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lunes, 4 de noviembre de 2019

Al Jaber Gallery - Abu Dhabi

Gracias, Francisco.

Ensayos (42)

Prohibirnos algo es hacérnoslo desear.

Hay naciones en las que las cercas de los jardines y los campos que se quieren conservar, hácense con un hilo de algodón y resultan mucho más seguros y firmes que nuestros fosos y nuestros setos.

«Las cerraduras atraen al ladrón. El que roba con efracción rehuye las casas abiertas.» (Séneca, Epístolas, 68).

Decía Demetrio burlonamente de la voz del pueblo, que hacía tanto caso de la que le salía por arriba como de la que le salía por abajo.

Aquel antiguo marinero decíale así a Neptuno durante una gran tempestad: Oh, Dios, me salvarás si así lo quieres; me perderás si así lo quieres; mas yo llevaré siempre derecho el timón.

No me preocupo tanto de cómo soy para los demás como de cómo soy para mí. Quiero ser rico por mí mismo, no de prestado. Los extraños sólo ven los acontecimientos y las apariencias externas; cada cual puede poner buena cara de puertas afuera, estando lleno por dentro de fiebre y espanto. No ven mi corazón, sólo ven mi compostura. Razón hay para proclamar la hipocresía que se da en la guerra: pues, ¿hay algo más fácil para un hombre práctico que esquivar los peligros y hacerse el fuerte, teniendo lleno de molicie el corazón? Hay tantos medios de evitar las ocasiones de arriesgarse individualmente que engañaremos mil veces al mundo antes de comprometernos en algún paso peligroso, y aun entonces, hallándonos embarcados en él, seremos muy capaces para esa ocasión de encubrir nuestro juego poniendo buena cara y hablando con seguridad aunque nos tiemble el alma interiormente. Y si se pudiera usar el anillo platónico que hacía invisible a aquél que lo llevaba en el dedo si lo giraba hacia la palma de la mano, bastantes gentes ocultaríanse a menudo cuando más es menester mostrarse y arrepentiríanse de estar colocados en ese lugar tan honorable que en él la necesidad les vuelve firmes.

«La alabanza de la posteridad aligerará mi tumba, mis manos gloriosas, mis cenizas afortunadas, ¿engendrarán violetas?» (Ibidem, id., 1. 37).

«La recompensa de una buena acción es haberla hecho.» (Séneca, Epístolas, 81).

«El fruto del servicio es el servicio mismo.» (Cicerón, De los fines, 1. 22).

Toda persona de honor escoge perder antes su honor que su conciencia.

Dos aspectos hay en ese orgullo, a saber: estimarse en demasía y no estimar bastante al prójimo. En cuanto al uno, en primer lugar, paréceme que es menester tener en cuenta estas consideraciones, que padezco un defecto de mi alma que me desagrada por inicuo y aún más por importuno. Intento corregirlo; mas no puedo arrancarlo. Y es que disminuyo el justo valor de las cosas que poseo, por el hecho de poseerlas; y aumento el valor de las cosas ajenas, ausentes y que no son mías. Este humor tiene muy amplios efectos. Así como la prerrogativa de la autoridad hace que los maridos miren a la propia mujer con injusto desdén y muchos padres a sus hijos; así hago yo y, entre dos obras semejantes, inclinaríame contra la mía. No tanto porque el celo de mejorar y enmendarme confunda mi juicio y me impida satisfacerme, como porque la posesión en sí misma engendre el desprecio hacia lo que se tiene y sobre lo que se manda. Las civilizaciones y las costumbres lejanas me atraen, al igual que las lenguas; y percátome de que el latín me engatusa a su favor por su dignidad, más allá de lo que le corresponde, como a los niños y al vulgo. La economía, la casa, el caballo del vecino, de igual valor, valen más que los míos por no ser míos. Tanto más cuanto que, en mi caso, soy muy ignorante. Me admira la seguridad y confianza que todos tienen en sí mismos, mientras que apenas si hay algo que yo crea saber ni que ose responder de poder hacer. Ni confío en mis medios ni cuento con ellos; y no los conozco hasta después de actuar: dudando de mí mismo como de cualquier otra cosa. De donde viene que cuando salgo bien parado en alguna tarea, atribúyola más a mi fortuna que a mis fuerzas: pues todas las emprendo al azar y con temor. Asimismo me ocurre lo siguiente, que de todas las ideas que tuvo la antigüedad sobre el hombre en general, las que adopto de mejor grado y con las que mejor comulgo, son aquéllas que nos desprecian, envilecen y anulan más. Paréceme que la filosofía jamás desempeña mayor papel que cuando lucha contra nuestra presunción y vanidad, cuando de buena fe reconoce su indecisión, su debilidad y su ignorancia. Estimo que la nodriza de las opiniones públicas y particulares más falsas, es la opinión demasiado buena que el hombre tiene de sí mismo. Esas gentes que se encaraman a caballo sobre el epiciclo de Mercurio, que ven hasta tan lejos en el cielo, me dan dolor de muelas; pues en este estudio que hago cuyo tema es el hombre, al hallar tan extrema variedad de juicios, tan intrincado laberinto de dificultades amontonadas unas sobre otras, tanta diversidad e incertidumbre en la propia escuela de la sapiencia, podéis imaginaros, puesto que estas gentes no han podido resolver el enigma de ellos mismos y de su propia condición que tienen permanentemente ante los ojos, que está dentro de ellos; puesto que no saben cómo se mueve aquello que ellos mismos hacen moverse, ni cómo describirnos ni descifrar los resortes que ellos mismos tienen y manejan, cómo podré creerlos sobre la causa del movimiento de la octava esfera o de las idas y venidas del río Nilo.

Montaigne, Michel de