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jueves, 17 de octubre de 2019

Festa del Joguet - Figueres



Ensayos (33)

Halléme un día en Roma en el momento en el que ejecutaban a Catena, ladrón insigne. Lo estrangularon sin ninguna emoción por parte de la asistencia; mas cuando comenzaron a despedazarlo, no daba un golpe el verdugo sin que el pueblo no lo hiciese seguir de un grito plañidero y de una exclamación, como si cada cual hubiera prestado su sensibilidad a aquella carroña.

Se han de ejercer esos inhumanos excesos contra la corteza, no contra lo vivo. Así suavizó Artajerjes la dureza de las antiguas leyes de Persia, sin que se haya dado otro caso semejante, ordenando que los señores que hubieren fallado en sus funciones, en lugar de ser azotados como solía hacerse, fuesen despojados y sus vestidos azotados por ellos; y en lugar de arrancarles los cabellos, como solía hacerse, les quitaran el sombrero solamente.

E incluso la interpretación que hace Plutarco de este error, interpretación muy juiciosa, sigue siendo honrosa para ellos. Pues dice que no adoraban los egipcios ni al gato, ni al buey (por ejemplo) sino que adoraban en aquellos animales cierto reflejo de las facultades divinas; en éste, la paciencia y la utilidad; en aquél, la vivacidad; o, al igual que nuestros vecinos los borgoñones y toda la Alemania, por el desasosiego de verse encerrados, veían en ellos la libertad que amaban y adoraban por encima de cualquier otra facultad divina; y así para los demás. Mas cuando me topo, entre las opiniones más moderadas, con los argumentos que intentan demostrar nuestro cercano parecido con los animales y cuánta parte tienen en nuestros mayores privilegios y con cuánta razón nos emparentan con ellos, en verdad que rebajo mucho nuestra presunción y me despojo decididamente de esa imaginaria superioridad que nos prestan sobre las demás criaturas.

Los atenienses ordenaron que las mulas y los asnos que habían servido para construir el templo llamado Hecatómpedon quedaran libres y se les dejara pacer por todas partes sin impedimento.

Antístenes el filósofo, cuando le iniciaban en los misterios de Orfeo, al decirle el sacerdote que los que se consagraban a aquella religión recibían después de la muerte los bienes eternos y perfectos, preguntó: ¿Y por qué no mueres tú mismo entonces?

Y aunque no venga a cuento, Diógenes, con mayor brusquedad según su modo de ser, dijo al sacerdote que le aconsejaba hacerse de su orden para alcanzar los bienes del otro mundo: ¿Quieres que me crea que Agesilao y Epaminondas, hombres tan grandes, serán miserables, y que tú, que no eres más que un asno, serás bienaventurado porque eres sacerdote?

Cuando juego con mi gata, ¿quién sabe si no me utiliza ella para pasar el rato más que yo a ella? Platón, en su descripción de la edad de oro bajo influencia de Saturno, cita entre los principales privilegios del hombre de entonces, la comunicación que tenía con los animales de cuyas verdaderas cualidades y diferencias entre ellos se enteraba preguntando e informándose; con lo que llegaba a una muy perfecta comprensión y prudencia gracias a la cual dirigía su vida mucho más felizmente que nosotros. ¿Necesitamos otra prueba mejor para juzgar la impudicia humana con respecto a los animales? Este gran autor opinó que en la mayor parte de las formas corporales que les ha dado la naturaleza, tuvo en cuenta únicamente la costumbre de los pronósticos que con ellos se hacían en su época.

Ese defecto que impide la comunicación entre ellos y nosotros, ¿por qué no ha de ser nuestro tanto como suyo? No se sabe de quién es la culpa de no comprendernos; pues no les entendemos más que ellos a nosotros. Por este mismo motivo, pueden considerarnos ellos bestias, como hacemos nosotros con ellos. No es muy extraordinario que no les entendamos (tampoco lo hacemos ni con los vascos ni con los trogloditas). Sin embargo, algunos jactáronse de entenderlos, como Apolonio de Tiana, Melampo, Tiresias, Tales y otros. Y puesto que se da el caso como dicen los cosmógrafos, de naciones que erigen por rey a un perro, por fuerza han de dar alguna interpretación a su voz y a sus movimientos. Hemos de reconocer la paridad que hay entre nosotros. Poseemos cierta inteligencia de su sentido: del mismo modo la tienen los animales del nuestro, más o menos en igual medida. Nos halagan, nos amenazan y nos buscan; también nosotros a ellos.

Montaigne, Michel de