Ensayos (65)
No encuentro nada tan caro como aquello que se me da y aquello por lo que mi voluntad queda hipotecada so pretexto de gratitud, y prefiero recibir los favores que están en venta. Desde luego: por éstos sólo doy dinero, por los otros, me doy a mí mismo. El lazo que me sujeta por ley de honestidad, paréceme harto más apretado y pesado que el de la obligación civil. Un notario me ata más suavemente que yo mismo. ¿No es lógico que mi conciencia se sienta harto más comprometida por el hecho de que se hayan fiado simplemente de ella? De otro modo, mi palabra nada debe pues nada han prestado; ¡ayúdense con la garantía y seguridad que han conseguido fuera de mí! Preferiría con mucho romper la prisión de una muralla y de las leyes, que la de mi palabra. Soy riguroso hasta la superstición para observar mis promesas y de buena gana las hago para todo inciertas y condicionadas. A aquéllas cuyo peso es nulo, les doy peso por el celo de mis principios; me atormentan y me cargan con su propio interés. Sí, en las empresas sólo mías y libres, si digo su meta, paréceme que me la impongo y que ponerla en conocimiento de otros es ordenármela a mí mismo; paréceme que lo prometo al decirlo. Por ello, aireo poco mis proyectos.
No encuentro nada tan caro como aquello que se me da y aquello por lo que mi voluntad queda hipotecada so pretexto de gratitud, y prefiero recibir los favores que están en venta. Desde luego: por éstos sólo doy dinero, por los otros, me doy a mí mismo. El lazo que me sujeta por ley de honestidad, paréceme harto más apretado y pesado que el de la obligación civil. Un notario me ata más suavemente que yo mismo. ¿No es lógico que mi conciencia se sienta harto más comprometida por el hecho de que se hayan fiado simplemente de ella? De otro modo, mi palabra nada debe pues nada han prestado; ¡ayúdense con la garantía y seguridad que han conseguido fuera de mí! Preferiría con mucho romper la prisión de una muralla y de las leyes, que la de mi palabra. Soy riguroso hasta la superstición para observar mis promesas y de buena gana las hago para todo inciertas y condicionadas. A aquéllas cuyo peso es nulo, les doy peso por el celo de mis principios; me atormentan y me cargan con su propio interés. Sí, en las empresas sólo mías y libres, si digo su meta, paréceme que me la impongo y que ponerla en conocimiento de otros es ordenármela a mí mismo; paréceme que lo prometo al decirlo. Por ello, aireo poco mis proyectos.
La naturaleza nos ha puesto en el mundo libres y desligados; nosotros nos aprisionamos en ciertos estrechos; así como los reyes de Persia, los cuales obligábanse a no beber jamás de otra agua que de la del río Coaspes, renunciaban por necedad al derecho de usar de cualquier otra y secaban con su mirada el resto del mundo.
-¿Qué se me da? No lo emprendo para volver, ni para terminarlo; empréndolo sólo para moverme ahora que me place moverme. Y paséome por pasearme. Aquéllos que corren tras un beneficio o una liebre, no corren; corren aquéllos que corren vallas y para ejercitarse en la carrera.
Damos a nuestras desgracias más importancia de la que tienen, para provocar sus lágrimas, y la entereza que elogiamos en cada cual para soportar su mala fortuna, criticámosla reprochándosela a nuestros íntimos, cuando se trata de la nuestra. No nos contentamos con que se enteren de nuestros males si no se afligen. Hemos de hacer extensiva la alegría, mas restringir la tristeza todo cuanto podamos. Quien se haga compadecer sin razón es hombre al que no se ha de compadecer cuando haya razón para ello. El quejarse siempre es cosa para no ser nunca compadecido, al querer inspirar lástima tan a menudo que no se sea lastimoso para nadie. Quien se hace el muerto estando vivo corre el riesgo de que lo crean vivo estando moribundo. He visto a algunos enojarse porque les hallaran el rostro fresco y el pulso pausado, y aguantar la risa por revelar ésta su curación, y odiar la salud por no ser digna de conmiseración. Y lo más grande es que no eran mujeres.
Seguiría francamente el ejemplo del filósofo Bión, Quería picarlos Antígono con el tema de sus orígenes; cortóle drásticamente: Soy, dijo, hijo de un siervo, carnicero, estigmatizado, y de una puta con la que casó mi padre por bajeza de su fortuna. A ambos los castigaron por algún delito. Compróme un orador siendo niño, por hallarme agradable, al morir dejóme todos sus bienes y, tras traer éstos a esta ciudad de Atenas, dediquéme a la filosofía. No se molesten los historiadores buscando noticias sobre mí; diréles cuanto hay. La confesión generosa y libre debilita el reproche y desarma la injuria.
Apenas si he perdido de vista el campanario de mi pueblo.
«Cada uno sufre sus propios castigos.» (Virgilio, Eneida, VI. 743).
Montaigne, Michel de