Era una noche fría. Había terminado de cenar, y mi criado
estaba preparándome la cama mientras yo seguía sentado junto a un brasero lleno
de carbón encendido. La mayoría de los culis se disponía a pasar la noche en la
habitación contigua. A través del endeble tabique que las separaba, oía
charlar a dos de ellos. Había llegado otra partida de viajeros una hora antes;
la pequeña posada estaba llena. De pronto se armó un revuelo, y al salir a la
puerta de mi habitación para ver qué sucedía vi tres sillas de manos que
entraban en ese momento en el patio. Las depositaron en el suelo frente a mí.
De la primera salió un chino robusto, de aspecto imponente. Vestía una larga
túnica negra de seda re camada, con forro de colas de ardilla, y un gorro
cuadrado de piel. Pareció desconcertado al verme ante la puerta de la
habitación principal. Se volvió al posadero y lo interpeló en un tono
autoritario. Al parecer era un funcionario del Estado, y se mostró sumamente
indignado al comprobar que estaba ocupada la mejor habitación de la posada. Le
comunicaron que solo quedaba una disponible. Era pequeña, con catres cubiertos
por jergones de paja en las paredes. Por norma general, solo se alojaban en
ella los culis. Fue presa de un violento arrebato, y de pronto se armó un
revuelo de grandes proporciones. El funcionario, sus dos acompañantes y los
porteadores clamaron contra la indignidad que se pretendía infligirles,
mientras el posadero y sus criados discutían con ellos, protestaban, los
reconvenían y les rogaban encarecidamente que reconsiderasen su postura. El
funcionario profirió un torrente de amenazas. Durante unos minutos, el patio,
que tan silencioso estaba antes, se llenó de reverberaciones y de gritos
enojados; al cabo, remitió el alboroto con la misma rapidez con que se había
armado, y el funcionario se acomodó en la habitación disponible. Un criado le
llevó agua caliente y el posadero lo siguió con grandes cuencas de arroz
humeante. Todo quedó en calma.
Una hora más tarde salí al patio para estirar las piernas
unos minutos antes de acostarme. No sin sorpresa topé con el robusto
funcionario, poco antes tan pomposo, dándoselas de importante, sentado ante una
mesa a la entrada con el más desaseado de mis culis. Charlaban amistosamente.
El funcionario fumaba una pipa de agua. Había armado todo ese escándalo para
dárselas de importante; una vez logrado su objetivo se había quedado
satisfecho, y al tener necesidad de conversar no puso reparos en aceptar la
compañía de cualquier culi sin parar mientes en las distinciones sociales al
uso. Mostró un talante perfectamente cordial, sin el menor rastro de
condescendencia. El culi charlaba con él en pie de igualdad. Aquella me
pareció la democracia perfecta. En Oriente, un hombre es igual a otro en un
sentido tal como no se encuentra en Europa ni en Estados Unidos. La posición
social y la riqueza ponen a un hombre respecto a otro en una relación de superioridad
que es puramente adventicia: ni una ni otra son cortapisa de la sociabilidad
que ambos puedan tener.
Cuando me tendí en la cama me paré a pensar por qué en el
despótico Oriente acaso exista entre los hombres una igualdad mucho mayor que
en Occidente, tanto más libre y democrático, y me vi obligado a concluir que
la explicación habrá que buscarla en los pozos negros. En Occidente nos divide
de nuestros semejantes el sentido del olfato. El obrero es nuestro amo,
inclinado como está a regirnos con mano de hierro, pero no puede negarse que
apesta: a nadie le ha de extrañar, ya que un baño al amanecer, cuando uno debe
darse prisa para llegar al trabajo antes de que suene la sirena de la fábrica,
no es nada agradable, y el trabajo duro no propende a la dulzura, y nadie
cambia de sábanas mientras pueda evitarlo si la colada semanal debe hacerla una
esposa de lengua viperina. No culpo al obrero de que apeste, pero lo cierto es
que hiede. Así, las relaciones sociales son difíciles para las personas dotadas
de un olfato sensible. La bañera matinal divide a las clases sociales de un
modo más eficaz que el propio nacimiento, la riqueza o la educación. Es muy
digno de notarse que aquellos novelistas que han ascendido desde las capas
obreras tienden a convertirlo en símbolo del prejuicio social, y no lo es menos
que uno de los escritores más distinguidos de nuestro tiempo siempre
caracteriza a los bribones de sus entretenidos relatos señalando que suelen
darse un baño por las mañanas. Los chinos viven toda su vida en las inmediaciones
de olores sumamente desagradables. No se percatan de su presencia. Sus
facultades olfativas ya no se sensibilizan ante los hedores que tanto afectan a
los europeos, de modo que pueden encontrarse en pie de igualdad con el que ara
la tierra, el culi, el artesano. Yo diría incluso que el pozo negro es más
necesario para la democracia que las propias instituciones parlamentarias. La
invención de los «sanitarios» ha destruido el sentido de igualdad que existía
entre los hombres. Es responsable directo del odio existente entre las clases,
más aún que el monopolio del capital en manos de unos pocos.
Es un pensamiento trágico, pero el primer hombre que tiró
de la cadena de un retrete, sin duda con un gesto de negligencia, en realidad repicó
el toque a difuntos de la democracia.
W. Somerset Maugham