En cuanto a aquellos filósofos, decía, como eran grandes en ciencia, lo eran aún más en todos sus actos. Y así como cuentan de un geómetra de Siracusa que habiéndose distraído de su contemplación para poner algo en práctica en defensa de su país, puso en marcha repentinamente espantosos artilugios, llevando la acción más allá de toda humana imaginación; y desdeñó él mismo, sin embargo, todos aquellos artefactos suyos, pensando que había corrompido con ellos la dignidad de su arte, del que sus obras no eran más que aprendizaje y juguete; asimismo a ellos, si alguna vez les pusieron a prueba en la acción, se les vio volar tan alto que parecía que su corazón y su alma hubiesen aumentado prodigiosamente, enriqueciéndose con la inteligencia de las cosas. Mas algunos, viendo el puesto del gobierno político ocupado por hombres incapaces, se exiliaron y aquél que preguntó a Crates hasta cuándo sería menester filosofar, recibió esta respuesta: Hasta que ya no sean unos arrieros quienes conducen nuestros ejércitos.
Se nos instruye, no para la vida, sino para la escuela (Séneca. Cartas, 115)
Cuando Agesilao invita a Jenofonte a enviar a sus hijos a educarse a Esparta, no es para que aprendan allí la retórica o la dialéctica, sino para que aprendan (según dice) la ciencia más bella que pueda haber: la ciencia de obedecer y de mandar.
Cuando los godos arrasaron Grecia, lo que hizo que se salvaran todas las bibliotecas de ser incendiadas, fue que uno de ellos sembró la idea de que habían de dejar todos aquellos libros a los enemigos, pues eran propios para desviarles del ejercicio militar y para entretenerles en ocupaciones sedentarias y ociosas. Cuando nuestro rey Carlos VIII, viose dueño y señor del reino de Nápoles y de buena parte de la Toscana sin haber desenfundado la espada, los señores de su séquito atribuyeron aquella inesperada facilidad en la conquista, a que los príncipes y nobles de Italia ocupábanse más, en resultar ingeniosos y sabios que vigorosos y guerreros.
Pues si abraza las opiniones de Jenofonte y de Platón por propio razonamiento ya no serán de ellos sino suyas. El que sigue a otro, no sigue nada. Nada halla porque nada busca. «Non sumus sub rege; sibi quisque se vindicet». Que al menos sepa que sabe. Ha de imbuirse de sus actitudes, no aprender sus preceptos. Y que tenga la osadía de olvidar, si quiere, de dónde le vienen, mas sabiendo apropiárselas. La verdad y la razón son patrimonio de cada uno y no pertenecen más a quien las ha dicho primero que a quien las dice después. No es más el parecer de Platón que el mío, puesto que tanto él como yo vémoslo y entendémoslo de igual manera. Las abejas picotean en ésta y en aquella flor; mas después hacen con ello la miel que es de todas; ya no es ni tomillo ni mejorana.
Hay en Plutarco muchos razonamientos extensos muy dignos de ser conocidos, pues a mi parecer, es el maestro en esa tarea; mas hay otros mil que no hizo sino esbozar simplemente: señalando solamente con el dedo por donde hemos de ir, si nos place, y contentándose a veces con tocar lo fundamental de una idea. Es menester arrancarlas de allí y sacarlas a la luz pública. Como aquella anécdota suya acerca de los habitantes de Asia que sólo servían a uno, por no saber pronunciar una sola sílaba, el no, diole materia y ocasión a La Boétie para su «Servidumbre voluntaria». Incluso el solo hecho de verle seleccionar un acto sin importancia en la vida de un hombre, o una palabra que parece no tener trascendencia, es ya un pensamiento. Es una lástima que las gentes de inteligencia gusten tanto la brevedad; indudablemente gana con ello su reputación; mas nosotros ganamos menos.
Montaigne, Michel de