Ensayos (63)
«Ciertamente transcribo más cosas de las que creo, pues no sabría ni dar por seguras aquellas de las que dudo, ni suprimir las que son transmitidas por la tradición» (Quinto Curcio, IX. 1).
Y así he visto a un gentilhombre que sólo comunicaba su vida por las operaciones de su vientre; podíais ver en su casa, expuestos en orden, los orinales de siete u ocho días; constituían su estudio, su conversación; asqueábale cualquier otro tema. Son éstos, algo más civiles, los excrementos de un viejo magín, ora duro, ora débil y siempre indigesto. ¿Y cuándo terminaré de representar la continua agitación y mutación de mis pensamientos, sea cual sea la materia en la que caigan, dado que Diomedes llenó seis mil libros únicamente sobre el tema de la gramática? ¿Qué no ha de producir la cháchara puesto que el tartamudeo y el desencadenamiento de la lengua asfixió al mundo con tan horrible carga de volúmenes? ¡Tantas palabras sólo por las palabras!
Y el médico Filótimo díjole a uno que le tendía el dedo para que se lo vendara y en el cual reconoció por el rostro y el aliento una úlcera pulmonar: Amigo mío, no es ahora momento para entretenerte con las uñas.
Sin embargo, a propósito de esto, vi hace algunos años cómo un personaje, cuya memoria recuerdo singularmente, en medio de nuestros grandes males cuando no había ni ley ni justicia ni institución que cumpliese con su deber, como tampoco ahora, fue a publicar no sé qué insignificantes reformas sobre los vestidos, la cocina y el comer. Son diversiones con las que alimentan a un pueblo mal dirigido, para decir que no lo han olvidado del todo. Lo mismo hacen estos otros que se detienen a prohibir con insistencia ciertas maneras de hablar, las danzas y los juegos, a un pueblo perdido por toda suerte de vicios execrables. No es tiempo ya de lavarse y limpiarse cuando uno es ya víctima de una buena calentura. Sólo corresponde a los espartanos el ponerse a peinarse y a acicalarse cuando están a punto de lanzar su vida a un riesgo extremo.
Participo yo de ello. Los que están en el otro extremo y se gozan de ellos mismos y estiman lo que tienen por encima de lo demás y no reconocen forma alguna más bella que la que ven, si no son más avispados que nosotros, sí son más felices ciertamente. No envidio su juicio más sí su buena fortuna.
Aparte del zapato nuevo y bien formado de aquel hombre de antaño, que sin embargo os hace daño en el pie; y de que el extranjero no sabe cuánto os cuesta la apariencia de ese orden que se ve en vuestra familia, que tanto os esforzáis por mantener y que quizás compráis demasiado caro.
Y cada cual provee suficientemente a sus hijos, si les provee de moda que tengan lo que él. En modo alguno estoy de acuerdo con el gesto de Crates. Dejó su dinero en un banco con esta condición: si sus hijos eran unos necios, que se lo dieran; si eran hábiles que lo distribuyeran entre los más simples del pueblo. Como si los necios por ser menos capaces de pasarse sin él, fueran más capaces de hacer uso de las riquezas.
Montaigne, Michel de