Ensayos (35)
No hemos de olvidar lo que Plutarco dice haber visto de un perro en Roma, con el emperador Vespasiano padre, en el teatro de Marcelo. Servía este perro a un cómico que representaba una ficción con varios rostros y varios personajes, y tenía en ella su papel. Entre otras cosas, había de hacerse el muerto durante un rato, por haber ingerido cierta droga; tras tragarse el pan que simulaba ser la droga, empezó en seguida a temblar y a agitarse como si estuviera aturdido; finalmente, tendiéndose y poniéndose rígido, como muerto, dejóse arrastrar y tirar de él de un lugar a otro como pedía el argumento de la obra; y luego, cuando conoció que era llegado el momento, empezó primero a moverse tan campante como si hubiera vuelto de un profundo sueño y, levantando la cabeza, miró aquí y allá de un modo que maravilló a todos los asistentes.
No hemos de olvidar lo que Plutarco dice haber visto de un perro en Roma, con el emperador Vespasiano padre, en el teatro de Marcelo. Servía este perro a un cómico que representaba una ficción con varios rostros y varios personajes, y tenía en ella su papel. Entre otras cosas, había de hacerse el muerto durante un rato, por haber ingerido cierta droga; tras tragarse el pan que simulaba ser la droga, empezó en seguida a temblar y a agitarse como si estuviera aturdido; finalmente, tendiéndose y poniéndose rígido, como muerto, dejóse arrastrar y tirar de él de un lugar a otro como pedía el argumento de la obra; y luego, cuando conoció que era llegado el momento, empezó primero a moverse tan campante como si hubiera vuelto de un profundo sueño y, levantando la cabeza, miró aquí y allá de un modo que maravilló a todos los asistentes.
A los bueyes que servían en los jardines reales de Susa, para regarlos y hacer girar unas enormes ruedas de extraer agua, en las que hay unas timas atadas (como hay muchas en el Languedoc), habíanles ordenado dar hasta cincuenta vueltas al día a cada uno. Tan acostumbrados estaban a este número que era de todo punto imposible hacerles dar una vuelta más; y, una vez cumplida su tarea, deteníanse bruscamente. Llegamos a la adolescencia antes de saber contar hasta cien y acabamos de descubrir unas naciones que no tienen conocimiento alguno de los números.
Mas, extraña es otra historia de la urraca, de la que responde el propio Plutarco. Hallábase en la botica de un barbero en Roma y reproducía maravillosamente con la voz todo cuanto oía; acaeció un día que unos trompetas detuviéronse ante la botica tocando largamente; después de aquello y durante todo el día siguiente, ved ahí a nuestra urraca pensativa, muda y melancólica, con lo que todo el mundo asombrado estaba; y pensaban que el son de las trompetas habíala aturdido y ensordecido, y que al tiempo que el oído habíase apagado su voz; mas resultó al fin que se trataba de profundo estudio y retiro en sí misma, por ejercitar su mente y preparar su voz para reproducir el sonido de las trompetas; de forma que su primer canto fue para expresar perfectamente sus arranques, sus pausas, sus matices, abandonando y despreciando por este nuevo aprendizaje todo cuanto sabía decir hasta entonces.
No quiero omitir tampoco ese otro ejemplo de un perro, que también Plutarco dice haber visto estando él en un barco (por lo que al orden respecta, sé bien que lo trastoco, mas no lo respeto más al citar estos ejemplos que en el resto de mi obra): este perro, hallando dificultades para conseguir el aceite que estaba en el fondo de un jarro al que no podía llegar con la lengua por lo angosto de la embocadura del cántaro, fue a buscar unos guijarros y metiólos en el jarro hasta que hubo subido el aceite más cerca del borde y pudo alcanzarlo. ¿Qué es esto sino el resultado de una mente bien sutil? Dicen que lo mismo hacen los cuervos de Berbería cuando está demasiado baja el agua que quieren beber.
Esto se asemeja de algún modo a lo que contaba de los elefantes un rey de su país, Juba, que, cuando por la astucia de los que cazan, uno de ellos cae atrapado en ciertos hoyos profundos que les preparan cubriéndolos con hierbajos menudos para engañarlos, sus compañeros llevan allí con diligencia muchas piedras y trozos de madera para ayudarle a salir fuera. Mas es que este animal está tan cerca, por muchas otras acciones, de la inteligencia humana, que si quisiera seguir lo que la experiencia enseña acerca de ellos, llegaría con toda facilidad a lo que siempre sostengo, que hay más diferencia entre ciertos hombres y ciertos otros que entre ciertos animales y ciertos hombres. El cuidador de un elefante, en una casa privada de Siria, hurtaba en todas las comidas la mitad de la ración que le habían ordenado dar; un día el amo quiso darle él mismo de comer y echó en el pesebre la medida justa de cebada que había prescrito para su comida; el elefante, mirando de través al cuidador, separó y apartó con la trompa la mitad, revelando así el perjuicio que se le hacía. Y otro, teniendo un cuidador que mezclaba piedras en el pesebre para aumentar la ración, acercóse a la cazuela en la que se estaba asando la carne para su comida y llenósela de ceniza.
Como hacían los españoles con los perros en la nueva conquista de las Indias, a los que pagaban un sueldo y con los que compartían el botín; y mostraban estos animales tanta destreza y juicio para perseguir y conseguir la victoria, para atacar y retroceder según las ocasiones, para distinguir a los amigos de los enemigos, como ardor y resistencia.
Y cuando el emperador Calígula bogaba con una gran flota por la costa de la Romania, sólo su galera fue detenida de golpe por ese mismo pez, al que hizo coger pegado como estaba al casco de su navío, airado de que tan pequeño animal pudiera violentar el mar y los vientos y la fuerza de todos sus remos, estando pegado simplemente por la boca a la galera (pues es un pez de caparazón); y asombróse aún más y no sin razón, de que una vez se lo hubieron traído al barco, ya no tuviera aquella fuerza que tenía fuera.
Aseguran los cazadores que para elegir entre varios cachorros el que se debe conservar por ser el mejor, no hay más que poner a la madre en la tesitura de elegir ella misma; y así, si los sacamos fuera del cubil, el primero al que vuelva a llevar allí será el mejor; o bien si simulamos rodear de fuego la perrera por todas partes, el cachorro al que socorra primero. De donde se deduce que tienen unas facultades de pronóstico que nosotros no poseemos, o que tienen una capacidad para juzgar a sus pequeños, distinta y más aguda que la nuestra.
Montaigne, Michel de