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viernes, 3 de enero de 2020

Mujeres transgresoras





Ensayos (71)

Estos frangollos de lugares comunes con los que tantas gentes se ahorran el estudio, sólo sirven para sujetos comunes; y sirven para mostrarnos, no para conducirnos, ridículo fruto de la ciencia que tan cómicamente critica Sócrates contra Eutidemo. He visto hacer libros sobre cosas jamás estudiadas ni entendidas, encargando el autor a distintos amigos sabios la búsqueda de esta y aquella materia para construirlos, contentándose por su parte con haber hecho el proyecto y apilado industriosamente ese montón de provisiones desconocidas; al menos son suyos la tinta y el papel. Eso, en conciencia, es comprar un libro o tomarlo prestado, no hacerlo. Es demostrar a los hombres no que se sabe hacer un libro, sino aquello sobre lo que les podía caber la duda, que no se sabe hacerlo. Vanagloriábase un presidente, allí donde yo estaba, de haber acumulado doscientas y pico citas ajenas en un decreto suyo presidencial. Al contárselo a todos parecióme borrar la gloria que le atribuían. Pusilánime y absurda jactancia, a mi modo de ver, para tal asunto y tal persona. Entre tantos préstamos, alégrome yo si puedo ocultar alguno, disfrazándolo y deformándolo para nuevo servicio. A riesgo de que digan que es por no haber entendido su fin natural, les doy cierta forma particular con mis propias manos, para que sean tanto menos puramente ajenos. Estos exhiben y cuentan sus robos: tienen más confianza en sus facultades que yo. Nosotros, naturalistas, estimamos que tiene grande e incomparable preferencia el honor de la invención sobre el honor de la citación.

Dice Aristóteles que corresponde a los bellos el derecho a mandar y que, cuando hay algunos cuya belleza se acerca a la de las imágenes de los dioses, también les es debida la veneración. A aquél que le preguntaba por qué se frecuenta a los bellos más a menudo y más largamente, contestóle: Esa pregunta sólo puede hacerla un ciego. La mayoría de los grandes filósofos pagaron su formación y adquirieron su sabiduría por intervención y favor de su belleza.

Parece que hay algunos rostros felices y otros desgraciados. y creo que hay cierto arte en distinguir los rostros bondadosos de los necios, los severos de los duros, los malos de los tristes, los desdeñosos de los melancólicos, y otras cualidades vecinas semejantes. Hay bellezas no sólo orgullosas sino agrias, hay otras dulces e incluso sosas. El pronosticarles acontecimientos futuros es materia que dejo indecisa.

Un fulano decidió tomar mi casa y a mí. Su procedimiento fue llegar solo a mi puerta y forzar la entrada con cierta insistencia. Conocíalo de nombre y tenía motivos para fiarme de él como vecino mío y, en cierto modo, como aliado. Mandé abrirle, como hago con todos. Hele aquí harto asustado, con el caballo sin aliento y extenuado. Contóme esta historia: Que acababa de toparse a media legua de allí con un enemigo suyo al que yo también conocía y había oído hablar de su discordia; que este enemigo había picado espuelas extraordinariamente y que habiéndose visto desconcertado por la sorpresa y menor en número, habíase lanzado a mi puerta para ponerse a salvo; que estaba muy preocupado por los suyos a los cuales decía creer muertos o prisioneros. Traté ingenuamente de reconfortarlo, tranquilizarlo y refrescarlo. Poco después he aquí que se presentan cuatro o cinco soldados suyos en la misma actitud y con el mismo espanto, para entrar; y luego otros y otros más después, bien equipados y armados, hasta veinticinco o treinta, fingiendo tener al enemigo pisándoles los talones. Aquel misterio comenzaba a despertar mis sospechas. No ignoraba en qué siglo vivía, cuán envidiada podía ser mi casa, y sabía de otros casos de conocidos míos a los que les había acontecido otro tanto. De todos modos, considerando que nada ganaba habiendo comenzado a dar satisfacción si no terminaba, y sin poder librarme a no ser huyendo de todo aquello, tomé el partido más natural y más sencillo, como hago siempre, ordenando que entraran. Además, soy en verdad poco desconfiado y malpensado por naturaleza. Suelo tender a la excusa y a la interpretación más suave. Tomo a los hombres según el orden común y no creo en esas tendencias perversas y desnaturalizadas más que en fantasmas o milagros, si no me veo forzado a ello por alguna gran prueba. Y soy hombre, por añadidura, que gusto de encomendarme a la fortuna y me pongo sin reservas en sus manos. De lo cual, hasta ahora, he tenido más motivos para alabarme que para quejarme; y hela hallado más enterada y más amiga de mis asuntos que yo. Hay ciertos actos en mi vida de los que se puede citar con justicia el proceder difícil o, si se quiere, prudente; incluso en éstos, poned que la tercera parte haya sido de mi cosecha, ciertamente, son dos tercios largos de ella. Fallamos, a mi parecer, porque no nos confiamos bastante al cielo y pretendemos de nuestro proceder más de lo que nos corresponde. Por ello tuércense tan a menudo nuestros designios. Está celoso de la extensión que concedemos a los derechos de la prudencia humana en detrimento de los suyos, y nos los recorta tanto como los ampliamos. Aquéllos, quedáronse a caballo en el patio, su jefe conmigo en la sala, el cual no había querido que llevaran su caballo a las caballerizas, alegando que había de retirarse en cuanto tuviera noticia de sus hombres. Viose dueño de su empresa y ya no le quedaba en aquel punto más que ejecutarla. Después dijo a menudo, pues no temía contar aquella historia, que mi rostro y mi franqueza habíanle arrebatado la traición de las manos. Volvió a montar en su caballo mientras sus gentes no le quitaban ojo por ver qué señal les haría, harto extrañados de verlo salir y renunciar a su ventaja.

Montaigne, Michel de