Las campanadas de boda
Hay en la ciudad de Nueva York cierta iglesia que siempre
he mirado con especial interés a causa de un matrimonio que, en la infancia de
mi abuela, fue solemnizado allí en circunstancias muy singulares. La venerable
dama presenció por azar la escena, que luego convirtió en relato predilecto. No
soy anticuario competente para saber si el edificio, que hoy se alza en el
mismo lugar, es idéntico a aquel al que se refería ella; ni merecería la pena
corregirme, acaso, de un simpático error, leyendo la fecha de construcción en
la placa que hay arriba de la puerta. Es una iglesia magnífica, rodeada por un
recinto del verde más hermoso dentro del cual hay urnas, columnas, obeliscos y
otras formas de mármol monumental, tributos de afecto privado, o recordatorios
más espléndidos de polvo histórico. En un enclave así, aunque bajo la torre
ruede el tumulto de la ciudad, uno se avendría a conectar con un interés
legendario.
La boda podría considerarse como resultado de un compromiso
temprano, aunque de parte de la dama había habido dos matrimonios previos, y
cuarenta años de soltería por parte del caballero. A los sesenta y cinco años,
el señor Ellenwood era un hombre tímido pero no del todo apartado; egoísta,
como todos los que cavilan en torno a su corazón, aunque de vez en cuando
manifestaba una vena de generosidad; instruido de por vida, aunque indolente,
porque sus estudios carecían de objeto definido de bien público o ambición
personal; caballero de alta cuna, y fastidiosamente delicado, aunque dado en
ocasiones a un considerable relajamiento de las reglas comunes de la sociedad.
La verdad, tenía tantas anomalías de carácter y, pese a rehuír la mirada
pública con sensibilidad enfermiza, su fatalidad le llevaba tan a menudo a ser
el tema del día por alguna conducta excéntrica, que los demás indagaban en su
linaje en busca de huellas hereditarias de demencia. Pero no era preciso. Los
caprichos del señor Ellenwood provenían de una mente falta del apoyo de un
propósito que le apasionara, y de pensamientos que, en ausencia de otro
alimento, se cebaban en sí mismos. Si estaba loco, la locura era consecuencia,
no causa, de una vida abortiva y errática.
La viuda contrastaba por completo con su tercer novio; en
todo salvo en la edad, como bien puede uno figurarse. Forzada a renunciar a su
primer compromiso, se había unido a un hombre que le doblaba la edad, de quien
había sido esposa ejemplar y a cuya muerte había quedado en posesión de una
espléndida fortuna. Luego había obtenido su mano un caballero del Sur,
considerablemente más joven que ella, que se la había llevado a Charleston,
donde, al cabo de muchos años de incomodidad, se había encontrado viuda de
nuevo. Con semejante vida, habría sido insólito que en la señora Dabney sobreviviera
alguna delicadeza de sentimiento poco corriente; difícil habría sido que no
quedara aplastada y muerta por una decepción temprana, el frío deber del primer
matrimonio, el desquicio de los principios del corazón consiguientes al segundo
enlace y la rudeza del marido sureño, que inevitablemente la había llevado a
vincular la idea de la viudez con la de su propio consuelo. Para ser breve, era
una mujer de las más sabias y menos adorables, una filósofa que sobrellevaba
ecuánimemente las aflicciones del corazón, prescindía de todo cuanto habría
debido hacerla feliz y se las arreglaba lo mejor posible con lo restante.
Perspicaz en la mayoría de los asuntos, quizá la viuda despertara más afecto
por la única flaqueza que la hacía ridícula. Como no tenía hijos, y por eso no
podía conservar la belleza por delegación, se negaba a envejecer y afearse bajo
cualquier punto de vista; peleaba contra el Tiempo y, a despecho de él, se
aferraba a sus rosas, hasta que dio la impresión de que, como si no valiera la
pena conquistarlo, el venerable ladrón hubiera renunciado al botín.
Poco después del regreso de la señora Dabney a su ciudad
natal, se anunció la inminente boda de esa mujer de mundo con un hombre tan
poco mundano como el señor Ellenwood. Observadores superficiales y profundos
concordaban, al parecer, en que la dama no debía de haber desempeñado un papel
pasivo en el arreglo. Había cuestiones de conveniencia que probablemente ella
apreciara más que el señor Ellenwood; y rondaba aquella unión tardía entre dos
amantes tempranos el equívoco fantasma que engaña a la mujer que ha perdido
los sentimientos sinceros entre los avatares de la vida. Lo enigmático era cómo
el caballero, con su falta de sabiduría mundana y su dolorosa conciencia del
ridículo, había sido inducido a tomar una medida a la vez tan prudente y tan
cómica. Pero mientras la gente hablaba, llegó el día de la boda. La ceremonia
iba a celebrarse según las formas episcopalianas, y en una iglesia abierta,
con un grado de publicidad que atrajo a muchas personas; se ocuparon los
asientos delanteros de las galerías, los bancos cercanos al altar y el púlpito
y buena parte de los pasillos. Se había dispuesto, o quizás era costumbre en la
época, que los consortes entraran en la iglesia por separado. No sé por qué
percance, el novio fue un poco menos puntual que la novia y sus asistentes; con
cuyo arribo, luego de un prefacio tedioso pero necesario, puede decirse que
empieza la acción de nuestro relato.
Se dejaron oír las torpes ruedas de varios carruajes anticuados,
y los caballeros y damas miembros del cortejo nupcial, con el efecto súbito y
reconfortante de un borbotón de sol, cruzaron el umbral de la iglesia. Salvo la
figura principal, todo el grupo irradiaba juventud y alegría. Mientras a cada lado,
bancos y columnas parecían iluminarse, fluyeron por el pasillo central con
pasos optimistas, como si tomaran la iglesia por una sala de baile y, las manos
enlazadas, quisieran llegar al altar danzando. El espectáculo era de tal
brillantez que pocos advirtieron un fenómeno singular que había marcado su
ingreso. En el momento en que el pie de la novia tocaba el umbral, más arriba,
en la torre, la campana se había balanceado pesadamente para lanzar su tañido
más hondo. Una vez extinguidas, las vibraciones volvieron, con prolongada
solemnidad, cuando ella avanzaba por el cuerpo de la iglesia.
-¡Cielo Santo! Vaya augurio -le susurró una joven a su
galán.
-Francamente -replicó el caballero- creo que la campana
tiene el buen gusto de sonar a su antojo. No se le dan las bodas a esa señora.
Si la que se acercara al altar fueras tú, querida Julia, repicaría más alegre
que nunca. Hoy ha tocado a difuntos.
Ocupados como estaban con el ajetreo de la entrada, la
novia y la mayor parte de los miembros del séquito no habían oído el primer
toque funesto, o al menos no habían reflexionado sobre la singular bienvenida.
Los deslumbrantes trajes de aquel entonces -los abrigos de terciopelo rojo, los
sombreros con cintas doradas, los miriñaques, la seda, el satén, el brocado y
el encaje, las correas, bastones y espadas-, exhibidos con provecho máximo en
personas de tal refinamiento, daban al grupo un aspecto más de retrato
multicolor que de cosa real. ¡Pero con qué gusto perverso, situándola entre el
esplendor más intenso, había representado el artista a la figura central
marchita y deteriorada, como si la edad hubiera ajado de golpe a la doncella
más adorable como advertencia a las bellas que la rodeaban! Siguieron
avanzando, no obstante, y habían recorrido un tercio de la nave, cuando otro
redoble de la campana pareció colmar la iglesia de una tiniebla visible. La
pompa se atenuó, oscurecióse y, al cabo, recuperó el brillo como si surgiera de
una bruma.
Esta vez, el cortejo vaciló y se detuvo; los integrantes
se apretaron, mientras una de las damas dejaba escapar un gritito y de entre
los caballeros se alzaba un rumor confuso. Así agitados, la fantasía habría
podido comparados con un espléndido ramo de flores súbitamente estremecido por
un soplo de viento, que amenazaba esparcir los pétalos de una rosa vieja,
mustia y amarronada unida al mismo tallo que dos pimpollos frescos de rocío;
pues tal era el emblema de la viuda entre las dos jóvenes damas de honor. Pero
tenía un heroísmo admirable. Se había sobresaltado, con un temblor
irreprimible, como si el tañido le hubiese dado en pleno corazón; pero
recobrándose enseguida, mientras las asistentes se demoraban abrumadas, ella
siguió avanzando serenamente por el pasillo. La campana siguió balanceándose,
sonando y vibrando con la regularidad plañidera con que hubiese acompañado a un
cadáver a la tumba.
-Mis jóvenes amigas están un poco desencajadas -dijo, con
una sonrisa, la viuda al clérigo del altar-. Pero tantas bodas acompañadas por
tañidos exultantes han acabado en la desgracia, que yo espero que otros
auspicios me traigan mejor suerte.
-Señora -respondió el rector, perplejo-, este incidente
extraño me recuerda un sermón nupcial del célebre obispo Taylor. Mezcla tantos
pensamientos de muerte y desdicha futura que, para emular su magnífico estilo,
dirías e que tapiza la estancia matrimonial de negro y corta el traje de bodas
con tela de una mortaja. Sabrá usted que diversas naciones acostumbran a
instilar en las ceremonias nupciales un toque de tristeza; de modo que al entablar
ese vínculo que es el asunto mayor de la vida, no se deje de tener presente la
muerte. Podemos, pues, extraer de este toque funerario una advertencia triste
pero provechosa.
Pero, por mucho que el pastor diera a su moraleja un sesgo
penetrante, no dejó de despachar a un ayudante para que indagara en el misterio
y parase unos sonidos tan desoladoramente inapropiados para una boda. Hubo un breve
intervalo; sólo rompían e silencio algunos susurros y una que otra risita entre
el séquito y los asistentes, quienes, tras la primera impresión, se disponían
maleducadamente a obtener diversión de la circunstancia. Los jóvenes son menos
caritativos con las locuras de los viejos que éstos con las de la juventud.
Pudo observarse que la viuda volvía la mirada un instante hacia la ventana de
la iglesia, como si buscase el gastado mármol que había dedicado a su primer
marido; luego los párpados le cayeron sobre las órbitas desvaídas e,
irresistiblemente, otra tumba le atrajo los pensamientos. Con una voz al oído y
una queja lejana, dos hombres sepultados la estaban llamando a que yaciera con
ellos. Quizá la mujer haya pensado, con una sinceridad pasajera, cuánto más
feliz no sería su destino si, tras años de dicha, ahora fuese su entierro lo
que la campana anunciaba, y ella se hubiera llevado a la tumba el antiguo
afecto de su primer amante, a la larga su esposo. ¿Pero por qué había vuelto a
él cuando los corazones, ya helados, se encogían de sólo tocarse?
Sin embargo, el son era tan plañidero que el sol parecía desvanecerse.
En esto, comunicado por los que estaban más cerca de las ventanas, por la
iglesia empezó a propagarse un susurro; mientras la novia esperaba a un vivo en
el altar, un cortejo funerario con varios carruajes reptaba por la calle
llevando un muerto al cementerio de la iglesia. De inmediato se dejaron oír en
la puerta los pasos del novio y sus amigos. La viuda volvió la vista al pasillo;
su mano huesuda aferró el brazo de una dama de honor con tal violencia
inconsciente, que la joven belleza tembló.
-¡Señora querida, me asusta! -gimió la chica-. Por Dios,
¿qué le pasa?
-Nada, cariño, nada -dijo la viuda; y acercándose le susurró
al oído-. No consigo librarme de una fantasía loca. ¡Estoy esperando que el
novio entre con mis dos primeros maridos como padrinos!
-¡Mire, mire! -gritó la dama de honor-. ¿Qué es eso? ¡Un
funeral!
Una oscura procesión acababa de entrar en la iglesia.
Al frente iban un anciano y una mujer, como deudos principales, de negro
profundo de pies a cabeza salvo por las facciones pálidas y el pelo grisáceo;
apoyándose en un bastón, él sostenía la decrepitud de ella con un brazo
escuálido. Detrás iba otra pareja, y otra más, tan vetustas las dos y tan
afligidas como la primera. A medida que se acercaban, la viuda reconoció en
cada rostro los rasgos de algún amigo de antaño, largamente olvidado pero
vuelto ahora, como desde la tumba, para advertirle que preparase una mortaja o,
casi igualmente inoportuno, exhibir las arrugas, la enfermedad, y reclamarla
como compañera en virtud de su propia ruina. Cuántas noches de alegría cuando,
de joven, había bailado con ellos. Y ahora, en la edad desolada, sentía que
algún compañero mustio iba a pedirle la mano y, al tañido de difuntos, iban a
unirse todos en una danza de muerte.
Se observó que de banco en banco, con el avance de
los valetudinarios por el pasillo, un temor incontenible hacía temblar a los
espectadores; y era que había surgido a la vista un objeto hasta entonces
oculto por las figuras. Muchos apartaron la cara; otros la endurecieron con una
mirada fija; y una muchacha rió histéricamente y, con la risa en los labios, se
desmayó. Cuando la procesión de espectros llegó al altar, cada pareja se separó
y fue divergiendo con lentitud; entonces apareció en el centro la forma que la
pompa macabra, los tañidos y el cortejo habían servido para introducir. ¡Era el
novio amortajado!
Ningún otro atuendo que el de la tumba habría sido
apropiado para un aspecto tan cadavérico; sus ojos relucían como una lámpara
sepulcral; todo lo demás estaba imbuido de la rígida calma que muestran los
viejos en el ataúd. Aunque inmóvil, el cadáver se dirigía a la novia en un
tono casi fundido con el clamor de la campana, que en tanto él hablaba, caía
pesadamente en el aire.
-Ven, esposa mía -dijeron los labios lívidos-. Ya está
pronto el cortejo. El sacristán nos espera a la puerta de la tumba. Casémonos;
¡y luego, a los ataúdes!
¡Cómo representar el horror de la viuda! Estaba exangüe como
una novia de muerto. Temblorosas de ver a los dolientes, el amortajado y la
novia misma, las jóvenes damas se habían hecho a un lado; las poderosas
imágenes de la escena expresaban la vana lucha de las doradas vanidades de este
mundo contra la edad, la decadencia, el dolor y la muerte. El primero en romper
el amedrentado silencio fue el pastor.
-Señor Ellenwood -dijo, tranquilizador pero con cierta
autoridad-: No se encuentra usted bien. Las inusuales circunstancias que lo
rodean lo han agitado. Tendremos que posponer la ceremonia. Como antiguo amigo,
permítame rogarle que vuelva a su casa.
-¡A casa! Sí, pero no sin mi novia -respondió él en el
mismo tono hueco-. Usted cree que me burlo; tal vez que estoy loco. Si hubiera
adornado este esqueleto caduco y roto con encajes y escarlata, si hubiera
forzado estos labios ajados a reírse de un corazón muerto, podríamos hablar,
sí, de locura o de burla. Pero vamos, ¡que declaren ya jóvenes y viejos cuál de
los dos, el novio o la novia, se ha presentado aquí sin traje de boda!
Dio un paso fantasmal adelante y, plantándose junto a la
novia, puso en contraste la atroz sencillez de su mortaja con las luces con que
se había ataviado ella para la desgraciada escena.
-¡Serás cruel! -gimió la novia herida.
-¡Cruel! -repitió él; y perdiendo la compostura mortal en
una amargura salvaje, dijo-: ¡Que juzgue el Cielo quién de los dos ha sido
cruel con el otro! De joven me privaste de felicidad, esperanzas y metas; te
llevaste toda la sustancia de mi vida e hiciste de ella un sueño sin realidad
siquiera para llorarla... Sólo una tiniebla persistente, por la que anduve de
mala gana sin cuidarme del rumbo. Y al cabo de cuarenta años, cuando ya me he
hecho una tumba y no renunciaría a la idea de descansar en ella -no, ni por una
vida como la que imaginamos una vez-, me llamas al altar. Ya que me has convocado,
aquí estoy. Pero otros maridos han disfrutado de tu juventud, de tu belleza,
del calor de tu corazón y todo cuanto podría llamarse tu vida. ¿Me queda a mí
algo más que ruina y muerte? Por eso he recurrido a estos amigos funerarios,
he pedido al sacristán el repique más profundo y he venido a desposarte
amortajado como para el entierro. Para que unamos las manos a la puerta de la
tumba y entremos juntos.
No era frenesí; no era la simple ebriedad de una emoción
fuerte en un corazón no habituado lo que se apoderó de la novia. La severa
lección del día hizo su trabajo; desapareció de ella todo el aire mundano. Tomó
la mano del novio.
-¡Sí! -exclamó-. ¡Casémonos, aunque sea a la puerta del
sepulcro! La vida se me ha ido en vanidad y vacío. Pero en el cierre hay un
sentimiento sincero. Hizo de mí lo que fui cuando joven; ahora me hace digna de
ti. Para ninguno de los dos hay ya tiempo. ¡Unámonos para la Eternidad !
El novio la miró larga, hondamente, a los ojos, y de los
suyos brotó una lágrima. ¡Rara gota de sentimiento humano en el pecho helado
de un cadáver! Se la enjugó con la mortaja.
-Amada de mi juventud -dijo-. Esto ha sido una extravagancia.
La desesperación de mi vida entera volvió de golpe y me trastornó. Perdóname, y
sé perdonada. Sí, la noche ha caído sobre nosotros sin que hayamos realizado
ninguno de nuestros tempranos sueños de felicidad. Pero unamos las manos
frente al altar como amantes que, separados toda la vida por circunstancias
adversas, se encuentran de nuevo cuando ya están partiendo y descubren que el
afecto terreno se ha vuelto santo como la religión. ¿Y qué es el Tiempo para
los esposos eternos?
Entre las lágrimas de muchos y un mar de sentimientos
exaltados, se consagró la unión de dos almas inmortales. El séquito de
dolientes mustios, el encanecido novio en su mortaja, la palidez de la novia
anciana y el redoble de difuntos señalaban el entierro de las esperanzas
terrenas. Pero al proseguir la ceremonia, el órgano, como identificado con una
escena conmovedora, vertió sobre ellos un himno que, mezclándose primero con
el lúgubre tañido y alcanzando luego un tono más alto, elevó al fin el alma por
encima de la pena. Y cuando el horrible rito hubo acabado y, mano en mano
helada, los Esposos de la
Eternidad se retiraron, el solemne canto triunfal del órgano
ahogó las campanadas de boda.
Nathaniel Hawthorne