Ensayos (50)
«Lo que le es más natural a cada uno es lo que más le conviene.» (Cicerón, De las obligaciones, I. 31).
Pues un hombre de honor puede hablar como los lacedemonios al ser vencidos por Antipatro, en el momento de los acuerdos: Podéis encomendarnos tantas cargas pesadas y perjudiciales como queráis; mas perderéis el tiempo si nos las encomendáis vergonzosas e innobles. Cada cual ha de jurarse a sí mismo lo que los reyes de Egipto hacían jurar solemnemente a los jueces: que no se desviarían de su deber fuere cual fuere la orden que ellos mismos les dieren. En tales encargos hay muestra evidente de ignominia y condena; y aquél que os los hace os acusa, y os lo hace, si os fijáis bien, como pena y carga; tanto mejoran los asuntos públicos con vuestra hazaña como empeoran los vuestros; hacéis tanto mal como bien hacéis. Y no será nuevo ni quizá del todo injusto que os castigue el mismo que os ha encomendado esa tarea. La perfidia puede ser perdonable en algún caso; sólo lo es cuando se emplea para castigar y traicionar a la perfidia.
Y fueron muy dignas las palabras de Julio Druso a los obreros que le ofrecían ponerle la casa, por tres mil escudos, de tal manera que sus vecinos no tuvieran la vista que sobre ella tenían entonces: Os daré, dijo, seis mil, si hacéis que todos vean desde todas partes. Llama la atención la honorable costumbre de Agesilao de alojarse, al viajar, en las iglesias para que el pueblo y los mismos dioses viesen sus actos privados. Fue un prodigio para el mundo aquél del que ni siquiera su mujer ni su criado vieron algo digno de señalar. Pocos hombres fueron admirados por sus criados.
El otro día, estando en Armañac, en la tierra de un pariente mío, vi a un campesino al que todos apodan el ladrón. Así contaba su vida: habiendo nacido mendigo y estimando que ganándose el pan con el trabajo de sus manos jamás llegaría a protegerse lo bastante contra la indigencia, decidió hacerse ladrón; y había dedicado a este oficio toda su juventud, gozando de seguridad gracias a su fuerza corporal; pues segaba y vendimiaba las tierras de otros, mas hacíalo tan lejos y en tan grandes montones que resultaba inimaginable que un hombre hubiera transportado tanto peso a hombros en una noche; y cuidábase además de igualar y dispersar el daño que hacía, de modo que el total importaba menos a cada particular. Es ahora, en su vejez, rico para un hombre de su condición, gracias a ese tráfico que confiesa abiertamente; y para congraciarse con Dios por sus adquisiciones, dice estar siempre desde entonces satisfaciendo con favores a los sucesores de aquéllos a los que robó; y si no acaba (pues no puede devolverlo todo de una vez) se lo encargará a sus herederos, en la medida del conocimiento que sólo él tiene del mal hecho a cada cual. Según esta descripción, ya sea falsa o verdadera, éste considera el latrocinio como acto deshonesto y lo odia, mas menos que la indigencia; arrepiéntese muy sencillamente, mas, dado que tenía tal contrapeso y compensación, no se arrepiente. Esto, no es ese hábito que nos incorpora al vicio y a él adapta nuestro propio entendimiento, ni tampoco es ese viento impetuoso que confunde y ciega nuestra alma a sacudidas, precipitándonos en ese momento, con todo nuestro juicio, en poder del vicio.
Montaigne, Michel de