Ensayos (5)
Diré sólo lo siguiente: el filósofo Pirrón estando un día de terrible tempestad en un barco, enseñaba a los que veía más aterrados a su alrededor y animábales con el ejemplo de un cochinillo que allí estaba del todo ajeno a aquella tormenta. ¿Osaremos entonces decir que este privilegio de la razón del que tanto nos vanagloriamos y por cuyo respeto nos consideramos dueños y señores del resto de las criaturas, nos ha sido concedido para tormento nuestro? ¿Para qué conocer las cosas, si así perdemos el reposo y la tranquilidad de la que gozaríamos si no y si de esta forma nos volvemos de peor condición que el cochinillo de Pirrón? ¿Usaremos para nuestra propia ruina, la inteligencia que se nos ha dado para mayor bien nuestro, combatiendo el designio de la naturaleza y el orden universal de las cosas que quiere que cada cual se sirva de sus útiles y medios en beneficio propio?
Diré sólo lo siguiente: el filósofo Pirrón estando un día de terrible tempestad en un barco, enseñaba a los que veía más aterrados a su alrededor y animábales con el ejemplo de un cochinillo que allí estaba del todo ajeno a aquella tormenta. ¿Osaremos entonces decir que este privilegio de la razón del que tanto nos vanagloriamos y por cuyo respeto nos consideramos dueños y señores del resto de las criaturas, nos ha sido concedido para tormento nuestro? ¿Para qué conocer las cosas, si así perdemos el reposo y la tranquilidad de la que gozaríamos si no y si de esta forma nos volvemos de peor condición que el cochinillo de Pirrón? ¿Usaremos para nuestra propia ruina, la inteligencia que se nos ha dado para mayor bien nuestro, combatiendo el designio de la naturaleza y el orden universal de las cosas que quiere que cada cual se sirva de sus útiles y medios en beneficio propio?
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La muerte se siente sólo por el razonamiento porque es movimiento de un instante: Aut fuit, aut veniet, nihil est praesentis in illa. («Fue o será, nada es presente en ella..» (La Boétie, Sátira dirigida a Montaigne).) Morsque minus poenae quam mora monis habet. (La muerte es menos dura que la espera de la muerte. (Ovidio. Carta de Ariadna a Teseo. 89))
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Miles de animales, miles de hombres soportan mejor la muerte que la amenaza. Y en verdad, lo que principalmente decimos temer de la muerte, es el dolor, portavoz habitual suyo.
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Todos conocemos la historia de Escévola, el cual, habiéndose internado en el campo enemigo para matar al jefe y. habiendo fallado el golpe, por recuperar la eficacia perdida con idea aún más asombrosa, y librar a su patria, no sólo confesó su intención a Porsena que era el rey al que quería matar, sino que añadió que había en su campo gran número de romanos cómplices de su empresa, iguales a él. Y para demostrar como era, hizo que trajeran un brasero y soportó mirándolo, que le tostaran y asaran el brazo, hasta que el propio enemigo, horrorizado, ordenó retirar el brasero. ¡Mas cómo! ¿Y aquel que no se dignó interrumpir la lectura de su libro mientras lo rajaban? ¿Y aquel que obstinóse en reír y burlarse a pesar del daño que le hacían, de forma que la crueldad irritada de los verdugos en cuyo poder estaba y todos los inventos de tormentos repetidos unos tras otros diéronle la victoria? Mas era un filósofo. ¡Cómo! Un gladiador de César soportó sin dejar de reír que lo sondasen y que rajasen sus llagas: «Quis mediocris gladiator ingemuit; quis vultum mutavit unquam? Quis non modo stetit, verum etiam decubuit turpiter? Quis cum decubuisset, ferrum recipere jussus, collum contraxit?». Metamos aquí a las mujeres. ¿Quién no ha oído hablar en París de aquella que se hizo despellejar simplemente por recuperar la tez más fresca de una piel nueva? Hay otras que se sacaron los dientes vivos y sanos para tener así la voz más suave y sugestiva o para colocárselos mejor. ¿Cuántos ejemplos de este tipo tenemos de desprecio hacia el dolor? ¿De qué no son capaces? ¿Qué temen si esperan una mínima ventaja para su belleza?
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Mas, ¿no vemos acaso todavía hoy, en muchos lugares, a gran número de hombres y mujeres que el Viernes Santo se flagelan hasta desgarrarse la piel y descarnarse hasta el hueso?.
Montaigne, Michel de