Estaba por fin
ahí, como el rostro de un destino antes descifrable y ahora revelado: un hombre
de piedra (el sombrero sobre los ojos, casi palpable la pesada pistola), pero
atentísimo a las próximas señales del estrago.
Ese hombre ahí
significaba que todos los plazos se habían cumplido; que él, Manolo, pronto
sería el cadáver de Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer, recordado durante un
tiempo por alguno de sus paisanos y por sus parroquianos sólo hasta que otro
(desde luego gallego, recio, petiso, velloso y cejudo) lo sustituyera en el
mostrador del bar «La
Nueva Armonía ».
Ahora, frente
a esta muerte enchambergada, comprendía con claridad por qué los vecinos lo
miraban con piedad y por qué sus palabras tenían dejos de lástima constante:
-¿Qué tal,
Manolo? -la conversación solía comenzar así.
-Trabajando,
ya lo ve.
-Es la vida
del pobre. Y... ¿más sereno ya?
-Sí... pero
hablemos de otra cosa.
Pero ellos
nunca querían hablar de otra cosa, sino de aquella por la cual el barrio -la pequeña esquina desteñida de Floresta al
sur, calle Mariano Acosta al mil y tantos- fue transportada súbitamente tres meses atrás a los titulares de los
periódicos amarillos.
Primero eran
los consejos:
-Le convendría
cambiar de barrio...
-Es difícil
vender el bar.
Y luego
volvían al tema obsesionante:
-Nunca se
sabe... Con esa gente no se puede jugar. ¡Y la policía que no lo protege a uno!
El agente ya no está más, ¿verdad?
-Ve usted que no. Hasta luego...
Lo pasado pisado.
Se iba, huía, pero aun así sabía que lo miraban alejarse como al
portador de una segura enfermedad mortal.
Había otros diálogos, sin embargo, aunque en el fondo eran lo mismo.
-¡Lo felicito, hombre! ¡Qué coraje tuvo!
-Me defendí, nada más. Pero no quiero hablar. Lo pasado pisado.
-Para usted, sí. Pero ellos eran tres. Cayó uno y quedaron dos.
-No quise matarlo; me defendí nada más.
-Para un valiente como usted, lo mismo es uno que diez. Que vayan
saliendo, no más, ¿eh? ¡Qué hígados: enfrentar al Lungo Riquelme!
-Usted perdonará, pero debo atender a los clientes. No me gusta
recordar.
Era, sin
embargo, un recuerdo para llenar una vida y, sobre todo, la del oscuro Manolo
Cerdeiro, atado día a día y durante años a una noria de jornadas iguales
detrás del mostrador de «La
Nueva Armonía ». Abrir el bar, atender a los corredores, a los
parroquianos, desde la mañana hasta la madrugada; turnándose con la patrona,
salvo los lunes, día en que comenzaba a las seis de la tarde. Estos lunes
preparaban con nabizas, pingüe unto sin sal, papas y porotos, un caldo gallego
blanquecino, generoso y tan espeso que las cucharas quedaban clavadas de punta
en su masa, y del cual bebían (o comían) dos soperas, empanadas de pescado
fuerte o callos, regado todo con vino tinto áspero y común. Era una fiesta, su
única pausa en el trabajo, su escape hacia el mundo, ahíto, satisfecho, sin
necesidad ni temor que le aguardaba cuando pudiera redondear una fortuna.
Luego, después de una siesta bovina y profunda, reabría el bar, y mientras
llegaban los clientes hacía las cuentas y preparaba el dinero para depositar en
el Banco.
Aquel día,
concluidas las sumas y las restas, liado y encerrado el dinero bajo llave en
un cajón del mostrador, estaba limpiando unos vasos cuando, a un ruido de
pasos, levantó la cabeza y se encontró frente a aquellos dos hombres parecidos
a cuchillos.
-¿Desean los señores?
-Pasá el fajo
y no grités, gallego.
Y ya no vio
sino la boca de la pistola con que el más bajo lo encañonaba.
Manuel
Cerdeiro no era, tal vez, un cobarde. Por eso demoró un par de segundos
mientras sentía que un sudor rápido le pegaba la ropa a la piel.
-Apurate,
gallego, o te liquido -dijo el de la pistola, y el más alto, sin mover el
cuerpo, le cruzó la cara con el canto de la mano en un golpe cruel, duro e
injusto.
Llorando
-recordaba que lloró, pero no si fue de rabia o de miedo, o las dos cosas
juntas- abrió Manolo Cerdeiro el cajón. Allí estaba el dinero, un fajo de sólo
veintitrés mil pesos y también saltándole a los ojos como la cabeza de una
víbora, como la punta de un látigo, como una fría lengua de acero, aquel Colt
38, caño corto, que le vendieron junto con el bar, diez años atrás, y que jamás
había usado.
Hasta allí,
los hechos memorables. Luego todo se confundía turbulentamente, se superponía
en un lapso que debió de ser de segundos, y en el cual, llevado por el dolor de
aquel golpe injusto, por un rencor instantáneo y feroz, por el pánico, por
todo eso, se halló de pronto disparando su revólver sobre los dos hombres, dos
veces, tres, cuatro, vaciando el tambor del arma sobre ellos, encogiéndose tras
el mostrador porque también le tiraban mientras se retiraban lentos y precisos
hacia la puerta con las cuarenta y cinco de inacabables recámaras, viendo sin
ver, ciego, en tanto algunas botellas caían deshechas, regándole de anís,
cegándole de coñac.
Hubo un
confuso ruido de mesas derribadas, patadas en el suelo, mientras él, enajenado
por aquel rapto de matar y morir que le quemaba el alma, gatillaba inútilmente
contra cualquier cosa su revólver ya sin proyectiles. El mostrador subió como
un telón invertido, de abajo hacia arriba, borrándole todo mientras él caía
derribado por una bala, sin tomar conciencia de que caía, ni por qué. Por
tanto, advirtió de pronto que su boca daba contra el suelo, que olía
olfateándolo, el seco olor del polvo acumulado en las tablas no barridas, que
no podía levantarse. Vio que la sangre le corría por la camisa, no sabía desde
dónde, un dolor agudo le barrenó el hombro y volvió a caer, entonces sí, sin
sentido.
Ese mismo dolor lo volvió en sí. El bar estaba lleno de voces, de sombras, de
agitación y de ruidos. Un hombre recio
y colorado se inclinaba sobre él. Luego se irguió:
-La bala le lastimó el hombro. No es grave, pero tengan cuidado.
Dos camilleros
lo levantaron en vilo y lo sacaron acostado, semidesnudo, desvalido e infantil.
Sintió una súbita vergüenza al pasar casi en cueros entre la apretada hilera
de los curiosos, de los
vecinos, de todo el barrio aborregado ante la puerta de «La Nueva Armonía » al
concierto de los tiros, y
volvió a desmayarse cuando lo metieron en la ambulancia.
Sólo después,
y lentamente, mientras salía del asombro como de una red de hilos infinitos que
sólo se iban soltando de a uno y despacito, reconstruyó el episodio, a la vez
trivial y trágico, oscuro y
heroico.
Ese día,
aprovechando una hora vacía, dos asaltantes intentaron robarle. Un modesto
golpe de mano, en un bar huero y a un hombre solo, desprevenido, desarmado y
presumiblemente cobarde. Poco dinero, es cierto, aunque proporcional al escaso riesgo. Pero, imprevisiblemente, la víctima resistió (por
avaricia, por aturdimiento, por estupidez, dijeron todos, nadie por cívico
heroísmo) y mató a uno de los atracadores, mientras el otro huía. Nada, como
se ve, más allá de un episodio cualquiera de la crónica policial. Nada más... si el muerto no hubiera sido el Lungo
Riquelme.
Pero lo era, y
por eso la gente empezó a mirar a Manuel Cerdeiro como a un cadáver, con
lastimosa piedad, tanto que a veces él mismo
se olisqueaba para ver si ya
hedía a la muerte que le asignaban.
-Lástima que
era Riquelme -decían.
El sonreía,
crispado:
-Sí..., sí.
Fatalidad. Pero no quiero hablar
de ello.
Así, y todavía
exánime en el hospital, lo había repetido a los reporteros entre relumbres de
flash.
-¿Sabía usted
que era el Lungo Riquelme?
-No.
-De saberlo,
¿hubiera resistido lo mismo?
-No sé.
Todavía no sé bien quién es ese señor Riquelme.
No lo sabía
pero lo aprendió: el Lungo Riquelme era el mayor y el jefe de tres hermanos,
duros profesionales del delito, asesinos todos, que desde hacía dos años se
tiroteaban con increíble buena fortuna con la policía de cuatro provincias y
la uruguaya. Asaltar era su oficio; matar, un azar aceptable para ellos;
morir, un riesgo conexo. Bancos, pagadores, joyeros, casas de cambio, habían
sido saqueadas una tras otra, a veces en pleno centro, y cuatro hombres habían
caído ya bajo sus pistolas sin ley. Porque los Riquelme disparaban enseguida,
sin más, alevosamente, cuando alguien resistía o parecía dispuesto a hacerlo.
Así mataron a un oficial de policía llamado Bazán, y entonces se trabó uno de
esos duelos cerrados, porfiados, sin piedad, incluso con víctimas por lujo, que
se dan entre uno o más delincuentes y la policía cuando a ésta le matan uno de
sus hombres.
En tal duelo
se tira de cualquier manera, en cualquier lado, sin aviso, sobre el culpable,
el acompañante, el encubridor, el sospechoso, que son todos uno y lo mismo para
los perseguidores, como éstos lo son para los otros. Y del otro lado se mata
por seguridad, como quien da vuelta una llave, o como un pagaré contra la
propia muerte, que el delincuente sabe inevitable a menos que huya del país.
Así, a las órdenes del comisario Gregorio Bazán, hermano del oficial muerto, se
peleaba contra los hermanos Riquelme, que no se entregarían jamás.
Hechos a esta
fatalidad, los Riquelme eran para el gallego Cerdeiro otra fatalidad sin
escape. Los cronistas y reporteros hablaron de esto: «Conociéndose la
solidaridad que se practica en el hampa, y más en el caso de los hermanos
Riquelme, corre grave peligro la vida del señor Cerdeiro...»; o «Es indudable
que los dos hermanos Riquelme tratarán de vengar a Juan, alias El Lungo, que
era el mayor de los tres». Incluso la revista «Ahora» publicó una serie de
notas que tituló: «El juramento de los Riquelme», según la cual los dos sobrevivientes,
Ernesto y Pedro, habían jurado en rueda de taitas y sobre el filo de un
cuchillo que perteneció a Di Giovanni dar muerte al pobre gallego después de un
largo paseo de agonía, de esos que se ven en televisión. Lo asesinarían desde
un automóvil en marcha, lo balearían de atrás, lo apuñalearían dormido, al
abrir una puerta volarían él y la puerta al soplo de la gelinita; cualquier
cosa podía suceder en cualquier momento. Sería un concluir sin horror, seguro,
rápido y técnico, aceptado de antemano por todos.
Por eso,
cuando Manuel Cerdeiro volvió del hospital, hubo noche y día y durante dos
meses, un agente uniformado en la esquina de «La Nueva Armonía ».
Desde su lugar, detrás de la caja, el gallego llegó a mirarlo como si fuera un
elemento definitivo del paisaje urbano que cabía entre la puerta y la vidriera
del bar; permanente como la casa de enfrente y sus balcones, como la mercería
del armenio Bakirgian, en la esquina opuesta y transversal, el foco suspendido
sobre los adoquines color plomo o la vereda de piedras desniveladas.
Un día el
agente desapareció. No hubo nadie en la esquina. Increíblemente, Cerdeiro
adivinó que tampoco lo habría ya, y todas las cosas parecieron dar una
voltereta, balancearse, ceder, mientras violines y campanitas vibraban en sus
oídos.
El armenio
Bakirgian estaba en la puerta de su tienda y cruzó rápidamente la calle. Ni
siquiera saludó.
-¡Le sacaron
el agente!
-No sé... tal
vez volverá luego.
Ardían de
furia los ojos del armenio.
-No; lo averigüé yo mismo en la comisaría. Han levantado la consigna.
¡Para eso uno paga los impuestos! ¡Para que cualquiera lo robe y lo asesine!
Cerdeiro fue a
la seccional.
-¿Qué desea,
señor?
-El comisario,
por favor.
El cabo de
guardia lo miró severamente:
-Está ocupado.
No puede atenderlo.
-Soy...
Cerdeiro... Manuel Cerdeiro, del bar «La Nueva Armonía », aquí
en Mariano Acosta al mil y tantos.
-¡Ah! ¿Es por la vigilancia? Ya vino antes un turco entrometido...
Bueno. Se levantó.
-Pero...
-No hay nada
que hacer. Tenemos mucho trabajo y no podemos distraer tres turnos para
cuidarlo a usted. Arréglese solo. Buena suerte.
Manuel
Cerdeiro volvió como en sueños a su bar. (Ahoramevanamatar.) Tuvo que remirar
sus botellas, las mesas percudidas, pasar los dedos por el mostrador de cinc
(«ahoramevanamatar»), abrir y cerrar los cajones para recordar el lugar de cada cosa («ahoramevanamatar») y aun
así, no pudo concentrarse en su
trabajo (lavar los vasos, apilar las cajas vacías, barrer y regar el piso antes
que vinieran los clientes –con esa furia gallega y obstinada de siempre que le
había permitido durante años ahorrar el sueldo de un peón y de un mozo),
porque en realidad estaba viviendo ya para la muerte. Y así, como en sueño,
vivió hasta que los días le desarrollaron un curioso doble juego de sentidos:
uno, el de los ojos, oídos, tacto, atado a la rutina diaria; el otro, también
ojos, oídos, tacto, atento a las señales de la calle, el barrio, la ciudad
entera, en uno de cuyos cubículos estaban los Riquelme vengadores y
juramentados.
Este segundo
sistema le anunció la conclusión del plazo.
Eran las once
de una noche de lunes, dura, helada y lluviosa. Los últimos parroquianos -tres
invariables billaristas- se habían marchado y él pensaba cerrar enseguida porque
nadie vendría ya e irse a su casa, a unas cuadras de allí, tránsito de Calvario
(«ahoramevanamatar») que hacía dos veces al día con todo su ser puesto en
cualquier señal que pudiera darse. Entró en la trastienda, que era un patinillo
entoldado, tapiado por cajones vacíos de Coca-Cola y de cerveza, y comenzó a
apartar los de marca «Tres Cometas», cuyo camión vendría mañana a retirarlos,
cuando la señal vibró. Sí: no fue el abrirse de la puerta, ni los pocos pasos
que siguieron los que le hicieron estremecer, sino la alarma que resonó en el
segundo juego de sentidos que le había crecido durante la espera:
«Ahoramevanamatar».
Allí estaban.
Midió agónicamente sus posibilidades de escape: ninguna. Tres altísimas
paredes verticales y ciegas cerraban el patiecito. Nadie oiría un grito
mientras el viento zumbelara allá arriba, tan perdido Manuel Cerdeiro en la
ciudad como en un abismo entre montañas desnudas.
Sólo cabía
regresar al bar («ahoramevanamatar») y eso hizo. De no estar tan aferrado por
la circunstancia, por los ineludibles aquí y ahora, hubiese comprobado que su
espanto había desaparecido y que podía realizar un balance, incluso
desapasionado, de los hechos o, por lo menos, de los hechos que le concernían.
Vio, en
efecto, que el recién llegado -era uno solo- estaba ya sentado a una mesita;
que no podría intentar un desesperado y tal vez mortal salto a través de la
vidriera, porque él mismo había cerrado, encerrándose, la cortina metálica;
que el desconocido no tenía apuro, que estaba sentado de tal manera -el
antebrazo derecho apoyado sobre la mesa y paralelo al pecho- que su mano
empuñaría en un décimo de segundo la pistola; que ésta le abultaba bajo el
brazo izquierdo y que otra tiraba pesadamente hacia abajo el bolsillo derecho
de su americana; que estaba atento a los signos que debían venir de la noche,
donde dormían los inocentes y velaban los asesinos.
Manuel
Cerdeiro no sabía si pensaba en algo cuando se acercó al tipo para preguntarle
qué quería tomar, si lo hizo por rutina, por servil ansia de ganar un minuto,
un minuto más de vida, por aturdimiento o por cualquier otra razón.
La mano del
hombre se hundió bajo el saco y quedó allí, sin duda enroscados los dedos
amarillos en el gatillo y la culata:
-Algo
livianito, maestro -le dijo mirándolo, y Manuel Cerdeiro volvió a sentirse ya
muerto porque aquellos ojos fijos de víbora brillaban con inequívoca burla.
-¿Guindado?
-Eso:
guindado.
Mientras vertía el licor -sus manos temblaban y lo derramaron un poco-,
pensó en los paseos de la muerte que decía la revista; en los lentos suplicios
con que el hampa suele, según las historietas, cobrar la traición o el crimen y
así, de nuevo como en sueños, volvió con el guindado hasta la mesita (la mano
del hombre, que había salido, tornó a su nido terrible) y regresó tambaleándose
al mostrador. Allí se quedó, sentado en la silla alta que usaba para recontar
el dinero, con la caja como pobrísimo parapeto, mirando a aquel hombre, que, a
su vez, no lo miraba, pero lo escuchaba, el oído tendido simultáneamente hacia
las señales de la noche.
Todo había
pasado en cuatro minutos. Luego el tiempo -inmóviles los dos, él y otro, él y
él, él y la muerte-, sólo fue perceptible en su más claro símbolo: en aquella
aguja del reloj eléctrico que remontaba silenciosa su rueda inmutable.
Sin señal
previa, a las once y cuarenta y tres se abrió la puerta. El viento arrojó
dentro del bar una ráfaga de lluvia y luego a un tipo indescifrable, mojado,
aterido, haraposo y con barba de semanas, desmelenado, sucio y tan borracho que
ya se desplomaba. De una corrida tembleque, adelantando las manos para asirse
de cualquier cosa imprevisible antes de caer, llegó al mostrador y allí bisbisó
algo.
-No tengo
-dijo Manuel Cerdeiro, sin oír y coligiendo.
El borracho
volvió a borronear sílabas.
-Smm... iino.
-No hay vino.
Es hora de cerrar. Váyase.
Apestaba el
mísero a alcohol, humo, sudor, ropa vieja. Una súbita esperanza atravesó a
Manuel Cerdeiro como una saeta; lo acompañaría... lo acompañaría hasta la
puerta y él adelante y el otro atrás, usándolo como viviente escudo, tal vez...
-A ver amigo,
lárguese.
Pero el hombre
del chambergo lo había adivinado (todo el recinto cruzado por mensajes tácitos
pero claros) y allí estaba, alto, tranquilo, fuerte, del otro lado del
mostrador y ahora junto al borracho. Le calzó el brazo bajo el suyo, le torció
la mano izquierda con su puño brutal e inmenso, y cuando el pobre empezó a
lamentarse, lo llevó en peso y lo empujó con destreza y violencia, lanzándolo a
diez pasos, pero de pie, de tal manera que con el impulso dado el borracho se
hundió en la sombra y desapareció llevándose la esperanza que, según había
comprobado Manuel Cerdeiro, también puede residir en un piojoso.
Y todo -el
viento, la lluvia, el hombre, Manuel Cerdeiro, la espera de las verdaderas
señales- regresó exactamente a su sitio, menos las agujas del reloj, que ahora
marcaban las once y cuarenta y ocho.
Los dos
quedaron otra vez solos: el bolichero y el asesino, el hombre y su visible
destino, separados por ese breve trecho -de nuevo Manuel Cerdeiro detrás de su
caja, de nuevo el otro allí, a diez metros apenas, de nuevo la mano próxima a
la pistola, de nuevo los dos oyendo la ciudad, descartando los conocidos
ruidos: el rodar de un taxi; de cuando en cuando, el ronroneo del ómnibus 170,
el asmático paso -ras, ras, ras, ras- del colectivo 201, algún rápido y fugaz
chi-ris-ris de neumáticos sobre el pavimento mojado, el continuo, continuo,
continuo rodar, caer, gargarizar del agua de las cunetas en la boca de tormenta
que bebía lluvia frente al bar, de nuevo pensando Cerdeiro en todas las puertas
herméticas cerradas ante él, cada vez girando como en el vacío cada cosa
(«Ahoramevanamatar»), cada vez más remotas, a medida que se aproximaba la señal
de la sentencia desde algún punto de la ciudad dormida, impenetrable al tácito
gemir, al mudo implorar de aquel pobre gallego que sudaba como Cristo en las
últimas estaciones del Calvario.
A las doce y
doce horas la noche dio la segunda señal.
Oyeron -los dos, porque la mano del otro ganó de nuevo su leonera como
una fiera- los pasos en la calle: rápidos, pequeños, esquivando sin duda los
charcos de la vereda.
Enseguida se
abrió la puerta, avanzaron otra vez el viento y la lluvia, un paraguas inmenso
y brillante entró después y tras él la menuda figurita de Adelquí Martinelli,
un vecino.
-¡Hola, don
Manolo! Llueve, ¿verdad?
Manuel
Cerdeiro sonrió dolorosamente y no dijo nada. El hombrecito, chiquito, panzón,
tocado con un tirolés negro, donde lucía una ridícula pluma, plegó el paraguas
y fue derecho al mostrador con pasitos
de bebé.
-¿No cerró
todavía? -preguntó-. ¿Por qué?
Adelquí
Martinelli era el hombre de las preguntas con respuestas ahorrables.
-Es tarde...
Las doce y cuarto.
Controló su
reloj pulsera con el eléctrico de la pared.
-Allí dan las
doce y doce. ¿Anda bien?
-Muy bien.
-Vengo de casa de mi hija mayor. Todos los jueves voy allá. ¿Usted
sabía? Y cuando pasé, pensé: me vendría bien una ginebra con este frío.
-¿Quiere una
ginebra?
-Una Bols.
-¿Doble?
Adelquí
Martinelli vaciló largamente. Después:
-Doble -dijo
resueltamente.
Manuel
Cerdeiro se volvió hacia el estante de las bebidas: Antes de servir vio sobre
éste el lápiz y el papel para las cuentas. Entonces, siempre de espaldas, fue
haciendo mañosamente dos cosas a un tiempo; con la mano izquierda bajó la
ginebra, con la derecha tomó el lápiz; nuevamente con la mano izquierda
depositó un vasito en el estante inferior y con la derecha escribió, mientras
servía despacio: «Llamelapolicía pronto».
Luego dejó
rebosar el vasito hasta que la ginebra humedeció su base, lo apretó contra el
papel hasta que éste se mojó a su vez y quedó adherido al vidrio; finalmente
deslizó las dos cosas, el vasito y el papel sirviéndole de bandeja, sobre el
cinc del mostrador hasta ponerlo bajo la mirada del casi enanito.
El viejo
Adelquí leyó. Luego interrogó con los ojos a Cerdeiro, desmesuradamente, y
comenzó a abrir la boca. Fue un diálogo por signos: Adelquí vio el sudor que
relucía en la estrecha frente del gallego, sus párpados semicerrados, el ruego
íntimo, desesperado y mudo que se desprendía de todo él y comprendió (Adelquí era del barrio y
conocía la historia de Riquelme). Sus ojos asustados giraron hacia atrás, sin
mover la cabeza señalaron al asesino... Cerdeiro asintió levísimamente.
-¿Ri...
quuelme? -preguntó Adelquí con un siseo inaudible, y Cerdeiro volvió a
asentir.
Entonces el
diálogo por signos se invirtió, y el gallego vio cómo se perlaba la frente del
viejo y sus manos comenzaban a temblar como las de un perlático, tanto que la
mitad de la ginebra se le derramó en la barba, mientras él, Manuel Cerdeiro,
lo maldecía e injuriaba silenciosamente con lo mejor de su honesto terror («Se
dará cuenta, viejo imbécil. Nos matará a los dos»), cómo luego trataba de
encaminarse hacia la puerta, tambaleándose de miedo, con las piernas tan ingobernables
como dos flanes.
Cuando pasaba
frente a la mesita del enigma, éste se levantó sin prisa y apoyó la mano en el
hombro redondito de Adelquí:
-Usted no sale
abuelo. Tírese ahí, en ese rincón, atrás de esa mesa y no se levante ni para hacer pis, porque se viene el baile.
Sin una
palabra, el viejo Adelquí -¡temblaba, temblaba!, ¡oh, cómo temblaba!; su pobre
corazón allá adentro, aleteando con tan loco terror, con tan abyecta miseria
que hasta hubiera dejado de latir sólo para congraciarse con el asesino- se
dirigió al lugar ordenado, y se tendió en el suelo, rígido, horizontal.
Y volvió todo
-las doce y veintiocho- a su sitio, salvo aquel ronquido abominable que partía
del lugar donde Adelquí prefiguraba su propio cadáver, tal vez agonizante, y
en todo caso no de falla de su cuerpo, sino de su alma, estirada como una
cuerda, tan tensa que a punto de quebrarse emitía ese ronquido premonitorio del
síncope.
Y detrás de la
caja Manuel Cerdeiro, ya entregado sin fuerzas a su miserable suerte, ya
agachado como un buey que espera la maza del carnicero, ya sin siquiera
enumerar los indicios de la noche, porque ninguno le importaba ahora salvo el
último («Ahoramevanamatar... ahoramevanamatar...»).
De pronto -el
reloj, inatendido, marcaba la una- se dio la verdadera señal; un automóvil
negro y mojado (Manuel Cerdeiro vio sólo su brillante capota húmeda que
deflectaba turbiamente la luz de los focos) se detuvo un instante, hubo un
doble golpe de portezuelas, y de él descendieron dos hombres, negros, iguales,
que abrieron por fin (la por-fin muerte, el final de la espera) sin violencia,
pero con fuerza inapelable la puerta del bar. Ya en el primer paso que dieron
tenían las pistolas en las manos. El primer tiro pasó a diez centímetros del
gallego, el otro le dio en el hombro, en el mismo hombro antes herido y lo
derribó detrás del mostrador, como la otra vez y luego ya no supo qué ocurría
del otro lado, pero oía los tiros, el ruido de cosas volcadas y el grito, el
gemido de Adelquí Martinelli: «¡No me maten!». Un hombre vino atropelladamente
con eses y quebradas de tango a caer de este lado del mostrador, y su sombrero
con gotas de lluvia rodó hasta la misma cara de Manuel Cerdeiro, que lo olió
estúpidamente (un olor a violenta agua florida), mientras el dolor le
desgarraba el hombro, como la otra vez, y advirtió que el sombrero, que el
hombre, que el desconocido últimamente llegado, que el hombre del tango,
estaba muerto y que simultáneamente decenas de terribles balas en hilera, uno,
dos, tres, cuatro, hacían saltar vidrios, revoques, y otra vez cuatro, seis,
diez, doce esquirlas de madera, agujereaban el mostrador también tiradas desde
la calle -dos, tres, dos, tres, dos tres- y todo quedó en silencio hasta que
una voz sonora, inmensa, potente, gritó:
-¡Paren!
¡Bazán habla!
Entraron
varios hombres:
-Levantate,
gallego. Ya pasó. Enseguida te vamos a curar.
Lo sentó en
una silla como a un muñeco. Era el hombre del chambergo.
-Soy el
comisario Gregorio Bazán, y quise esperarlos aquí a esos hijos de puta.
Perdoname, viejo, el jabón que te llevaste, pero en estas cosas es mejor no
abrir la boca. Yo sabía por una «alcahuetada» que vendrían esta noche. Por eso
los esperé.
Gregorio Bazán dio un puntapié a uno de los yertos Riquelme.
-Mucho tiempo esperé este día. Ya cayeron los tres, pero eso no me
devuelve vivo a mi hermano.
El bar estaba lleno de policías uniformados y de civil.
Detrás, en la
calle, ya se oían gritos, la sirena de una ambulancia, la alarma de la gente
que acudía. En el suelo estaban los dos Riquelme muertos, y en una silla,
llorando y sentado un pobre gallego que asistía a su propia resurrección.
Adolfo Luis Pérez Zelaschi