, en juego y en derroche y en mantener las cuentas de su vana cólera y previsión. Todos están en guardia contra él. Si por fortuna algún pobre criado le toma apego, al pronto asáltanle las sospechas: cualidad a la que tanto tiende ya por sí misma la vejez. Cuántas veces se ha jactado ante mí de cuán corto ataba a los suyos y de la exacta obediencia y respeto que de ellos recibía; de cuán claro veía en sus asuntos, Ille solus nescit omnia. (Sólo él ignora todo. Terencio, Adelfos, IV. II. 9).

Montaigne, Michel de