Fue en
incierta vez, -el evento. ¿Quién puede esperar cosa tan sin pies ni cabeza? Yo
estaba en casa, el pueblo continuaba del todo tranquilo. Se me paró a la puerta
el tropel. Me asomé a la ventana.
Hombres a
caballo. Esto es, viéndolo mejor: un caballero a ras, frente a mi puerta,
equiparado, exacto; y derrengados, a un lado, tres hombres a caballo. Todo en
un realce insolitísimo. Me puse nervioso. El caballero ese -el oh, hombre, oh-
con cara de ningún amigo. Sé lo que es influencia de fisonomía. Había salido y
venido, aquel hombre, para morir en guerra. Me saludó seco, corto, pesadamente.
Su caballo era alto, un alazán; bien enjaezado, herrado, sudado. Y concebí
gran duda.
Ninguno se
apeaba. Los otros, tristes tres, mal me habían mirado; tampoco miraban a nada.
Semejaban a la gente recelosa, tropa desbaratada, soñolientos, constreñidos
-coaccionados, sí. Eso, porque el caballero solerte tenía aire de comandados:
con medio gesto, despreciativo, los había obligado a tomar el lugar adonde
ahora se arrimaban. Puesto que el frente de mi casa entraba, metros, del
lineamiento de la calle, y por los lados avanzaba la verja, se formaba allí un
rincón, especie de resguardo. Valiéndose de esto, el hombre había obligado a
los otros a ir al punto donde serían menos vistos, mientras les barreaba
cualquier fuga; sin contar que, así unidos, los caballos apretándose, no
disponían de rápida movilidad.
Todo había
visto adueñándose de la topografía. Los tres serían sus prisioneros, no sus
secuaces. Aquel hombre, para así proceder, sólo podría ser un bravo sertanejo, valentón hasta la espuma de los bofes. Sentí que no me era
útil dar cara amena, muestras de temeroso. Yo no tenía arma al alcance. Tuviera,
igual, no serviría. Con un punto en la i, él me disolvía. El miedo es la suprema ignorancia en momento muy agudo. El miedo, Él. El miedo me
maullaba. Lo invité a desmontar, a entrar. Dijo que no, conforme las
costumbres. Conservaba el sombrero. Se veía que pasaba a descansar en la silla
-seguramente aflojaba el cuerpo para darse mas a la ingente tarea de pensar.
Pregunté: me contestó que no estaba enfermo, ni había venido por receta o
consulta. Su voz se espaciaba queriéndose tranquila; el habla de gente de más
lejos, tal vez sanfranciscano. Sé de ese tipo de valentón que nada alardea, sin
fanfarronear. Pero avieso, raro, perverso, brusco, pudiendo concluir con algo,
de repente, por un eres-no-eres. Con cuidado, mentalmente, empecé a
organizarme. El habló:
-Yo vine a
preguntar a usted una opinión suya, explicada...
Había cargado el ceño. Causaba otra inquietud su cara tiznada, catadura
de caníbal. Pero se desfrunció, casi se sonrió. Entonces, bajó del caballo;
ágil, imprevisto. Sería para responder con mayor valía por mejores modos; ¿por
viveza? Retuvo en el pulso la punta del cabestro, el alazán era de paz. El
sombrero siempre en la cabeza. Un alarbe. Más los impenetrables ojos. Y él era
para mucho. Había que verse: tenía armas -y armas limpias. Se podía sentir el
peso de la de fuego, en el cinturón, usado bajo, para que ella estuviese al
nivel justo, a la mano, en tanto que él persistía de brazo derecho pendido,
listo, manuable. De notarse era la silla, un apero especial urucuiano, de encontrarse pocos, en la región, por lo menos de tan buena
hechura. Todo, de gente brava. Aquél proponía sangre en sus intenciones.
Pequeño, pero duro, grueso, todo en tronco de árbol. Su máxima violencia podía
ser para cada momento. Hubiera aceptado entrar y un café; me calmaba. Pero así,
del lado de afuera, sin las gracias del huésped ni sordez de paredes, había
para inquietarse, sin medida y sin certeza.
-Es que usted
no me conoce. Damazio, de los Siqueiras... Estoy viniendo de la Sierra...
Sobresalto.
Damazio, ¿quién no había oído de él? El feroz con leguas de historias, con
decenas de cargadas muertes, hombre peligrosísimo. Constando también, si
verdad, que desde algunos años se había serenado; evitaba lo de evitarse. Pero
¿quién se iba a fiar en tales treguas de pantera? Allí, antenasal, ¡de mí a un
palmo! Continuaba:
-Sepa usted
que, en la Sierra, últimamente, compareció un joven del Gobierno, muchacho
medio estruendoso. Sepa que contra él estoy en rebeldía. No quiero problema
con el Gobierno, pues no estoy en salud ni edad... El muchacho, muchos hallan
que él es un tanto chiflado.
Con ímpetu,
calló. Como arrepentido de haber empezado así, evidente. Contra eso, ahí estaba
con su hígado en malas orillas; pensaba, pensaba. Cabizmeditaba. Entonces, se
resolvió. Levantó las facciones. Si se pudiese llamar risa: aquella crueldad de diente. Encarar, no me encaraba, sólo
mirada de reojo: Le latía un orgullo indeciso. Redactó su monologar.
Lo que flojo
decía: de otras, varias personas y cosas, de la Sierra del Santón, enredados
asuntos, sin secuencia, con dificultad. La charla telarañosa. Tenía que entenderle las mínimas
entonaciones, seguir sus propósitos y silencios. Así en el encerrarse con el
juego, zonzo, para eludirme, él enigmatizaba. Y pa':
-Usted,
ahora, hágame la buena obra de enseñarme lo que es, de veras: ¿Famisgerado... faz-me-gerado...
falmisgeraldo... familias-gerado... ?
Dijo, de
golpe, traía entre dientes aquella frase. Había sonado con risa seca. Pero el
gesto el que la siguió, se imponía con toda rudeza primitiva, de su presencia
dilatada. Detenía mi respuesta, no quería que la diese de inmediato. Y ya ahí,
otro susto vertiginoso me tenía en suspenso: alguien podía haber hecho intriga,
chismerías de atribuirme la palabra de ofensa a aquel hombre; que mucho, pues,
se enfurece viniendo para exigirme, cara a cara, lo fatal, la vergonzosa
satisfacción.
-Sepa
usted que hoy mismito salí de la Sierra, que vine, sin parar, esas seis leguas,
expreso, directo, con el propósito de preguntarle la pregunta, en lo claro...
Si sería
serio, lo era. Me encogí.
-Allá, y entre medio de esos caminos, no hay nadie esciente, ni se
tiene el legítimo -el libro que enseña las palabras... Es gente de información
torcida, por fingirse menos ignorantes... Sólo si el cura fuera capaz, pero con
los curas no me doy: ellos en seguida confunden... Por el bien. Ahora, si me
concede el favor, que usted me diga, a lo hombre, en lo más perfecto: ¿qué es
eso que ya le pregunté?
Si sencillo.
Si le digo. Se me escapó. Esos tristes:
-¿Famigerado?
-Sí, señor... -y, alto, repitió, veces, la palabra, al final ya en los
bermejones de la rabia, la voz fuera de foco. Y ya me miraba, inquisidor, intimativo
-me apretaba. Yo tenía que mostrar la cara-. ¿Famigerado?
-Habité preámbulos. Mucho me hacía falta otro ínterin con inducias.
Como por socorro espié a los otros tres, en sus caballos, callados hasta
entonces, muy, muy mudos. Pero Damazio:
-Usted declare. Ésos ahí no están para nada, no. Son de la Sierra. Sólo
han venido conmigo, para testimonio...
Sólo tenía que desatascarme. El hombre quería estricto el carozo: el veroverbo.
-Famigerado es innocuo, es «célebre», «notorio», «notable»...
-Usted no vea mal en mi grosería de no entenderlo. Pero dígame: ¿Es
desaforado? ¿Es de burla? ¿Es para renegar? ¿Farsantería? ¿Nombre con ofensa?
-Viltanza
ninguna, ningún vituperio. Son expresiones neutras para otros usos.
-Pues... ¿y
qué quiere decir en habla de pobres, lenguaje de los días-de-semana?
-¿Famigerado? Bueno.
Es «importante», que merece alabanza, respeto...
-¿Usted lo
garantiza, para la paz de las madres, mano en la «Escritura» ?
Sí, ¡cierto!
Era para empeñarse las barbas. De eso el diablo, y sincero le dije:
-Mire: yo
como usted me ve, con ventajas, hun, lo que quisiera en una hora de éstas, era
ser «famigerado», muy «famigerado», ¡lo más que se pudiese!...
-¡Ah,
bueno!... -soltó, exultante.
Montando
rápido, se levantó como si fuera de resortes. Se elevó en sí, se desagraviaba,
en gran desahogo. Se sonrió, otro. Dio satisfacción a aquellos tres:
-Ustedes
pueden irse, compadres. Oyeron bien la buena descripción... -y ellos rápidos
partieron. Sólo entonces se arrimó orillando a mi ventana, aceptaba un vaso de
agua. Dijo:
-¡Nada hay
como las grandes machas de una persona instruida!
-¿Sería yo de
nuevo, por un mero, se turbaba? Dijo:
-Qué sé yo, a
veces lo mejor, para ese joven del Gobierno, era irse, no sé, no...
-Pero más
sonrió, se le había apagado la inquietud. Dijo:
-Uno tiene
esas dudas tontas, esas desconfianzas... Sólo para agriar la mandioca.
Agradeció,
quiso apretarme la mano. Otra vez aceptaría entrar en mi casa. Oh, pues.
Espoleó, se fue, el alazán, no pensaba en lo que lo había traído, tesis para
alto reír, y más, el famoso asunto.
Joao Guimaraes Rosa