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miércoles, 6 de noviembre de 2019

Lleida, a medio camino del infinito


Ensayos (43)

Como le ocurrió al pobre Filopémenes. Habiendo llegado él el primero de su tropa a una mansión donde le esperaban, su anfitriona, que no le conocía y veíale mal aspecto, ordenóle ir a ayudar un poco a sus criados a sacar agua o a atizar el fuego para servir a Filopémenes. Al llegar los gentilhombres de su séquito y hallarle ocupado en aquella hermosa faena (pues no había dejado de obedecer las órdenes que le habían dado), preguntáronle lo que estaba haciendo: Pagar, respondió él, la pena de mi fealdad.

En los acontecimientos me porto virilmente; antes de ellos, puerilmente. El horror a la caída me produce más fiebre que el golpe. No es para tanto la cosa. Sufre más el avaro con su pasión que el pobre, y el celoso que el cornudo. Y a menudo se padece menos perdiendo la viña que pleiteando. El escalón más bajo es el más firme. En él reside la constancia. Sólo necesitáis de vos. En él mismo se basa y se apoya. ¿No tiene este ejemplo de un gentilhombre de muchos conocido, cierto aire filosófico? Casó ya muy entrado en años, tras haber sido un calavera en su juventud: gran hablador y harto burlón. Recordando cuánto le había dado que hablar el tema de la cornamenta y cuántas ocasiones de reírse de los demás, para ponerse a cubierto, casó con una mujer a la que sacó del lugar donde todos encuentran una con dinero e hizo con ella su alianza: ¡Buenos días, puta! ¡Buenos días, cabrón! y no había cosa de la que más frecuente y abiertamente hablara en su casa con los invitados, que de este designio suyo: con lo que amordazaba los ocultos cotorreas de los burlones y limaba la punta de este reproche.

Ofrecieron a un excelente arquero condenado a muerte, salvarle la vida si quería dar alguna notable muestra de su habilidad: rechazó intentarlo temiendo que la excesiva tensión de su voluntad le desviase la mano y en lugar de salvar la vida perdiese también la reputación que se había ganado en el tiro con arco. Un hombre que piense en otra cosa no dejará de dar siempre un mismo número de pasos de igual medida, pulgada más pulgada menos, en el lugar por el que pasea; mas si está atento a medirlos y contarlos, hallará que lo que hacía de modo natural y por casualidad, no lo hará tan exactamente a propósito.

Es feo vicio el de mentir y píntalo asaz vergonzoso un clásico cuando dice que es dar muestras de despreciar a Dios a la vez que de temer a los hombres. No es posible representar más ricamente el horror, la villanía y el desorden. Pues, ¿cabe imaginar algo peor que ser cobarde con los hombres y bravo con Dios? Al realizarse nuestro entendimiento únicamente por medio de la palabra, aquél que la falsea traiciona la relación pública. Es el único instrumento mediante el cual se comunican nuestras voluntades y nuestros pensamientos, es el portavoz de nuestra alma: si llega a faltarnos dejamos de sostenernos, dejamos de conocernos entre nosotros. Si nos engaña, rompe todo nuestro trato disolviendo todos los lazos de nuestra sociedad.

Cuentan de Alejandro Magno que, cuando estaba acostado, por temor a que el sueño le distrajese de sus pensamientos y estudios, ordenaba poner una jofaina al lado de su lecho y dejaba una mano fuera con una bolita de cobre para que si el dormir le sorprendía y aflojaba los dedos, le despertase la bolita por el ruido de su caída en la jofaina. Éste, tenía el alma tan firme en lo que quería y tan poco estorbada por los vapores a causa de su singular abstinencia, que bien podía prescindir de este artificio. En cuanto a la inteligencia militar; fue admirable en todos los aspectos de un gran capitán; además, casi toda la vida estuvo en continuo ejercicio de guerra y, en su mayor parte, con nosotros en Francia, contra los alemanes y los francos. No tenemos memoria de otro hombre que haya visto más peligros ni que tan a menudo haya puesto a prueba su persona. Su muerte tiene cierto parecido con la de Epaminondas; pues fue alcanzado por una flecha y trató de arrancársela, y lo habría hecho si ésta que estaba afilada, no le hubiera cortado, debilitándole la mano. Pedía sin cesar que lo volvieran a llevar en aquel estado al combate para animar a sus soldados, los cuales sostuvieron aquella batalla sin él, muy valerosamente, hasta que la noche separó a los ejércitos. Debía a la filosofía el singular desprecio que sentía por su vida y por las cosas humanas. Tenía una fe firme en la eternidad de las almas.

La facilidad nos marchita.

Ya lo dice un antiguo refrán griego de este sentido: Los dioses nos venden todos los bienes que nos dan, es decir, que no nos dan ninguno puro y perfecto, ni sin que lo compremos pagando con algún mal.

Decía aún más el emperador Juliano, que un filósofo y un hombre de bien ni siquiera debían respirar: es decir, no dar a las necesidades corporales más que aquello que no se les pueda negar, teniendo siempre el alma y el cuerpo entregados a cosas hermosas, grandes y virtuosas. Avergonzábase de que lo vieran escupir o sudar en público (lo que también dicen de los jóvenes lacedemonios y Jenofonte de los persas), porque estimaba que el ejercicio, el trabajo continuo y la sobriedad debían haber curtido y secado todas esas cosas superfluas. No vendrá mal aquí lo que dice Séneca, que los antiguos romanos mantenían en pie a su juventud: No enseñaban cosa alguna a sus hijos, dice, que hubieren de aprender sentados.

Montaigne, Michel de