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martes, 3 de septiembre de 2019

Portugal - Alcácer do Sal




Ensayos (11)

El provecho de unos es perjuicio para otros:

Demades, el ateniense, condenó a un hombre de su ciudad que tenía por oficio, vender las cosas necesarias para los entierros, so pretexto de que sacaba demasiado provecho y que este provecho no podía venirle sin la muerte de mucha gente. Este juicio parece ser erróneo: pues no se saca provecho alguno sin perjuicio para otro y por ese camino se habría de condenar todo tipo de ganancia.
El mercader no hace buen negocio sin los desórdenes de la juventud; el labrador, sin la carestía del trigo; el arquitecto sin la ruina de las casas; los oficiales de la justicia, sin los procesos y querellas de los hombres; el propio honor y trabajo de los ministros de la religión nace de nuestra muerte y de nuestros vicios. Ningún médico se alegra ni siquiera de la salud de sus amigos, dice el antiguo cómico griego, ni ningún soldado, de la paz de su ciudad; y así todos los demás. Y peor aún, que cada cual sondee en su interior y verá que nuestros íntimos deseos, en su mayor parte, nacen y se alimentan a expensas de los demás.
Considerando esto, se me ha venido a la imaginación que la naturaleza no se desdice en modo alguno con esto, de su organización general, pues los físicos consideran que el nacimiento, la nutrición y el alimento de cada cosa supone la alteración y corrupción de otra:
Nam quodcunque suis mutatum finibus exit 
continuo hoc mots est illius, quod fuit ante.
("En todo cuerpo que se transforma y cambia de naturaleza, muere inmediatamente su forma anterior" Lucrecio, II 753-III. 519)

El que inventó este cuento paréceme que comprendió muy bien la fuerza de la costumbre: una mujer de un pueblo habiendo aprendido a acariciar y a llevar en sus brazos a un ternero desde que este nació, siguió haciéndolo siempre y ocurrióle que por costumbre, cuando llegó a ser buey grande, aún lo llevaba. 

Acabo de ver en mi tierra a un hombrecillo natural de Nantes, nacido sin brazos y que se ha adiestrado tan bien los pies en el servicio que le debían las manos que en verdad que casi han olvidado su natural oficio. Llámales manos, corta, carga y dispara una pistola, enhebra la aguja, cose, escribe, se quita el sombrero, se peina, juega a las cartas y a los dados y muévelos con tanta destreza como cualquier otro haría; el dinero que le di (pues se gana la vida exhibiéndose) llevóselo con el pie, como lo hacemos nosotros con la mano. Vi a otro cuando era niño, que manejaba una espada de dos manos y una alabarda, doblando el cuello a falta de manos lanzábalas al aire y volvíalas a coger, lanzaba una daga y hacía restallar el látigo como el mejor carretero de Francia.

Hagamos sitio aquí a una historia. Un gentilhombre francés sonábase siempre con la mano; cosa muy contraria a nuestras costumbres. Por defender su manera de actuar (y era famoso por sus ocurrencias) preguntóme qué privilegio tenía ese sucio excremento para que lo recibiésemos en un delicado tejido y, lo que es más, lo empaquetásemos y apretásemos cuidadosamente contra nosotros; que esto debería producir mayor asco y horror que verlo echar en cualquier otro lugar, como hacemos con todos los demás excrementos. Hallé que no le faltaba razón; y que la costumbre había hecho que no me percatara de esta rareza que, sin embargo, encontramos tan asquerosa cuando nos la cuentan de otro país.

Montaigne, Michel de