Ensayos (74)
Lo que resaltan como raro de Perseo, rey de Macedonia, que, al no atarse su pensamiento a ninguna circunstancia, iba errante por todo tipo de vida manifestando costumbres tan volubles y vagabundas que no era conocido ni por él mismo ni por cualquier otro, paréceme convenir más o menos a todo el mundo. Y por encima de todos he visto a otro de su talla a quien podría aplicarse esta conclusión más adecuadamente aún, creo yo; sin término medio, dejándose llevar siempre de un extremo a otro por motivos imposibles de adivinar, sin conducta libre de travesía o contradicción extraordinaria, sin facultad simple alguna; de modo que lo más verosímil que se podrá decir de él algún día, será que se esforzaba y trataba de hacerse conocer por ser irreconocible.
Lo que resaltan como raro de Perseo, rey de Macedonia, que, al no atarse su pensamiento a ninguna circunstancia, iba errante por todo tipo de vida manifestando costumbres tan volubles y vagabundas que no era conocido ni por él mismo ni por cualquier otro, paréceme convenir más o menos a todo el mundo. Y por encima de todos he visto a otro de su talla a quien podría aplicarse esta conclusión más adecuadamente aún, creo yo; sin término medio, dejándose llevar siempre de un extremo a otro por motivos imposibles de adivinar, sin conducta libre de travesía o contradicción extraordinaria, sin facultad simple alguna; de modo que lo más verosímil que se podrá decir de él algún día, será que se esforzaba y trataba de hacerse conocer por ser irreconocible.
Se han de tener oídos harto fuertes para escuchar cómo le juzgan a uno francamente; y puesto que hay pocos que puedan sufrirlo sin irritarse, aquéllos que se arriesgan a hacerlo con nosotros muéstrannos singular favor de amistad; pues es amar sanamente el decidirse a herir y a ofender para hacer el bien. Considero difícil el juzgar a aquél cuyas malas cualidades superan las buenas. Platón preconiza tres cosas para aquél que quiera examinar el alma de otro: ciencia, bondad, osadía.
No ha de creerse a un rey cuando se jacta de su constancia para soportar los embates del enemigo en aras de su gloria, si por su propio provecho y enmienda no puede sufrir la libertad de palabra de un amigo, la cual no tiene más trascendencia que pellizcarle el oído, quedando en sus manos el resto de las consecuencias. Y es el caso que no existe otra condición humana que necesite tanto como éstos de verdaderas y libres advertencias. Llevan una vida pública, y han de contentar a tantos espectadores, que, como acostumbran a callarles todo cuanto les desvía de su camino, vense, sin sentirlo, hundidos en el odio y la antipatía de su pueblo, con frecuencia por motivos que habrían podido evitar, incluso sin menoscabo de sus placeres, si se les hubiera avisado y corregido a tiempo. De ordinario sus favoritos miran más por sí mismos que por su señor; y hacen bien, pues, verdaderamente, la mayoría de los oficios de la auténtica amistad son, para con el soberano, una prueba difícil y peligrosa; de modo que es menester no sólo mucho afecto y mucha franqueza, sino también mucho valor.
Deleitóme un alemán, en Augsburgo, demostrando la incomodidad de nuestros hogares con el mismo argumento que nosotros solemos utilizar para criticar sus estufas. Pues, verdaderamente, ese calor reconcentrado y además el olor de ese material recalentado del que están constituidas pone la cabeza pesada a la mayoría de los que no están habituados; a mí, no. Mas por lo demás, al ser el calor igual, constante y general, sin luz ni humo, sin el aire que nuestras chimeneas abiertas nos acarrean, bien puede compararse al nuestro. ¿Por qué no imitamos la arquitectura romana? Pues dícese que antaño no se encendía el fuego en sus casas más que fuera y por debajo de ellas: desde donde se aspiraba el calor para toda la casa por unas tuberías practicadas dentro del muro, las cuales iban rodeando los lugares que habían de ser calentados; lo cual he visto yo claramente significado en algún párrafo de la obra de Séneca. Este, oyéndome alabar las ventajas y bellezas de su ciudad, que ciertamente lo merece, comenzó a compadecerme por haber de alejarme de ella; y uno de los primeros inconvenientes que alegó fue la pesadez de cabeza que me provocarían las chimeneas de otros lugares. Había oído que alguien se quejaba de ello y nos lo achacaba, privado como estaba por la costumbre de notario en su país. Todo calor que provenga del fuego me debilita y entorpece. Sin embargo, decía Eveno que el mejor condimento de la vida era el fuego. Prefiero cualquier otra manera de evitar el frío.
No es la virtud más grande por ser más antigua.
No por ser más vieja es más sabia la verdad.
¿No será que buscamos más el honor de la cita que la verdad del razonamiento?
He aquí otro más. No hace mucho, topéme con uno de los hombres más sabios de Francia, entre aquéllos de fortuna no muy mediocre, estudiando en un rincón de una sala que habían hecho rodeándole con tapices; y en torno suyo, el estruendo licencioso de sus criados. Díjome, y lo mismo dice Séneca de sí mismo, que sacaba provecho de aquella batahola, como si, golpeado por aquel ruido, se centrara y encerrara más en sí mismo para la contemplación, y aquella tempestad de voces repercutiera sus pensamientos dentro de sí. Siendo estudiante en Padua realizóse su estudio durante tanto tiempo en medio del jaleo de los coches y del tumulto de la plaza que no sólo se acostumbró a despreciarlo sino a aprovechar el ruido al servicio de sus estudios. Sócrates respondió a Alcibíades que se extrañaba de que pudiera soportar el continuo escándalo de la cabeza de su mujer: Como aquéllos que están acostumbrados al sonido cotidiano de las norias para sacar agua. Soy yo justo al contrario: tengo la mente blanda y presta a emprender el vuelo; cuando se ve estorbada por algo de fuera, el mínimo zumbido de una mosca la asesina.
Séneca, en su juventud, habiéndole impresionado profundamente el ejemplo de Sextio de no comer cosa alguna que hubieren matado, prescindió de ello con placer durante un año, según él mismo dice. Cejó en ello únicamente porque no sospecharan que adoptaba esta regla de otras religiones nuevas que la preconizaban. Siguió también los preceptos de Atalo de no acostarse más sobre colchones que se hundieran y continuó hasta su vejez usando los que no ceden bajo el cuerpo. Lo que la costumbre de su época atribuyó a dureza, la nuestra lo achaca a molicie.
Considerad la diferencia entre el vivir de mis braceros y el mío: no tienen ni los escitas ni los indios nada tan alejado de mis fuerzas o mis maneras. Sé que libré de pedir limosna a algunos niños para que me sirvieran, los cuales dejáronme en seguida, y conmigo, mi cocina y su librea, nada más que para volver a su vida primera. Y encontré a uno de ellos recogiendo caracoles para comer en mitad de un camino, al que ni con ruegos ni con amenazas pude apartar del sabor y de la dulzura que hallaba en la indigencia. los mendigos tienen sus magnificencias y voluptuosidades, como los ricos, y, según dicen, sus dignidades y grados políticos. Son cosas de la costumbre. Puede habituarnos no sólo a cualquier manera que le plazca (por ello dicen los sabios que hemos de adoptar la mejor de las que nos facilite de inmediato), sino también al cambio y a la variación, que es la más noble y útil de sus enseñanzas. Mi mejor cualidad física es ser flexible y poco obstinado; tengo tendencias más propias y normales, y más agradables que otros; mas con muy poco esfuerzo líbrome de ellas para amoldarme fácilmente a la manera contraria. Un joven ha de alterar sus normas para despertar su vigor y evitar que se entumezca y apoltrone. Y no hay modo de vida tan necio ni tan débil como aquél que se conduce por ordenanza y disciplina.
Montaigne, Michel de