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domingo, 15 de septiembre de 2019

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Ensayos (17)

Contaré un relato más. Algunos de estos pueblos, habiendo sido vencidos por él, enviaron mensajeros para reconocerle y conseguir su amistad; éstos, presentáronle tres clases de presentes, de la forma siguiente: Señor aquí tienes cinco esclavos; si eres un dios fiero que te alimentas de carne y de sangre, cómelos y te amaremos aún más; si eres un dios bondadoso, he aquí incienso y plumas; si eres hombre, toma estos pájaros y estos frutos.

Abarcamos todo mas sólo cogemos viento. 

Parece que se producen movimientos ya naturales, ya febriles, en esos grandes cuerpos, así como en los nuestros. Cuando pienso en la erosión que deja el río Dordoña actualmente, por la orilla derecha al bajar, y en el terreno que ha ganado en veinte años destruyendo la base de varios edificios, me doy cuenta de que es un movimiento extraordinario; pues si hubiese llevado siempre ese ritmo o lo fuese a llevar en el futuro, trastocaría el aspecto del mundo. Mas están a la merced de muchos cambios: tan pronto se ensanchan por un lado como por otro; como se contienen. No hablo de las repentinas inundaciones cuyas causas conocemos. En Medoc, al borde del mar, mi hermano, señor de Arsac, ha visto como quedaba sepultada una de sus tierras bajo las arenas que el mar vomita ante ella; la cima de algunos edificios aún sobresale; sus rentas y tierras hanse trocado en pobres pastizales. Dicen los habitantes que desde hace algún tiempo, el mar empuja con tal fuerza hacia ellos que han perdido cuatro leguas de tierra. Esas arenas son sus preliminares; y vemos grandes montones de arena en movimiento que se adelantan media legua, comiéndose el país.

El otro testimonio de los tiempos antiguos con el que se quiere relacionar este descubrimiento, es de Aristóteles, al menos sí es suyo ese libreto de «las maravillas inauditas». Cuenta en él que algunos cartagineses, habiéndose lanzado a través del mar Atlántico fuera del estrecho de Gibraltar y habiendo navegado durante largo tiempo, descubrieron por fin una isla grande y fértil, cubierta de bosques y regada por anchos y profundos ríos, muy alejada de cualquier tierra firme; y que ellos y después otros, atraídos por la riqueza y fertilidad de la región, fuéronse allí con sus mujeres e hijos, empezando a acostumbrarse a ella. Los señores de Cartago, viendo que su país se despoblaba poco a poco, prohibieron expresamente, bajo pena de muerte, que nadie fuese más allí y expulsaron a los nuevos habitantes, por temor, según dicen, a que con el paso del tiempo llegaran a multiplicarse de tal forma que los suplantasen a ellos y arruinasen su estado. Este relato de Aristóteles tampoco concuerda con nuestras nuevas tierras.

Estimo que hay mayor barbarie en el hecho de comer un hombre vivo que en comerlo muerto, en desgarrar con torturas y tormentos un cuerpo sensible aún, asarlo poco a poco, dárselo a los perros y a los cerdos para que lo muerdan y despedacen (cosa que no sólo hemos leído sino también visto recientemente, no entre viejos enemigos sino entre vecinos y conciudadanos y lo que es peor, so pretexto de piedad y religión), que asarlo y comerlo después de muerto.

Crisipo y Zenón, jefes de la secta estoica, pensaron justamente que no había mal alguno en servirse de nuestra carroña siempre que lo necesitáramos, obteniendo así alimento; al igual que nuestros antepasados sitiados por César en la ciudad de Alesia, resolvieron saciar el hambre de aquel cerco con los cuerpos de los ancianos, de las mujeres y de otras personas inútiles para el combate.

Montaigne, Michel de