Ensayos (64)
Es triste estar en un lugar en el que todo cuanto veis os atarea y concierne. Y paréceme que gozo más alegremente de los placeres de una casa ajena y que los saboreo más sencillamente. Diógenes respondió a mi modo a aquél que le preguntó qué clase de vino encontraba mejor: El ajeno, dijo.
El rey Filipo agrupó a los hombres más crueles e incorregibles que pudo hallar y albergólos a todos en una ciudad que les hizo construir y que llevaba su nombre. Estimo que erigieron de los propios vicios, una contextura política entre ellos y una cómoda y justa sociedad.
Pacuvio Calavio corrigió el vicio de este proceder con un ejemplo insigne. Habíanse rebelado sus conciudadanos contra las instituciones. Él, personaje de gran autoridad en la ciudad de Capua, halló el medio un día de encerrar al Senado en palacio, y, tras convocar al pueblo en la plaza, díjoles que había llegado el día en el que podían vengarse con plena libertad de los tiranos que durante tanto tiempo le habían oprimido, a los cuales tenía a su merced solos y desarmados. Opinó que los sacaran a uno tras otro echándolo a suertes y que sobre cada uno ordenasen particularmente haciendo ejecutar de inmediato lo que fuere decretado, con tal de que también al mismo tiempo nombrasen a algún hombre de bien para ocupar el lugar del condenado, a fin de que no quedase vacío el cargo. En cuanto hubieron oído el nombre de un senador, elevóse un grito de descontento general contra él. Bien veo, dijo Pacuvio, que es menester deponer a éste: es un malvado; busquemos a uno bueno a cambio. Hízose un repentino silencio por verse todo el mundo incapaz de elegir; al más descarado que primero propuso el suyo, he aquí que le contesta un vocerío aún más de acuerdo para rechazar a éste con cien imperfecciones y justas causas para no aceptarle. Habiéndose encendido aquellas preferencias contradictorias, aconteció aún peor con el segundo senador y con el tercero; tanta discordia para la elección como acuerdo para la dimisión. Tras cansarse inútilmente con aquel disturbio, comienzan unos aquí, otros allá, a abandonar poco a poco la asamblea, todos con esta conclusión en el alma, que más vale malo conocido que bueno por conocer.
En todas nuestras situaciones nos comparamos con aquellos que está por encima de nosotros y miramos a aquéllos que están mejor. Midámonos con lo que está por debajo: no hay nadie tan contrahecho que no halle mil ejemplos con los que consolarse. Tenemos el vicio de preferir ver lo que está detrás de nosotros a lo que está delante. Y así decía Solón que, si se amontonaran todos los males juntos, no habría nadie que no escogiera el quedarse con los males que tiene antes que llegar a la división legítima con los demás hombres de aquel montón de males, y tomar su parte correspondiente. ¿Que está mal nuestra sociedad? Otras estuvieron sin embargo más enfermas y no murieron. Los dioses juegan a la pelota con nosotros y nos agitan sin cesar: Enimvero Dii nos homines quasi pilas habent. («Los dioses nos tienen a los hombres casi como si fuéramos pelotas.» (Plauto, Captivi, Prólogo, 22).)
Lincestis, acusado de conjuración contra Alejandro, el día en que fue llevado ante el ejército, según la costumbre, para ser oídas sus defensas, tenía en la cabeza un discurso estudiado del cual pronunció algunas palabras, con tono vacilante y tartamudeando. Como se turbaba cada vez más, mientras lucha con su memoria y la tantea, he aquí que lo matan a golpes de pica los soldados que más cerca están de él, teniéndolo por convicto. Su estupor y su silencio sirvióles de confesión: habiendo tenido en la prisión tanto tiempo para prepararse, no es, en su opinión, que le falle la memoria, sino que la conciencia le brida la lengua y le quita la fuerza. ¡Muy bien pensado en verdad! Impresiona el lugar, la asistencia, la expectación, incluso cuando sólo está en juego la ambición de hablar bien. ¿Qué no ocurrirá cuando la consecuencia del discurso es la propia vida?
«Nihil est his qui placere volunt tam adversarium quam expectatio» Nada les es más adverso a los que quieren gustar que dejar esperar mucho de ellos.» (Cicerón, Académicas, II. 4).
Montaigne, Michel de