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domingo, 21 de julio de 2019

Japón



Ensayos (4)

Quien vive en todas partes, Máximo, no vive en ningún sitio. (Marcial, Epigramas, VII. 73. Ver también, Séneca, Cartas a Lucilio, XXVIII).
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Jamás todas las gracias fueron a todos concedidas. (La Boetie. Sonetos XIV)
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«Es por prudencia por lo que un Dios nos oculta el futuro en la sombra y se ríe del que se preocupa por el más allá de su destino mortal. Es feliz, dueño de sí mismo, el que cada día puede decir: he vivido. Qué me importa que mañana el cielo se oscurezca o brille el sol.» (Horacio, Odas, III. XXIX. 29 a 32 y 40 a 44).
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«El alma que vive feliz en presente no tendrá ninguna inquietud por el futuro.» (Ibídem, Id, 11. XVI. 25).
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Uno al que llevaban a la horca decía que no lo hiciesen por tal calle pues corría el peligro de que  un tendero le echase el guante a causa de una antigua deuda. Otro decíale al verdugo que no le tocase la garganta porque no le hiciese retorcerse de risa de tan cosquilloso como era. Otro respondió al confesor que le prometía que cenaría esa noche con el Señor: Id vos, id vos, que yo por mi parte, ayuno. Otro habiendo pedido algo de beber, al haber bebido el verdugo primero, dijo que no quería beber después de él por miedo a coger las viruelas. Todos hemos oído contar la historia del picardo aquel, al que estando en el cadalso presentáronle a una prostituta para (como nuestra justicia permite a veces) salvarle la vida si quería casarse con ella; él, habiéndola contemplado un poco y viendo que cojeaba, dijo: Quita, quita, que cojea. Y cuentan también que en Dinamarca, un hombre condenado a que le cortasen la cabeza, estando en el patíbulo, cuando le presentaron igual opción, rechazóla porque la moza que le ofrecieron tenía las mejillas hundidas y la nariz demasiado en punta. Un criado en Toulouse, acusado de herejía, por toda justificación a sus creencias alegaba las de su señor, joven estudiante preso con él, y prefirió morir a dejarse convencer de que su señor pudiera equivocarse. Leemos que entre los habitantes de la ciudad de Arras, cuando la tomó el rey Luis XI, hubo muchos del pueblo que se dejaron ahorcar antes que decir: ¡Viva el rey! 
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Cualquier idea es lo bastante fuerte como para entregarse a ella hasta dar la vida. 
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Habiendo expulsado de sus tierras los reyes de Castilla a los judíos, el rey Juan de Portugal vendióles asilo en las suyas, a ocho escudos por cabeza, con la condición de que algún día tendría que dejarlas; y él prometía proporcionarles navíos que les llevarían a África. Llegado el día pasado el cual habíase convenido que los que no hubieran obedecido quedarían como esclavos, les fueron proporcionados los barcos con mezquindad y a los que en ellos embarcaron, los de la tripulación tratáronles ruda y villanamente y entre otras muchas indignidades, en alta mar ocupáronles en trabajos de acá para allá, hasta que consumieron sus víveres y viéronse obligados a comprarles a ellos tantos y tan caros que los dejaron en tierra habiéndoles quitado hasta la camisa. Al tener noticia los que estaban en tierra de esta falta de humanidad, la mayor parte decidióse por la servidumbre; algunos aparentaron cambiar de religión. llegado Manuel al trono, púsolos primero en libertad, mas cambiando luego de parecer, dioles tiempo para dejar el país asignando tres puertos para su partida. Según el obispo Osorio, el mejor historiador latino de nuestros tiempos, esperaba que al no haber servido la merced de devolverles la libertad para que se convirtiesen al Cristianismo, la desventura de entregarse como sus compañeros a la rapiña de los marineros y la de abandonar un país en el que estaban acostumbrados a las grandes riquezas pata lanzarse a una región desconocida y extranjera, temblando haríales volver. Mas al ver frustradas sus esperanzas y ellos libres al partir, eliminó dos puertos de los que les había prometido, para que la larga duración e incomodidad del trayecto hiciese cambiar de opinión a algunos, o para concentrarlos a todos en un mismo lugar con el fin de una mayor facilidad para el plan que tenía trazado. Y fue que ordenó arrancar de los brazos de sus padres y madres a todos los niños menores de catorce años para llevarlos, fuera de su vista y de su trato, a un lugar donde se les instruyese en nuestra religión. Cuentan que este hecho produjo un horrible espectáculo; el natural cariño entre padres e hijos junto al apego a su antigua fe en lucha contra esta violenta orden, hizo que numerosos padres y madres se matasen ellos mismos y, lo que es más duro aún, arrojasen a sus hijos, a los pozos, por amor y compasión, para escapar a la ley. El resto, habiendo expirado el plazo fijado, por falta de medios entregáronse de nuevo a la servidumbre. Algunos hiciéronse cristianos; y de su fe, o de la de su raza, aún hoy, cien años más tarde, pocos portugueses están seguros, a pesar de que la costumbre y el paso del tiempo sean mejores consejeros que cualquier otra coacción. «Quoties non modo ductores nostri, dice Cicerón, sed universi etiam exercitus ad non dubiam mortem concurrerunt. («Cuantas veces no habremos visto no sólo a nuestros generales sino nuestros ejércitos enteros. correr a una muerte segura.» (Cicerón. Tusculanas. I. 37).)

Montaigne, Michel de