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viernes, 5 de julio de 2019

¡Sevilla, qué maravilla!


De la naturaleza de las cosas (2)

Ciega por lo común a los amantes la pasión, y les muestra perfecciones  aéreas; porque vemos que las feas aprisionan a los hombres de mil modos, y hacen obsequio grande a las viciosas: y unos de otros se burlan y aconsejan el aplacar a Venus mutuamente que los aflige con amor infame: si es negra su querida, para ellos es una morenita muy graciosa; si sucia y asquerosa, es descuidada; si es de ojos pardos, se asemeja a Palas; si seca y descarriada, es una corza del Ménalo; si enana y pequeñita, es una de las gracias, muy salada; si alta y agigantada, es majestuosa, llena de dignidad; tartamudea y no pronuncia bien, es un tropiezo gracioso; taciturna, es vergonzosa; colérica, envidiosa, bachillera, es un fuego vivaz que no reposa;  cuando de puro tísica se muere, es de un temperamento delicado; si con la tos se ahoga y desfallece, entonces es beldad descaecida: y si gorda y tetuda, es una Ceres, la querida de Baco: si chatilla, es silla de placer; ¡nadie podría  enumerar tan ciegas ilusiones!
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Sólo el placer recíproco es deleite.
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No es preciso el auxilio de los dioses ni las flechas de Venus para amarse. A veces la más fea mujercilla, su conducta, su agrado, su limpieza, sus artificios inocentes hacen que se acostumbre el hombre fácilmente a vivir en su trato y compañía, porque engendra cariño el mucho trato: golpes reiterados, aunque leves, al cabo de años triunfan de los cuerpos más sólidos. ¿No observas que las gotas de la lluvia que caen sobre las peñas después de mucho tiempo las socavan?
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Cuando hay pocos deseos, todo sobra.
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No hay más infiernos que nuestras ansias
Y por supuesto, cada una de las cosas que proclaman que hay en el Aqueronte insondable, las tenemos todas en la vida: el pobre Tántalo colgado no teme la roca enorme en los aires, según el cuento, embotado de absurdos terrores, sino que más bien en esta vida el vano temor a los dioses agobia a los mortales que recelan de los percances que a cada cual le pueda traer su suerte; tampoco a Ticio tumbado se le arriman pájaros en el Aqueronte ni, busquen lo que busquen hurgando en su pecho inmenso, no hay cosa que hallarse pueda durante tiempo inacabable por cierto; aunque esté ahí en el suelo con su cuerpo descomunal y ocupen sus miembros explayados no ya nueve yugadas sino la bola de la tierra entera, no podrá sin embargo sufrir dolor eterno ni del propio cuerpo suministrar por siempre alimento: un Ticio es para nosotros más bien ese al que en la postración de sus amores desgarran pajarracos, lo recome el temor ansioso o lo quebrantan los afanes de cualquier otra pasión. Un Sísifo viviente y puesto también ante nuestros ojos es aquel que se empeña en solicitar de los lictores haces y hachas crueles, y una y otra vez se retira fracasado y deprimido: y es que solicitar un mando que es inútil y nunca se otorga, y por ello una vez y otra soportar duras fatigas, es lo mismo que con gran esfuerzo empujar monte arriba la peña que ya arriba en la cumbre sin embargo mira cómo de nuevo se derrumba y precipita hacia las llanuras de la campiña. De otra parte, alentar continuamente en nuestro corazón un carácter descontento y no llenarse de cosas buenas ni hartarse jamás de lo que nos ofrecen las estaciones del año cuando en su rueda vuelven y traen sus cosechas y variados deleites, sin que a pesar de todo nos llenemos nunca de los frutos de la vida, esto en mi opinión es lo mismo que lo que cuentan de las muchachas que en la flor de la edad acarrean agua en cántaro cascado que no hay manera de llenar aunque se quiera.
Cérbero y las Furias y la privación de luz, el Tártaro que por sus gargantas vomita calores espantosos, no, ni están en parte alguna ni pueden estar, es muy seguro; más bien es que en esta vida el miedo al castigo por las maldades claras es claro, y también la expiación del crimen: la cárcel y el espantoso despeñamiento de los condenados, azotes, verdugos, el potro, la pez, la plancha, teas; y aunque falte todo eso, la propia conciencia, atemorizada por sus acciones, se arrima clavos y se escuece con latigazos, sin ver entretanto qué término puede haber de sus males ni cuál sea el final definitivo de su castigo, y esas mismas cosas más todavía teme que en la muerte se le agraven; por donde el vivir de los necios viene a ser a la postre su Aqueronte.

Lucrecio