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jueves, 8 de septiembre de 2016

Museu Etnográfico de Ripoll



Las campanadas de boda

Hay en la ciudad de Nueva York cierta iglesia que siempre he mirado con especial interés a causa de un matrimonio que, en la infancia de mi abuela, fue solemnizado allí en circuns­tancias muy singulares. La venerable dama presenció por azar la escena, que luego convirtió en relato predilecto. No soy anticuario competente para saber si el edificio, que hoy se alza en el mismo lugar, es idéntico a aquel al que se refería ella; ni merecería la pena corregirme, acaso, de un simpático error, leyendo la fecha de construcción en la placa que hay arriba de la puerta. Es una iglesia magnífica, rodeada por un recinto del verde más hermoso dentro del cual hay urnas, columnas, obeliscos y otras formas de mármol monumental, tributos de afecto privado, o recordatorios más espléndidos de polvo histórico. En un enclave así, aunque bajo la torre ruede el tumulto de la ciudad, uno se avendría a conectar con un interés legendario.
La boda podría considerarse como resultado de un com­promiso temprano, aunque de parte de la dama había ha­bido dos matrimonios previos, y cuarenta años de soltería por parte del caballero. A los sesenta y cinco años, el señor Ellenwood era un hombre tímido pero no del todo apartado; egoísta, como todos los que cavilan en torno a su corazón, aunque de vez en cuando manifestaba una vena de gene­rosidad; instruido de por vida, aunque indolente, porque sus estudios carecían de objeto definido de bien público o ambición personal; caballero de alta cuna, y fastidiosamente delicado, aunque dado en ocasiones a un considerable rela­jamiento de las reglas comunes de la sociedad. La verdad, tenía tantas anomalías de carácter y, pese a rehuír la mirada pública con sensibilidad enfermiza, su fatalidad le llevaba tan a menudo a ser el tema del día por alguna conducta ex­céntrica, que los demás indagaban en su linaje en busca de huellas hereditarias de demencia. Pero no era preciso. Los caprichos del señor Ellenwood provenían de una mente falta del apoyo de un propósito que le apasionara, y de pensamientos que, en ausencia de otro alimento, se cebaban en sí mismos. Si estaba loco, la locura era consecuencia, no causa, de una vida abortiva y errática.
La viuda contrastaba por completo con su tercer novio; en todo salvo en la edad, como bien puede uno figurarse. Forzada a renunciar a su primer compromiso, se había uni­do a un hombre que le doblaba la edad, de quien había sido esposa ejemplar y a cuya muerte había quedado en posesión de una espléndida fortuna. Luego había obtenido su mano un caballero del Sur, considerablemente más joven que ella, que se la había llevado a Charleston, donde, al cabo de mu­chos años de incomodidad, se había encontrado viuda de nuevo. Con semejante vida, habría sido insólito que en la se­ñora Dabney sobreviviera alguna delicadeza de sentimiento poco corriente; difícil habría sido que no quedara aplastada y muerta por una decepción temprana, el frío deber del pri­mer matrimonio, el desquicio de los principios del corazón consiguientes al segundo enlace y la rudeza del marido su­reño, que inevitablemente la había llevado a vincular la idea de la viudez con la de su propio consuelo. Para ser breve, era una mujer de las más sabias y menos adorables, una filósofa que sobrellevaba ecuánimemente las aflicciones del corazón, prescindía de todo cuanto habría debido hacerla feliz y se las arreglaba lo mejor posible con lo restante. Perspicaz en la mayoría de los asuntos, quizá la viuda despertara más afecto por la única flaqueza que la hacía ridícula. Como no tenía hijos, y por eso no podía conservar la belleza por delegación, se negaba a envejecer y afearse bajo cualquier punto de vis­ta; peleaba contra el Tiempo y, a despecho de él, se aferraba a sus rosas, hasta que dio la impresión de que, como si no valiera la pena conquistarlo, el venerable ladrón hubiera re­nunciado al botín.
Poco después del regreso de la señora Dabney a su ciu­dad natal, se anunció la inminente boda de esa mujer de mun­do con un hombre tan poco mundano como el señor Ellen­wood. Observadores superficiales y profundos concordaban, al parecer, en que la dama no debía de haber desempeñado un papel pasivo en el arreglo. Había cuestiones de conve­niencia que probablemente ella apreciara más que el señor Ellenwood; y rondaba aquella unión tardía entre dos aman­tes tempranos el equívoco fantasma que engaña a la mujer que ha perdido los sentimientos sinceros entre los avatares de la vida. Lo enigmático era cómo el caballero, con su falta de sabiduría mundana y su dolorosa conciencia del ridículo, había sido inducido a tomar una medida a la vez tan prudente y tan cómica. Pero mientras la gente hablaba, llegó el día de la boda. La ceremonia iba a celebrarse según las formas epis­copalianas, y en una iglesia abierta, con un grado de publici­dad que atrajo a muchas personas; se ocuparon los asientos delanteros de las galerías, los bancos cercanos al altar y el púlpito y buena parte de los pasillos. Se había dispuesto, o quizás era costumbre en la época, que los consortes entraran en la iglesia por separado. No sé por qué percance, el novio fue un poco menos puntual que la novia y sus asistentes; con cuyo arribo, luego de un prefacio tedioso pero necesario, puede decirse que empieza la acción de nuestro relato.
Se dejaron oír las torpes ruedas de varios carruajes an­ticuados, y los caballeros y damas miembros del cortejo nup­cial, con el efecto súbito y reconfortante de un borbotón de sol, cruzaron el umbral de la iglesia. Salvo la figura principal, todo el grupo irradiaba juventud y alegría. Mientras a cada lado, bancos y columnas parecían iluminarse, fluyeron por el pasillo central con pasos optimistas, como si tomaran la iglesia por una sala de baile y, las manos enlazadas, quisieran llegar al altar danzando. El espectáculo era de tal brillan­tez que pocos advirtieron un fenómeno singular que había marcado su ingreso. En el momento en que el pie de la no­via tocaba el umbral, más arriba, en la torre, la campana se había balanceado pesadamente para lanzar su tañido más hondo. Una vez extinguidas, las vibraciones volvieron, con prolongada solemnidad, cuando ella avanzaba por el cuerpo de la iglesia.
-¡Cielo Santo! Vaya augurio -le susurró una joven a su galán.
-Francamente -replicó el caballero- creo que la cam­pana tiene el buen gusto de sonar a su antojo. No se le dan las bodas a esa señora. Si la que se acercara al altar fueras tú, querida Julia, repicaría más alegre que nunca. Hoy ha tocado a difuntos.
Ocupados como estaban con el ajetreo de la entrada, la novia y la mayor parte de los miembros del séquito no ha­bían oído el primer toque funesto, o al menos no habían re­flexionado sobre la singular bienvenida. Los deslumbrantes trajes de aquel entonces -los abrigos de terciopelo rojo, los sombreros con cintas doradas, los miriñaques, la seda, el satén, el brocado y el encaje, las correas, bastones y espadas-, exhibidos con provecho máximo en personas de tal refina­miento, daban al grupo un aspecto más de retrato multicolor que de cosa real. ¡Pero con qué gusto perverso, situándola entre el esplendor más intenso, había representado el artista a la figura central marchita y deteriorada, como si la edad hu­biera ajado de golpe a la doncella más adorable como adver­tencia a las bellas que la rodeaban! Siguieron avanzando, no obstante, y habían recorrido un tercio de la nave, cuando otro redoble de la campana pareció colmar la iglesia de una tiniebla visible. La pompa se atenuó, oscurecióse y, al cabo, recuperó el brillo como si surgiera de una bruma.
Esta vez, el cortejo vaciló y se detuvo; los integrantes se apretaron, mientras una de las damas dejaba escapar un gritito y de entre los caballeros se alzaba un rumor confu­so. Así agitados, la fantasía habría podido comparados con un espléndido ramo de flores súbitamente estremecido por un soplo de viento, que amenazaba esparcir los pétalos de una rosa vieja, mustia y amarronada unida al mismo tallo que dos pimpollos frescos de rocío; pues tal era el emblema de la viuda entre las dos jóvenes damas de honor. Pero te­nía un heroísmo admirable. Se había sobresaltado, con un temblor irreprimible, como si el tañido le hubiese dado en pleno corazón; pero recobrándose enseguida, mientras las asistentes se demoraban abrumadas, ella siguió avanzando serenamente por el pasillo. La campana siguió balanceán­dose, sonando y vibrando con la regularidad plañidera con que hubiese acompañado a un cadáver a la tumba.
-Mis jóvenes amigas están un poco desencajadas -dijo, con una sonrisa, la viuda al clérigo del altar-. Pero tantas bodas acompañadas por tañidos exultantes han acabado en la desgracia, que yo espero que otros auspicios me traigan mejor suerte.
-Señora -respondió el rector, perplejo-, este inci­dente extraño me recuerda un sermón nupcial del célebre obispo Taylor. Mezcla tantos pensamientos de muerte y des­dicha futura que, para emular su magnífico estilo, dirías e que tapiza la estancia matrimonial de negro y corta el traje de bodas con tela de una mortaja. Sabrá usted que diversas naciones acostumbran a instilar en las ceremonias nupciales un toque de tristeza; de modo que al entablar ese vínculo que es el asunto mayor de la vida, no se deje de tener presente la muerte. Podemos, pues, extraer de este toque funerario una advertencia triste pero provechosa.
Pero, por mucho que el pastor diera a su moraleja un sesgo penetrante, no dejó de despachar a un ayudante para que indagara en el misterio y parase unos sonidos tan deso­ladoramente inapropiados para una boda. Hubo un breve intervalo; sólo rompían e silencio algunos susurros y una que otra risita entre el séquito y los asistentes, quienes, tras la primera impresión, se disponían maleducadamente a ob­tener diversión de la circunstancia. Los jóvenes son menos caritativos con las locuras de los viejos que éstos con las de la juventud. Pudo observarse que la viuda volvía la mirada un instante hacia la ventana de la iglesia, como si buscase el gastado mármol que había dedicado a su primer marido; luego los párpados le cayeron sobre las órbitas desvaídas e, irresistiblemente, otra tumba le atrajo los pensamientos. Con una voz al oído y una queja lejana, dos hombres sepultados la estaban llamando a que yaciera con ellos. Quizá la mujer haya pensado, con una sinceridad pasajera, cuánto más feliz no sería su destino si, tras años de dicha, ahora fuese su en­tierro lo que la campana anunciaba, y ella se hubiera llevado a la tumba el antiguo afecto de su primer amante, a la larga su esposo. ¿Pero por qué había vuelto a él cuando los cora­zones, ya helados, se encogían de sólo tocarse?
Sin embargo, el son era tan plañidero que el sol parecía desvanecerse. En esto, comunicado por los que estaban más cerca de las ventanas, por la iglesia empezó a propagarse un susurro; mientras la novia esperaba a un vivo en el altar, un cortejo funerario con varios carruajes reptaba por la calle llevando un muerto al cementerio de la iglesia. De inmediato se dejaron oír en la puerta los pasos del novio y sus amigos. La viuda volvió la vista al pasillo; su mano huesuda aferró el brazo de una dama de honor con tal violencia inconsciente, que la joven belleza tembló.
-¡Señora querida, me asusta! -gimió la chica-. Por Dios, ¿qué le pasa?
-Nada, cariño, nada -dijo la viuda; y acercándose le susurró al oído-. No consigo librarme de una fantasía loca. ¡Estoy esperando que el novio entre con mis dos primeros maridos como padrinos!
-¡Mire, mire! -gritó la dama de honor-. ¿Qué es eso? ¡Un funeral!
Una oscura procesión acababa de entrar en la iglesia. Al frente iban un anciano y una mujer, como deudos principa­les, de negro profundo de pies a cabeza salvo por las faccio­nes pálidas y el pelo grisáceo; apoyándose en un bastón, él sostenía la decrepitud de ella con un brazo escuálido. Detrás iba otra pareja, y otra más, tan vetustas las dos y tan afligidas como la primera. A medida que se acercaban, la viuda reco­noció en cada rostro los rasgos de algún amigo de antaño, lar­gamente olvidado pero vuelto ahora, como desde la tumba, para advertirle que preparase una mortaja o, casi igualmente inoportuno, exhibir las arrugas, la enfermedad, y reclamar­la como compañera en virtud de su propia ruina. Cuántas noches de alegría cuando, de joven, había bailado con ellos. Y ahora, en la edad desolada, sentía que algún compañero mustio iba a pedirle la mano y, al tañido de difuntos, iban a unirse todos en una danza de muerte.
Se observó que de banco en banco, con el avance de los valetudinarios por el pasillo, un temor incontenible hacía temblar a los espectadores; y era que había surgido a la vis­ta un objeto hasta entonces oculto por las figuras. Muchos apartaron la cara; otros la endurecieron con una mirada fija; y una muchacha rió histéricamente y, con la risa en los labios, se desmayó. Cuando la procesión de espectros llegó al altar, cada pareja se separó y fue divergiendo con lentitud; enton­ces apareció en el centro la forma que la pompa macabra, los tañidos y el cortejo habían servido para introducir. ¡Era el novio amortajado!
Ningún otro atuendo que el de la tumba habría sido apropiado para un aspecto tan cadavérico; sus ojos relucían como una lámpara sepulcral; todo lo demás estaba imbuido de la rígida calma que muestran los viejos en el ataúd. Aun­que inmóvil, el cadáver se dirigía a la novia en un tono casi fundido con el clamor de la campana, que en tanto él habla­ba, caía pesadamente en el aire.
-Ven, esposa mía -dijeron los labios lívidos-. Ya está pronto el cortejo. El sacristán nos espera a la puerta de la tumba. Casémonos; ¡y luego, a los ataúdes!
¡Cómo representar el horror de la viuda! Estaba exangüe como una novia de muerto. Temblorosas de ver a los do­lientes, el amortajado y la novia misma, las jóvenes damas se habían hecho a un lado; las poderosas imágenes de la escena expresaban la vana lucha de las doradas vanidades de este mundo contra la edad, la decadencia, el dolor y la muerte. El primero en romper el amedrentado silencio fue el pastor.
-Señor Ellenwood -dijo, tranquilizador pero con cier­ta autoridad-: No se encuentra usted bien. Las inusuales circunstancias que lo rodean lo han agitado. Tendremos que posponer la ceremonia. Como antiguo amigo, permítame ro­garle que vuelva a su casa.
-¡A casa! Sí, pero no sin mi novia -respondió él en el mismo tono hueco-. Usted cree que me burlo; tal vez que estoy loco. Si hubiera adornado este esqueleto caduco y roto con encajes y escarlata, si hubiera forzado estos labios ajados a reírse de un corazón muerto, podríamos hablar, sí, de locura o de burla. Pero vamos, ¡que declaren ya jóvenes y viejos cuál de los dos, el novio o la novia, se ha presentado aquí sin traje de boda!
Dio un paso fantasmal adelante y, plantándose junto a la novia, puso en contraste la atroz sencillez de su mortaja con las luces con que se había ataviado ella para la desgraciada escena.
-¡Serás cruel! -gimió la novia herida.
-¡Cruel! -repitió él; y perdiendo la compostura mor­tal en una amargura salvaje, dijo-: ¡Que juzgue el Cielo quién de los dos ha sido cruel con el otro! De joven me privaste de felicidad, esperanzas y metas; te llevaste toda la sustancia de mi vida e hiciste de ella un sueño sin realidad siquiera para llorarla... Sólo una tiniebla persistente, por la que anduve de mala gana sin cuidarme del rumbo. Y al cabo de cuarenta años, cuando ya me he hecho una tumba y no renunciaría a la idea de descansar en ella -no, ni por una vida como la que imaginamos una vez-, me llamas al altar. Ya que me has convocado, aquí estoy. Pero otros maridos han disfrutado de tu juventud, de tu belleza, del calor de tu corazón y todo cuanto podría llamarse tu vida. ¿Me queda a mí algo más que ruina y muerte? Por eso he recurrido a es­tos amigos funerarios, he pedido al sacristán el repique más profundo y he venido a desposarte amortajado como para el entierro. Para que unamos las manos a la puerta de la tumba y entremos juntos.
No era frenesí; no era la simple ebriedad de una emoción fuerte en un corazón no habituado lo que se apoderó de la novia. La severa lección del día hizo su trabajo; desapareció de ella todo el aire mundano. Tomó la mano del novio.
-¡Sí! -exclamó-. ¡Casémonos, aunque sea a la puerta del sepulcro! La vida se me ha ido en vanidad y vacío. Pero en el cierre hay un sentimiento sincero. Hizo de mí lo que fui cuando joven; ahora me hace digna de ti. Para ninguno de los dos hay ya tiempo. ¡Unámonos para la Eternidad!
El novio la miró larga, hondamente, a los ojos, y de los su­yos brotó una lágrima. ¡Rara gota de sentimiento humano en el pecho helado de un cadáver! Se la enjugó con la mortaja.
-Amada de mi juventud -dijo-. Esto ha sido una ex­travagancia. La desesperación de mi vida entera volvió de golpe y me trastornó. Perdóname, y sé perdonada. Sí, la no­che ha caído sobre nosotros sin que hayamos realizado nin­guno de nuestros tempranos sueños de felicidad. Pero una­mos las manos frente al altar como amantes que, separados toda la vida por circunstancias adversas, se encuentran de nuevo cuando ya están partiendo y descubren que el afec­to terreno se ha vuelto santo como la religión. ¿Y qué es el Tiempo para los esposos eternos?
Entre las lágrimas de muchos y un mar de sentimientos exaltados, se consagró la unión de dos almas inmortales. El séquito de dolientes mustios, el encanecido novio en su mor­taja, la palidez de la novia anciana y el redoble de difuntos señalaban el entierro de las esperanzas terrenas. Pero al proseguir la ceremonia, el órgano, como identificado con una escena conmovedora, vertió sobre ellos un himno que, mez­clándose primero con el lúgubre tañido y alcanzando luego un tono más alto, elevó al fin el alma por encima de la pena. Y cuando el horrible rito hubo acabado y, mano en mano helada, los Esposos de la Eternidad se retiraron, el solemne canto triunfal del órgano ahogó las campanadas de boda.

Nathaniel Hawthorne