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lunes, 12 de septiembre de 2016

Ferrer-Dalmau 1












Democracia

Era una noche fría. Había terminado de cenar, y mi criado estaba preparándome la cama mientras yo seguía sentado junto a un brasero lleno de carbón encendido. La mayoría de los culis se disponía a pasar la noche en la habitación conti­gua. A través del endeble tabique que las separaba, oía charlar a dos de ellos. Había llegado otra partida de viajeros una hora antes; la pequeña posada estaba llena. De pronto se armó un revuelo, y al salir a la puerta de mi habitación para ver qué sucedía vi tres sillas de manos que entraban en ese momento en el patio. Las depositaron en el suelo frente a mí. De la pri­mera salió un chino robusto, de aspecto imponente. Vestía una larga túnica negra de seda re camada, con forro de colas de ardilla, y un gorro cuadrado de piel. Pareció desconcerta­do al verme ante la puerta de la habitación principal. Se vol­vió al posadero y lo interpeló en un tono autoritario. Al pare­cer era un funcionario del Estado, y se mostró sumamente indignado al comprobar que estaba ocupada la mejor habita­ción de la posada. Le comunicaron que solo quedaba una dis­ponible. Era pequeña, con catres cubiertos por jergones de paja en las paredes. Por norma general, solo se alojaban en ella los culis. Fue presa de un violento arrebato, y de pronto se armó un revuelo de grandes proporciones. El funcionario, sus dos acompañantes y los porteadores clamaron contra la indig­nidad que se pretendía infligirles, mientras el posadero y sus criados discutían con ellos, protestaban, los reconvenían y les rogaban encarecidamente que reconsiderasen su postura. El funcionario profirió un torrente de amenazas. Durante unos minutos, el patio, que tan silencioso estaba antes, se llenó de reverberaciones y de gritos enojados; al cabo, remitió el albo­roto con la misma rapidez con que se había armado, y el fun­cionario se acomodó en la habitación disponible. Un criado le llevó agua caliente y el posadero lo siguió con grandes cuencas de arroz humeante. Todo quedó en calma.
Una hora más tarde salí al patio para estirar las piernas unos minutos antes de acostarme. No sin sorpresa topé con el robusto funcionario, poco antes tan pomposo, dándoselas de importante, sentado ante una mesa a la entrada con el más desaseado de mis culis. Charlaban amistosamente. El funcio­nario fumaba una pipa de agua. Había armado todo ese es­cándalo para dárselas de importante; una vez logrado su obje­tivo se había quedado satisfecho, y al tener necesidad de conversar no puso reparos en aceptar la compañía de cual­quier culi sin parar mientes en las distinciones sociales al uso. Mostró un talante perfectamente cordial, sin el menor rastro de condescendencia. El culi charlaba con él en pie de igual­dad. Aquella me pareció la democracia perfecta. En Oriente, un hombre es igual a otro en un sentido tal como no se encuentra en Europa ni en Estados Unidos. La posición social y la riqueza ponen a un hombre respecto a otro en una rela­ción de superioridad que es puramente adventicia: ni una ni otra son cortapisa de la sociabilidad que ambos puedan tener.
Cuando me tendí en la cama me paré a pensar por qué en el despótico Oriente acaso exista entre los hombres una igual­dad mucho mayor que en Occidente, tanto más libre y demo­crático, y me vi obligado a concluir que la explicación habrá que buscarla en los pozos negros. En Occidente nos divide de nuestros semejantes el sentido del olfato. El obrero es nuestro amo, inclinado como está a regirnos con mano de hierro, pero no puede negarse que apesta: a nadie le ha de extrañar, ya que un baño al amanecer, cuando uno debe darse prisa para llegar al trabajo antes de que suene la sirena de la fábri­ca, no es nada agradable, y el trabajo duro no propende a la dulzura, y nadie cambia de sábanas mientras pueda evitarlo si la colada semanal debe hacerla una esposa de lengua viperi­na. No culpo al obrero de que apeste, pero lo cierto es que hiede. Así, las relaciones sociales son difíciles para las perso­nas dotadas de un olfato sensible. La bañera matinal divide a las clases sociales de un modo más eficaz que el propio naci­miento, la riqueza o la educación. Es muy digno de notarse que aquellos novelistas que han ascendido desde las capas obreras tienden a convertirlo en símbolo del prejuicio social, y no lo es menos que uno de los escritores más distinguidos de nuestro tiempo siempre caracteriza a los bribones de sus entretenidos relatos señalando que suelen darse un baño por las mañanas. Los chinos viven toda su vida en las inmediacio­nes de olores sumamente desagradables. No se percatan de su presencia. Sus facultades olfativas ya no se sensibilizan ante los hedores que tanto afectan a los europeos, de modo que pueden encontrarse en pie de igualdad con el que ara la tie­rra, el culi, el artesano. Yo diría incluso que el pozo negro es más necesario para la democracia que las propias institucio­nes parlamentarias. La invención de los «sanitarios» ha des­truido el sentido de igualdad que existía entre los hombres. Es responsable directo del odio existente entre las clases, más aún que el monopolio del capital en manos de unos pocos.
Es un pensamiento trágico, pero el primer hombre que tiró de la cadena de un retrete, sin duda con un gesto de negligencia, en realidad repicó el toque a difuntos de la democracia.

W. Somerset Maugham