Hacen muy bien las mujeres al rechazar las normas de vida que rigen en el mundo, pues las han hecho los hombres sin contar con ellas. Hay naturalmente artimañas y chanzas entre ellas y nosotros; el más estrecho entendimiento que podemos tener con ellas, no deja de ser tumultuoso y tempestuoso. Según nuestro autor, las tratamos sin consideración en esto: tras ver que son, sin comparación, más capaces y ardientes en los actos del amor que nosotros, cosa que atestiguó aquel sacerdote antiguo que había sido ora hombre, ora mujer, [Venus huic erat utraque nota; «Un amor y otro le eran conocidos» (Ovidio, Metamorfosis, III. 323).] y además habiendo sabido por boca de ellas la prueba que hicieron antaño en otra época, un emperador y una emperatriz de Roma (Próculo y Mesalina), artesanos, maestros y famosos en esta tarea (él desvirgó en una noche a diez vírgenes sármatas, cautivas suyas; mas ella acudió realmente a veinticinco empresas en una noche, cambiando de compañía según sus necesidades y gustos, [adhuc ardens tigidae tentigine vulvae, et lassata viris, nondum satiatii, recessit; «Con la vulva tensa, aún ardiente de deseo, se retira, cansada de los hombres, pero no satisfecha» (Juvenal, VI. 128).] y que en el litigio surgido en Cataluña entre una mujer quejosa de las persecuciones demasiado asiduas de su marido, no tanto, a mi parecer, porque le incomodaran (pues sólo creo en los milagros de la fe), como por disminuir y bridar con este pretexto, incluso en esto que es el acto fundamental del matrimonio, la autoridad de los maridos sobre sus mujeres, y para mostrar que su rabia y su maldad llegan hasta el lecho nupcial y pisotean las mismas gracias y dulzuras de Venus, queja a la que el marido, hombre realmente brutal y desnaturalizado, respondía que ni siquiera en los días de ayuno podría pasarse con menos de diez, intervino aquel notable decreto de la reina de Aragón, por el cual, tras madura deliberación para decidir, aquella buena reina, queriendo dar regla y ejemplo para todo momento, de la moderación y modestia exigidas en un justo matrimonio, fijó como límite legítimo y necesario el número de seis al día; rebajando y restando mucho del deseo de su sexo, para establecer, decía, una forma fácil y por consiguiente permanente e inmutable. Con lo cual, exclaman los doctores: ¿Cuál no debe ser el apetito y la concupiscencia femenina, puesto que su razón, su reforma y su virtud, se cortan por ese patrón? Teniendo en cuenta el distinto modo de juzgar de nuestros apetitos, y que Solón, jefe de la escuela jurídica, sólo obliga a este contacto conyugal tres veces al mes, para no fallar. Tras haber creído y predicado esto, hemos ido a darles precisamente la continencia en el reparto so penas últimas y extremas.
Cincuenta deidades estaban sujetas a este oficio, en los tiempos pasados; y existieron naciones en las que para adormecer la concupiscencia de aquéllos que iban a la devoción, había en las iglesias mujeres y mozalbetes para gozar, y era acto ceremonial el servirse de ellos antes de ir al sacrificio. [«Nimirum propter continentiam incontinentia necessaria est; incendium ignibus extinguitur» «Porque ciertamente la incontinencia le es necesaria a la continencia y el incendio se apaga con el fuego.» (Anónimo).]
En casi todo el mundo esa parte de nuestro cuerpo estaba divinizada. En la misma religión, cortábanse un trozo unos para ofrecerlo y consagrado, y ofrecían y consagraban otros su simiente. En otra, atravesábansela los jóvenes en público, abríansela por distintos lugares entre la carne y la piel, metiéndose por aquellas aperturas los pinchas más gruesos y largos que pudieran soportar; y con aquellos pinchas hacían luego fuego como ofrenda a los dioses y eran considerados poco vigorosos y poco castos si llegaban a desvanecerse por la violencia de aquel cruel dolor. En otros lugares, el más sagrado dignatario era respetado y reconocido por esas partes, y en varias ceremonias era portada la efigie de éstas con gran pompa, en honor de distintas divinidades.
Las damas egipcias, en la fiesta de las Bacanales, llevaban uno de madera colgado al cuello, exquisitamente formado, grande y pesado según las fuerzas de cada cual, aparte del que mostraba la estatua de su dios que superaba en tamaño al resto del cuerpo.
Las más sabias matronas de Roma honrábanse ofreciendo flores y coronas al dios Príapo; y sobre sus partes menos honestas hacían sentar a las vírgenes en el momento de sus desposorios. No sé incluso si no he visto en mi época alguna devoción parecida. ¿Qué simbolizaba aquella parte ridícula de las calzas de nuestros padres que aún podemos ver en los suizos? ¿Qué sentido tiene la exhibición que hacemos ahora de la forma de nuestras partes, bajo los gregüescos, y lo que es peor, a menudo fingiendo un tamaño mayor que el natural, con falsedad e impostura?.
Montaigne, Michel de