Historia Natural (5)
A las mujeres les encanta llevarlas colgadas de los dedos y, de dos en dos o de tres en tres, en las orejas; a este refinamiento se le dan nombres extranjeros, rebuscados por una extravagancia decadente, pues cuando se llevan así se llaman crótalos, como si también causase placer el tintineo de las perlas al entrechocar. Ahora las codician incluso los pobres, que afirman que una perla es el heraldo de una mujer cuando aparece en público. Y también en los pies: las ponen no sólo en la correa de la sandalia, sino en todo el zapatito. Y no basta ya con llevar perlas, hay que pisarlas y sortearlas al andar.
Dos han sido las perlas más grandes de todas las épocas; ambas las poseyó Cleopatra, la última de las reinas de Egipto, que las heredó de los reyes de Oriente. Mientras Antonio se atiborraba a diario de manjares exquisitos, ella, con el desdén a la vez soberbio y procaz propio de una reina que también es ramera, despreciaba su magnificencia y su pompa; cuando él le preguntó qué se podía añadir al esplendor de su mesa, ella respondió que podía gastar en una sola cena diez millones de sestercios. Antonio deseaba comprobarlo, pero no creía que fuese posible. Hicieron una apuesta y al día siguiente, en que se dirimía la cuestión, ella presentó a Antonio, que se burlaba y le pedía las cuentas, una cena suntuosa en otras circunstancias, pero corriente -para no perder el día-. Ella dijo que aquello era de propina, que en la cena se gastaría el dinero previsto, y que ella sola cenaría los diez millones de sestercios; luego mandó que trajesen el segundo plato. De acuerdo con sus órdenes, los sirvientes colocaron ante ella solamente un vaso lleno de vinagre, cuya aspereza y fuerza disuelve las perlas completamente. Llevaba en sus orejas unas perlas, obra extraordinaria de la naturaleza, y ciertamente únicas. Entonces, mientras Antonio aguardaba expectante qué es lo que iba a hacer, se quitó una, la sumergió, y se bebió la perla disuelta en vinagre. L. Planco, árbitro de la apuesta, se hizo cargo de la otra perla, que ella se disponía a tragar del mismo modo, y declaró a Antonio vencido, augurio que se cumpliría. La perla que quedó del par se hizo famosa; cuando fue hecha prisionera la reina que había ganado una disputa de tal índole, la perla fue cortada en dos, para que con la mitad de lo que costó aquella cena se adornasen las dos orejas de Venus en el Panteón de Roma. No se llevarán la palma Antonio y Cleopatra y además serán despojados de este récord del lujo. Ya antes, en Roma, había hecho lo mismo con perlas de gran valor Gladio, hijo del actor trágico Esopo, de quien había heredado grandes riquezas; por tanto, que no se ensoberbezca en exceso de su triunvirato Antonio, porque se ha puesto más o menos a la altura de un cómico, que además no había hecho una apuesta al respecto -así parece más aún una acción propia de un rey-, y que lo hizo solamente para experimentar a qué saben las perlas, para deleite de su paladar; y como le gustaron muchísimo, no quiso ser el único en probar, y entregó una perla a cada invitado para que ellos se la bebiesen también.
Plinio