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martes, 10 de diciembre de 2019

Faros del mundo (3)




Ensayos (60)

Creían que la existencia del mundo se dividía en cinco épocas y en la vida de cinco soles consecutivos, de los cuales los cuatro primeros habían cumplido ya su tiempo y que el que los alumbraba era el quinto. El primero feneció con todas las demás criaturas por inundación general de las aguas; el segundo, por la caída del cielo sobre nosotros, que aplastó a todo ser vivo, época a la que atribuían los gigantes, y mostraron a los españoles unas osamentas en proporción a las cuales la estatura de los hombres venía a ser de veinte palmos de altura; el tercero, por un fuego que todo lo abrasó y consumió; el cuarto, por una ráfaga de viento que derribó incluso muchas montañas; los hombres no murieron, mas convirtiéronse en monos (¡qué impresiones no sufre la cobardía de la credulidad humana!); tras la muerte de aquel cuarto sol, el mundo estuvo veinticinco años en continuas tinieblas, al décimoquinto de los cuales fueron creados un hombre y una mujer que volvieron a hacer la raza humana; diez años después, cierto día, apareció el sol de nuevo creado; y desde entonces, comienza la cuenta de sus años por ese día. Al tercer día de su creación murieron los antiguos dioses; los nuevos nacieron después, de la noche a la mañana. Nada ha sabido mi autor de lo que piensan acerca de cómo morirá este último sol. Mas el año de ese cuarto cambio coincide con esa gran conjunción de los astros que produjo, hace unos ochocientos y pico años, según estiman los astrólogos, muchas grandes alteraciones y novedades en el mundo.

Por esto, decía Carnéades que los hijos de los príncipes sólo aprenden a derechas a manejar el caballo pues en cualquier otro ejercicio ceden todos ante ellos dándoles la victoria; mas un caballo, que no es ni adulador ni cortesano, lanza al suelo al hijo de un rey como lo haría con el de un zapatero. Viose obligado Homero a consentir que Venus, diosa tan dulce y tan delicada, fuera herida en el combate de Troya, para darle valor y osadía, cualidades que en modo alguno residen en aquéllos que están libres de peligro. Hacen enfadar, temer, huir, sentir celos, dolerse y apasionarse a los dioses, para honrarlos con las virtudes que se construyen entre nosotros con esas imperfecciones.

Todos los seguidores de Alejandro llevaban la cabeza inclinada hacia un lado; y los aduladores de Dionisio chocaban entre ellos en presencia suya, empujaban y tiraban todo cuanto se hallaba a sus pies, para decir que eran tan cortos de vista como él. Las hernias también alcanzaron a veces celebridad y favor. He visto fingir sordera; y porque su señor odiaba a su mujer, vio Plutarco cómo algunos cortesanos repudiaban a las suyas, a las que amaban. Y lo que es más, la lujuria y el libertinaje se han visto acreditados; al igual que la deslealtad, las blasfemias, la crueldad; como la herejía; como la superstición, la irreligiosidad, la molicie; y aún peor, si es que hay algo peor: siguiendo, con mayor peligro aún, el ejemplo de los aduladores de Mitrídates, los cuales, porque su señor envidiaba el honor de buen médico, ofreciánle sus miembros para que los sajara y cauterizara; pues estos otros sufren cauterizarse el alma, parte más delicada y más noble.
Mas, para terminar por donde empecé, estando Adriano, el emperador, discutiendo con el filósofo Favorino, entrególe éste en seguida la victoria. Al reprochárselo sus amigos, dijo: os burláis de mí; ¿acaso queréis que no sea más sabio que yo, el que manda sobre treinta legiones? Augusto escribió unos versos contra Asinio Polión: y yo, dijo Folión, me callo; no es sensato escribir contra aquél que puede proscribir. Y tenían razón. Pues Dionisio, por no poder igualarse con Filoxeno en poesía y con Platón en juicio, condenó al uno a las canteras y envió al otro a la isla de Egina para que lo vendieran como esclavo.

Busco más, en verdad, el trato con aquéllos que me atacan que el de aquéllos que me temen. Es un placer soso y perjudicial el de habérselas con gentes que nos admiran y dejan paso. Antístenes ordenó a sus hijos que jamás agradecieran ni favorecieran a un hombre que los alabase. Yo me siento tan orgulloso de la victoria que obtengo sobre mí mismo cuando, en medio del ardor del combate, me inclino ante la fuerza de la razón de mi adversario, que no me alegro de la victoria que obtengo sobre él por su debilidad.

Montaigne, Michel de