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lunes, 9 de marzo de 2020

Mujeres creadoras - Navarra






Manos

La áspera noticia llegó sin previo aviso, para quedarse durante un rato demasiado largo. Un rato que duraría una eternidad. Un rato que nos sumiría, a sus allegadas, en el desconcierto. Que nos conminaría a ser arrastradas junto a ella, sumergiéndonos en el pantano más cenagoso, mientras unas y otras rechazábamos con obstinación la posibilidad de dejar ir la suya. Formaríamos una larga cadena de eslabones agarrados de las manos -de la que ella representaría el cierre- que no aflojarían la presión ni por un instante. Ella lo llevaba haciendo con nosotras toda su vida. No merecía ni una pizca menos de firmeza. Apretaríamos, pues, con todas nuestras fuerzas y, en el camino, aprenderíamos a hacer que la cadena deviniese sólida. Compacta. Resistente. Inquebrantable.

Ella nos había (mal)criado -como es inherente a su rol- regalándonos mucho más que su paciencia y su ternura; impregnando nuestra alma con la huella de la suya. Con sus cuentos, con sus cariños, con sus nanas, con sus cuidados, con su risa y… con sus particulares modos de hacer y deshacer. Ella nos enseñó a contar, a amar, a cuidar, a reír y… a hacer y deshacer. Ante todo, ella nos ayudó a ser.

No se la podía querer menos en el lugar y, de repente, a mitad del juego y de la risa, se la quisieron llevar. Nos la quisieron quitar. No lo consentiríamos; aunque tuviésemos que apretar más de lo que nuestras fuerzas nos permitiesen. Tal vez, si todas nos esforzábamos un poquito más de lo posible…

A lo largo del proceso, hubo un tiempo en el que sus manos se volvieron resbaladizas de tanto llorar. Tuvimos que aunar fuerzas, reforzando la cadena en eslabones dobles, asegurándonos de que si una de nuestras manos amenazaba con escurrirse, otra salvaría el vacío al menos durante el instante en que la otra se recargase de nueva energía para volver a reforzar. Nos metamorfoseamos así en una cadena más corta, pero menos frágil. Las lágrimas parecían provenir de un manantial sin fin y llegaron a proyectar un poder contagioso sobre los primeros eslabones que contemplaban más de cerca cuán próximas estuvieron algunas veces sus manos de deslizarse -sutiles, silenciosas- entre las propias. Para siempre.

La cadena no cedió.

Una eternidad después, las lágrimas -exhaustas- fueron remitiendo muy, muy parsimoniosamente. Ello nos recargó a todas de fuerzas para no abandonar. Supimos que, bien que sin llegar a soltar, podríamos volver a respirar. Sin embargo, con el tiempo aprendimos que -aunque por un momento lo creímos- jamás dejarían de acechar: aprovecharían la menor ocasión para volver a atacar infiltrándose a través del punto más flaco. Por ello, convendría no llegar a bajar del todo la guardia.

Tal como nuestras sospechas apuntaban, al cabo de un rato de calma y aparente sosiego llegó una nueva tormenta. Una nueva batalla que librar. Esta vez más breve; también más intensa. Esta ocasión no la protagonizarían las lágrimas, sino el ímpetu incesante del arrebato.

Así, durante un buen rato más, estuvimos apretando nuestras manos unas con otras… A sabiendas, en secreto, de que ella era quien más fuerte apretaba. Quien más tenacidad demostraba. Quien más garra hincó para no escapársele, a la vida, de las manos.

Y de nuevo venció. Su fuerza, su agarre, su risa ganó. Las contiendas, claro está, no la dejarían libre de cicatrices, pues las manos más cercanas percibirían las múltiples secuelas que aquellas dejarían tras su marcha. Pero qué podían suponer -ante todo cuanto superó- unas pequeñas marcas que, si bien quedaron para recordarle los episodios transcurridos, no le impedirían volver a disfrutar de lo que la rodeaba con serenidad y relativa placidez. Así, ella, sabiéndose vencedora de los asaltos más férreos, recuperó su arma más letal contra la oscuridad de la nada: la alegría de vivir.

Vitalismo: energía vital que pasa de la potencia al acto para convertirse en Ella. En mi heroína más viva y palpable. En un modelo de valentía a seguir.

A Ella. Y también a todas las demás mujeres que han tenido que librar, o lo continúan haciendo, batallas contra la guadaña del cáncer.

Silvia Ripoll Gadea