Ensayos (41)
¡Oh, qué cosa tan vil y abyecta es el hombre si no se eleva por encima de la humanidad! He aquí una buena frase y un útil deseo, mas igualmente absurdos. Pues es imposible y monstruoso hacer el puñado mayor que el puño, el abrazo mayor que el brazo o esperar dar una zancada mayor que la longitud de nuestras piernas. y que el hombre se eleve por encima de sí mismo y de la humanidad: pues no puede ver más que con sus ojos, ni agarrar más que con sus dedos. Se elevará si Dios milagrosamente le tiende su mano; se elevará abandonando y renunciando a sus propios medios y dejándose alzar y levantar por los medios puramente celestiales.
¡Oh, qué cosa tan vil y abyecta es el hombre si no se eleva por encima de la humanidad! He aquí una buena frase y un útil deseo, mas igualmente absurdos. Pues es imposible y monstruoso hacer el puñado mayor que el puño, el abrazo mayor que el brazo o esperar dar una zancada mayor que la longitud de nuestras piernas. y que el hombre se eleve por encima de sí mismo y de la humanidad: pues no puede ver más que con sus ojos, ni agarrar más que con sus dedos. Se elevará si Dios milagrosamente le tiende su mano; se elevará abandonando y renunciando a sus propios medios y dejándose alzar y levantar por los medios puramente celestiales.
Puede nuestra fe cristiana mas no su virtud estoica, aspirar a esa divina y milagrosa metamorfosis.
¿Quién vio alguna vez vejez que no alabara los tiempos pasados y no condenara los presentes, cargando así al mundo y a las costumbres de los hombres con su miseria y su desgracia?
«Si por temor del cielo te alejas de Italia, alcánzala bajo mi tutela, el único y justo motivo de tu miedo es que ignoras quién te guía. Seguro de mi apoyo, lánzate a la tempestad.» (Lucano, Farsalia, V. 578).
«César reconoce, por fin, peligros dignos de su valor: ¡Vaya!, dice, ¡de cuántos esfuerzos necesitan los dioses para vencerme! ¡Con qué mar tan furioso atacan la frágil popa en la que me siento!» (Id., V. 653).
Aquel Pomponio Atico al que escribió Cicerón, estando enfermo, mandó llamar a su yerno Agripa y a otros dos o tres amigos suyos, y díjoles que habiendo comprobado que nada ganaba queriéndose curar y que todo cuanto hacía para prolongar su vida, prolongaba también y aumentaba su dolor, había decidido poner fin a una y a otro, rogándoles que hallaran buena su resolución, o, que, en el peor de los casos, no se tomaran la molestia de disuadirle. Y resultó que habiendo elegido morir de inanición, he aquí que sana de su enfermedad por casualidad: el remedio del que se había servido para matarse, le devuelve la salud. Viéronse engañados los médicos y sus amigos que celebraban tan feliz evento y con él se congratulaban; pues no les fue posible por ello hacerle cambiar de idea y decía que de todos modos sólo le faltaba un día para franquear el paso y que estando tan adelantado, queríase librar del esfuerzo de empezar de nuevo. Éste, habiendo tenido tiempo de considerar la muerte, no sólo no se desanima con la lucha, sino que se empeña en ella; pues satisfecho de los motivos por los que había entrado en el combate, se emperra por bravura en ver cómo termina. Muy lejos está de no temer la muerte el querer probarla y saborearla.
La historia del filósofo Cleanto es muy similar. Tenía inflamadas y podridas las encías; aconsejáronle los médicos gran abstinencia. Tras dos días de ayuno tanto se recupera que anuncian su curación permitiéndole volver a su modo de vida habitual. Él, por el contrario, gustando ya de cierta dulzura con aquel desfallecimiento, decide no volverse atrás y traspasar el umbral al que tanto se había acercado.
Tulio Marcelino, joven romano, queriendo adelantar su hora por librarse de una enfermedad que lo devoraba y que no quería soportar, a pesar de haberle prometido los médicos una segura curación aunque no tan rápida, llamó a sus amigos para deliberar. Los unos, según Séneca, dábanle el consejo que por cobardía habrían seguido ellos mismos; los otros, por halagarle, el que pensaban le sería más agradable. Mas un estoico díjole así: No te devanes más los sesos, Marcelino, como si deliberases sobre cosa de importancia: no es gran cosa el vivir; tus criados y los animales viven; mas gran cosa es morir sabia y firmemente. Piensa cuánto hace que haces lo mismo: comer, beber, dormir; beber, dormir y comer. Sin cesar giramos en el mismo círculo; no sólo los sucesos malos e insoportables dan gana de morir, sino también la saciedad de vivir. Marcelino no necesitaba de hombre que le aconsejara sino de hombre que le socorriera. Los servidores temían meterse en aquello, mas hízoles comprender aquel gran filósofo que los criados son sospechosos sólo cuando se duda si la muerte del amo ha sido voluntaria; que, por el contrario, sería igual de malo impedírselo que matarlo, en tanto que Invirum qui servat idem facit occidenti. («Salvar a un hombre que quiere morir es igual que matarlo.» (Horacio, Arte poética, 467).). Luego advirtió a Marcelino que no sería inoportuno, así como en la mesa se da el postre a los comensales una vez terminada la comida, que al final de su vida repartiese algo a aquéllos que habían sido sus ayudantes.
Era Marcelino de natural franco y liberal: hizo distribuir cierta suma entre sus servidores y los consoló. Por lo demás, no fue menester espada ni sangre; decidió irse de esta vida, no huir de ella; no escapar de la muerte sino probarla. Y para poder iniciarla, habiéndose privado de todo alimento y habiendo ordenado al tercer día que lo rociasen con agua tibia, fue desfalleciendo poco a poco, no sin cierta voluptuosidad, por lo que dijo. En verdad que aquéllos que han sentido esos desfallecimientos de corazón que padecen por debilidad, dicen no sentir dolor alguno sino incluso más bien cierto placer, como el del paso al sueño y al reposo.
Montaigne, Michel de