El santo de la abuela
Cada vez que íbamos a casa de la abuela por su cumpleaños, lo que más nos gustaba era cuando ya, a poco más de media tarde, comenzaba a encender las luces del salón, porque anochecía muy pronto, y teníamos que llevar allí todas las sillas de la casa, incluso el sillón donde se sentó el Gobernador de Filipinas y el otro sillón pequeñito, pequeñito, donde se sentó la Gobernadora. Porque, antes de la merienda, había siempre una sesión de marionetas o de cine que nos ponía mi tía Laura, la hermana de mi madre: «El Gordo y el Flaco» o «Charlot», y las marionetas eran de cuando los Reyes Magos fueron a visitar a Herodes, pero no llegaban nunca porque una niña mora, que era cristiana y también mora, iba delante de ellos con una vela y les decía:
-¡Por aquí!
Y los hacía dar vueltas y vueltas y vueltas hasta que los Reyes se hartaban y decían mirando un reloj;
-¡Ya no tenemos tiempo! ¡Tenemos que ir a Belén directamente!
Y, entonces, aplaudíamos mucho. Como cuando, luego, se presentaba Herodes con los guardias, en el pueblo, para degollar a los niños, y el alcalde le decía:
-Este año, en este pueblo, sólo han nacido cerditos.
Y, entonces, salían los niños disfrazados de cerditos y haciendo «¡gu, gu, gu!», Y Herodes y los guardias echaban a correr. Bien bonito que era y, luego ya, merendábamos y la abuela nos ponía en corro delante del sillón donde se había sentado el Gobernador de Filipinas y de la silla pequeñita, pequeñita, en que se había sentado la Gobernadora y nos contaba su historia.
-¿Y era tan chiquita la Gobernadora, abuela? -preguntábamos.
-Sí -decía la abuela.
-¿Y por qué era tan chiquita? -decíamos nosotros.
Y contestaba la abuela:
-Porque de niña no tomaba aceite de hígado de bacalao.
Y teníamos que decir:
-¡Ah!
Porque si decíamos que qué asco o así, los Reyes, que eran al otro día, te traían un frasco de hígado de bacalao, seguro.
José Jiménez Lozano