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jueves, 12 de diciembre de 2019

El Cavall de Barcelona




El Cavall de Barcelona, es un caballo intemporal, testimonio directo de la evolución de la ciudad, transcendente en el tiempo, recuerda todas las experiencias que ha vivido, desde antes de que los romanos fundaran Barcino.
Con estos marcapáginas, autores barceloneses, rinden homenaje al Cavall de Barcelona.  
Los marcapáginas (en catalán, castellano  e inglés) se pueden descargar clicando en El Cavall de Barcelona.

Ensayos (61)

Amo y honro el saber tanto como aquéllos que lo poseen; y, usándolo bien, es la más noble y poderosa adquisición de los hombres. Mas en aquéllos (y son número infinito) que basan en él su mérito y valor fundamental, que confunden el entendimiento con la memoria, «sub aliena umbra latentes» (Que se ocultan en la sombra de otro (Séneca, Cartas, 33), ya nada pueden si no es con un libro, ódiolo, por así decirlo, más que la necedad. En mi país y en estos tiempos, la ciencia enmienda bastante la bolsa, rara vez el alma. Si se topa con una roma, la agobia y ahoga, como masa cruda e indigesta; si es con una preclara, suele purificarla, agudizarla y sutilizarla hasta su anulación. Es cosa de calidad más o menos indiferente, muy útil accesorio para un alma bien nacida y pernicioso y nocivo para otra alma; o más bien cosa de uso muy precioso que no se deja poseer a bajo precio; en ciertas manos es un cetro, en otras, el atributo de la locura.

Tan necio puede parecer el que habla con verdad como el que habla falsamente, pues nos ocupamos de la manera, no de la materia del decir. Yo tiendo a considerar tanto la forma como la sustancia, tanto al abogado como a la causa, así como ordenaba Alcibíades.
Y cada día me entretengo leyendo a autores, sin cuidarme de su ciencia, buscando en ellos el estilo no el tema. Al igual que trato de comunicarme con alguna inteligencia famosa no para que me enseñe sino para conocerla.

Habiéndosele preguntado a Misón, uno de los siete sabios, de tendencias timonianas y democristianas, por qué se reía solo, contestó: Por eso mismo, porque me río solo.
¡Cuántas tonterías digo y respondo cada día, según yo mismo! Y seguro por lo tanto que muchas más según los demás! Si yo me muerdo los labios, ¿qué no harán los demás? En suma, que hemos de vivir entre los vivos y dejar correr el río bajo el puente sin cuidarnos de ello, o al menos, sin alterarnos. Mas, es más, ¿por qué nos topamos sin indignarnos con alguien que tiene el cuerpo jorobado y contrahecho, y no podemos sufrir el encuentro con una inteligencia mal organizada, sin montar en cólera? Esta viciosa severidad proviene más del juez que de la falta. Tengamos siempre en los labios esta frase de Platón: Lo que hallo malsano, ¿no es porque yo mismo soy malsano? ¿No tengo yo mismo culpa? ¿No puede mi acusación volverse contra mí? Sabia y divina sentencia que azota el error más común y general de los hombres. No sólo los reproches que nos hacemos unos a otros, sino nuestras razones también y nuestros argumentos en las materias de controversia, pueden volverse de ordinario contra nosotros, y nos herimos con nuestras propias armas. De todo ello me ha dejado la antigüedad graves ejemplos. Dijo harto ingeniosamente y harto a propósito aquél que inventó esto: Stercus cuique suum bene olet.  («A cada uno le gusta el olor de su estiércol» (Erasmo, Adagios, III. IV.2).

Igualmente, no basta con que aquéllos que nos dirigen y gobiernan, aquéllos que tienen el mundo en sus manos, tengan un entendimiento común, con que puedan lo que nosotros podemos; están muy por debajo de nosotros si no están muy por encima. Como prometen más, también deben más. Y por ello, el silencio no sólo es en ellos actitud respetable y seria, sino también a menudo provechosa y ahorrativa: pues Megabises, habiendo ido a ver a Apeles a su taller, estuvo largo tiempo sin decir palabra y luego comenzó a discurrir sobre sus obras, por lo que recibió esta dura reprimenda: Mientras guardaste silencio parecías alguien importante a causa de tus cadenas y de tu pompa, mas ahora que te hemos oído hablar, hasta los mancebos de mi estudio te desprecian. Aquellos magníficos atuendos, aquel gran aparato, no le permitían tener la ignorancia popular ni hablar con desacierto de la pintura: había de mantener, callado, aquella externa y presunta inteligencia. ¡A cuántas almas necias sirvió en mis tiempos un rostro frío y taciturno como título de prudencia y capacidad!

Montaigne, Michel de