Blogs que sigo

jueves, 26 de diciembre de 2019

Leonardo da Vinci


Ensayos (67)

No he visto fantasma ni milagro en el mundo más evidente que yo mismo. Se acostumbra uno a toda extrañeza por el hábito y el tiempo, mas cuanto más me trato y me conozco, más me asombra mi deformidad y menos me entiendo.

«Admiramos las cosas cuyo alejamiento nos engaña.» (Séneca, Epístolas, 118)

Habíase entretenido un joven del lugar imitando la voz de un espíritu, sin pensar en más astucia que en gozar de una broma para aquel momento. Habiéndole salido mejor de lo que esperaba, para ampliar su farsa con más recursos, asocióse con una moza del pueblo, harto estúpida y necia; y al final fueron tres, de la misma edad y parecida inteligencia; y de sermones domésticos pasaron a sermones públicos, escondiéndose bajo el altar de la iglesia, hablando sólo de noche y prohibiendo que se llevase allí luz alguna. De palabras referidas a la conversión del mundo y a la amenaza del día del juicio (pues son temas tras cuya autoridad y respeto ocúltase más fácilmente la impostura), pasaron a ciertas visiones y movimientos tan necios y ridículos que apenas si hay algo tan burdo en los juegos de los niños. Sin embargo, si hubiera querido concederles cierto favor la fortuna, ¿quién sabe hasta dónde habría llegado la broma? Aquellos pobres diablos están ahora en prisión y cargarán probablemente con la pena de la estupidez común, y no sé si algún juez no vengará en ellos la suya. Vemos claro en ésta que ha sido descubierta, mas en muchas cosas del mismo orden que están fuera de nuestro conocimiento, soy de la opinión de dejar en suspenso nuestro juicio, tanto para rechazar como para aceptar.
Se da lugar a muchos engaños en el mundo, o por decirlo más osadamente, todos los engaños del mundo tienen lugar porque nos enseñan a temer el mostrar nuestra ignorancia y porque nos vemos obligados a aceptar todo cuanto no podemos refutar. Hablamos de todo con seguridad y convicción. El proceder de Roma consistía en que lo que un testigo declaraba haber visto con sus propios ojos y lo que un juez ordenaba con su más cierto saber, concebíase con este modo de hablar: paréceme. Me hacen odiar las cosas verosímiles cuando me las imponen como cosas infalibles. Gusto de esas palabras que suavizan y moderan la temeridad de nuestras afirmaciones: Quizá, En cierto modo, Algo, Dicen, Creo y otras semejantes. Y si tuviera que educar a los niños, pondríales tanto en los labios esa manera de responder inquisitiva y no resolutiva: ¿Qué quiere decir? No lo entiendo, podría ser, ¿Es verdad?, que habrían conservado las maneras de los aprendices con sesenta años antes que parecer doctores con diez, como ocurre. Quien quiera curarse de su ignorancia ha de confesarla. Iris es hija de Taumante. Es la admiración el fundamento de toda filosofía, la inquisición su progreso, la ignorancia su final. Incluso hay cierta ignorancia fuerte y generosa que nada tiene que envidiarle en honor y en valor a la ciencia, ignorancia que para concebida no es menester menos ciencia que para concebir la ciencia.
Vi en mi infancia un proceso que, Corras, consejero de Toulouse, mandó imprimir, sobre un hecho extraño de dos hombres que se hacían pasar el uno por el otro. Recuerdo (y tampoco recuerdo más) que me pareció que describía la impostura de aquél al que juzgó culpable (por mediación de la magia) como algo tan prodigioso y fuera de nuestro conocimiento y del suyo que era el juez, que consideré muy osado el veredicto que lo condenó a ser colgado. Aceptemos una forma de sentencia que diga: Nada entienden los tribunales, más libre e ingenuamente que los areopagitas, los cuales, viéndose abrumados por una causa que no podían aclarar, ordenaron que las partes volvieran a los cien años.

Dios ha de ser creído, esto es en verdad muy razonable; mas no sin embargo uno de nosotros que se admira de su propio relato (y admírase necesariamente si no ha perdido el juicio), ya lo emplee para un hecho ajeno, ya lo emplee contra sí mismo.

Quien impone su idea por la fuerza y la autoridad, muestra que su razón es débil. 

Montaigne, Michel de