Historia Natural (4)
El delfín no es sólo un animal amigo del hombre, sino que además se amansa con la música, con el canto armónico y sobre todo con el sonido del órgano hidráulico. No se asusta del hombre como de un extraño, sino que sale al encuentro de las naves, juega dando saltos, incluso compite con ellas en velocidad y las deja atrás aunque vayan a toda vela. Durante el reinado del divino Augusto, un delfín que había entrado en el lago Lucrino tomó mucho cariño a un niño pobre que desde Bayas iba a Puteólos a la escuela, porque se detenía a mediodía, lo llamaba con el nombre de Simón y a menudo lo atraía con trozos del pan que llevaba para el camino -no contaría esta historia si no estuviese recogida en las obras de Mecenas, Fabiano, Flavio Alfio y muchos otros-; en cualquier momento del día en que lo llamase el niño, aunque estuviese oculto y escondido, el delfín acudía desde las profundidades y, después de comer de su mano, le ofrecía el lomo para que montase, escondiendo los aguijones de su aleta dorsal como en una vaina, y una vez arriba lo llevaba a Puteólos a la escuela a través del mar inmenso y lo devolvía de la misma forma, durante varios años; cuando, a causa de una enfermedad, murió el niño, el delfín volvió una y otra vez al lugar acostumbrado, triste, semejante a quien ha perdido a un ser querido, hasta que murió de nostalgia, sin que a nadie le cupiese duda del motivo.
El delfín no es sólo un animal amigo del hombre, sino que además se amansa con la música, con el canto armónico y sobre todo con el sonido del órgano hidráulico. No se asusta del hombre como de un extraño, sino que sale al encuentro de las naves, juega dando saltos, incluso compite con ellas en velocidad y las deja atrás aunque vayan a toda vela. Durante el reinado del divino Augusto, un delfín que había entrado en el lago Lucrino tomó mucho cariño a un niño pobre que desde Bayas iba a Puteólos a la escuela, porque se detenía a mediodía, lo llamaba con el nombre de Simón y a menudo lo atraía con trozos del pan que llevaba para el camino -no contaría esta historia si no estuviese recogida en las obras de Mecenas, Fabiano, Flavio Alfio y muchos otros-; en cualquier momento del día en que lo llamase el niño, aunque estuviese oculto y escondido, el delfín acudía desde las profundidades y, después de comer de su mano, le ofrecía el lomo para que montase, escondiendo los aguijones de su aleta dorsal como en una vaina, y una vez arriba lo llevaba a Puteólos a la escuela a través del mar inmenso y lo devolvía de la misma forma, durante varios años; cuando, a causa de una enfermedad, murió el niño, el delfín volvió una y otra vez al lugar acostumbrado, triste, semejante a quien ha perdido a un ser querido, hasta que murió de nostalgia, sin que a nadie le cupiese duda del motivo.
El Mar Índico deja en la orilla tortugas de tal tamaño que con el caparazón de una de ellas se cubre una casa habitable; y entre las islas del Mar Rojo se navega principalmente en barcas hechas de un solo caparazón.
(Abundan los testimonios de autores antiguos sobre tortugas de gran tamaño cuyos caparazones se utilizan como barcas o para techar viviendas: Agatarco 47 (Geogr. Gr. Min., ed. Muller, 1, pág. 139), Estrabón 16,4, 14; Diodoro 3, 21,1-5; Eliano, HA 16,14,17 y Plinio 6, 91 y 109.)
Vedio Polión, caballero romano amigo de Augusto, encontró la forma de probar su crueldad por medio de este animal: arrojaba a los esclavos que condenaba a muerte a los estanques de las morenas, no porque no hubiese fieras terrestres suficientes para esta tarea, sino porque de otra forma no era posible contemplar cómo un hombre era destrozado completamente en un momento. Dicen que se las enfurece sobre todo con el sabor del vinagre. Su piel es muy fina, mientras que la de la anguila es más gruesa; Verrio cuenta que era costumbre azotar con ella a los jóvenes libres y que por eso, se dice, no había multas establecidas para ellos.
Dice además Trebio Nigro que no existe otro animal acuático que mate al hombre más cruelmente. Cuando ataca a los náufragos o a los buceadores, los rodea con sus brazos y los absorbe con las ventosas y les saca el jugo durante mucho tiempo. Pero si se le da la vuelta, su fuerza se debilita; pues al estar boca arriba, se relaja. Las demás cosas que cuenta pueden parecer más próximas a un prodigio. En unos viveros de Carteya, un pulpo que acostumbraba a entrar desde el mar a los estanques abiertos y a saquear los salazones -es asombroso que a todos los animales marinos les atraiga ese olor, de ahí la costumbre de frotar las nasas- atrajo hacia sí la ira de los guardianes por la frecuencia de sus rapiñas sin límite. Se le tendieron barreras, pero las atravesaba subiendo a un árbol, y no hubiera podido ser capturado de no ser por el olfato de los perros. Estos lo rodearon cuando volvía una noche y los guardianes que acudieron quedaron aterrados ante lo nunca visto. En primer lugar, era de un tamaño inaudito, después el color, impregnado en salmuera, el olor terrible. ¿Quién iba a esperar allí un pulpo, quién iba a reconocerlo? creyeron que luchaban contra un monstruo. También mantenía a raya a los perros con su aliento terrible, azotándolos con los tentáculos más finos o golpeándolos con los brazos más gruesos, a modo de bastones, y apenas pudieron acabar con él con muchos tridentes. Mostraron a Lúculo su cabeza, del tamaño de un tonel, con capacidad para quince ánforas, y, empleando las mismas palabras de Trebio, las barbas, que apenas podían abarcarse con los dos brazos, musculosas como clavas, de treinta pies de largo, las ventosas o copas de media ánfora, como barreños, y los dientes del tamaño correspondiente. Los restos, que se conservaron para asombro de la gente, pesaron setecientas libras. El mismo autor afirma que también sepias y calamares del mismo tamaño han sido arrojadas a la costa. En el Mediterráneo se capturan calamares de cinco codos y sepias de dos. Y no viven tampoco más de dos años.
(Parece un relato fabuloso, pero en realidad las dimensiones de las que habla no son tan exageradas: hay noticias de pulpos capturados que pesaban más de 1.000 kg, y los restos del de Plinio no pasaron de setecientas libras. Con todo, la presunta capacidad de la cabeza, quince ánforas, o sea, más de 390 l, parece excesiva. La noticia sobre calamares de cinco codos (algo más de 2 m), y sepias de dos codos (alrededor de 85 cm) procede de Aristóteles, IA 4, 1, 524a; hoy en día se sabe con seguridad que pueden alcanzar ese tamaño. Respecto a la duración de la vida de sepias y calamares, cfr. ibid. 5, 18, 550b.)
Plinio