El día de cumpleaños
Faltaba una semana para comienzos
de mayo. Eran las cinco de la tarde por la hora antigua. Me senté en el escalón
de la puerta del patio. Mi marido pasó a mi lado con prisa, dejando las cintas
agitadas durante mucho tiempo, atravesó el patio y entró en el gallinero. Entre
el alboroto de las gallinas, abrió la puerta de la conejera y sujetó un conejo
por las orejas. En el centro del patio, alzó el conejo. La luz que bajaba por
las ramas de los melocotoneros era la claridad del cielo. Estábamos en un abril
sin lluvia y la fuerza del calor era una brisa caliente al atardecer. Con el
otro brazo, hizo que el puño atravesase el aire dos veces y acertó por detrás
de la cabeza del conejo. Se oyó el sonido del puño en la carne y un chillido
tímido, el sonido de matar y el sonido de morir. En aquel entonces, teníamos
dos docenas de conejos y mi marido repitió ese gesto dos docenas de veces.
Cuando acabó, se sentó casi a mi lado. Sacó el pañuelo estrujado del bolsillo y
se limpió la cara. Frente a nosotros, cubriendo el suelo del patio, había dos
docenas de conejos muertos. La brisa se enfriaba poco a poco tanto sobre los
cuerpos de conejos pequeños como sobre los cuerpos cansados y muertos de las
conejas preñadas. Por esa vía entró la enfermedad. Habíamos puesto dos conejas
para que las cubriesen en la casa de una vecina que vive junto al azud y,
cuando volvieron, sin que nos diésemos cuenta, venían con el mal de los ojos y
se lo pegaron a toda la conejera. Me levanté y comencé a poner conejos dentro
de un saco. Algunos murieron con los
ojos legañosos abiertos. Durante todo ese tiempo, sólo pensé en que cumpliría
años el primer domingo de mayo. Cumpliría setenta y dos años. Durante todo ese
tiempo, sólo pensé que el día de mi cumpleaños coincidiría con el día de la
feria de mayo. Sé que estaba contenta y sé que parecía una chica joven por eso.
Cuando acabé de recoger los conejos, había llenado dos sacos. El tiempo pasó
deprisa. El día de mi cumpleaños, despertamos de madrugada. Calenté dos ollas
de agua en la lumbre. Me di un baño y llené el barreno con agua también para mi
marido. Me puse la falda floreada y la blusa blanca que había comprado hacía
más de diez años en la misma feria de mayo. Cuando salimos, el sol comenzaba a
despuntar detrás de los cerros. En la víspera había hecho una caldereta y la
llevaba en un recipiente grande que solo usaba en estas ocasiones especiales.
Al cerrar la puerta con llave, estaba contenta. Cumplía setenta y dos años.
Nunca nadie me había hecho una fiesta de cumpleaños, nunca nadie me había
cantado el cumpleaños feliz, pero aún así señalaba siempre el día de mi
cumpleaños en la memoria. Estaba contenta, cumplía setenta y dos años. Mi
marido se acercó con el ruido de la moto y, en mi imaginación, incluso me
pareció que era de nuevo el muchacho que, hacía más de cincuenta años, venía en
bicicleta al monte sólo para verme. Me puse el casco y, después del camino de
tierra, al entrar en la carretera, me sentí una señora. Con setenta y dos años,
sentí que era grande e importante. Me agarré más a la espalda de mi marido y
miré los pastos, casi diferentes de los que rodean nuestro monte. Cuando
llegamos al pueblo, todavía era temprano. Había aún poca gente en la feria y
andábamos a gusto. Mi marido iba media docena de pasos delante de mí. Las
gitanas, con el modo que tienen de hablar, me decían elija, doña. Yo sonreía un
poco avergonzada. Quería comprar unos zapatos, unas toallas de manos para
regalarle a mi hija cuando nos fuese a visitar y cualquier cosa secreta para mi
cumpleaños. Llegamos a la calle de los zapatos y no quise elegir los primeros
que vi. Mi marido cogía botas y, dirigiéndose a los tenderos, preguntaba ¿éstas
a cuánto? Yo cogía zapatos y preguntaba ¿éstos a cuánto? Mi marido me decía tú debes
de creer que vas a andar ocupándote de la huerta con zapatos finos. Acabé
comprando unos zapatos con unas hebillas muy bonitas y un poco más caros de lo
que había pensado. Fuimos a la parte de la feria de ganado. Mi marido andaba
entre ovejas y vacas y preguntaba los precios como si las pudiese comprar. A la
hora del almuerzo ya el calor nos tenía agobiados. Fuimos al jardín. Nos
sentamos a la sombra y comimos la caldereta con dos cucharas que, en la
víspera, había envuelto en una servilleta. Al final, comimos dos naranjas y mi
marido lió un cigarrillo. Extendimos la manta en el césped y, en la buena
sombra, con el ruido que hacía la feria, me dormí y soñé. Cuando ya estaba más
fresco, guardamos todo y nos acercamos al hombre del reclamo. Con el micrófono
envuelto en un pañuelo, el hombre gritaba ¿sabe cuánto le va a costar este
juego de toallas de seis piezas? No le costará ni cinco, ni tres, ni dos, sino
uno, solo un billete de mil escudos. Acérquense, señoras. Y, en medio de la
correría que hicieron todas las mujeres para comprar, también yo fui lo más
deprisa posible con un billete en la mano. Eran unas toallas rosadas: tres para
la cara, dos para el culo y una de ducha. Ya al atardecer, compré un churro.
Estaba mirando a los chiquillos del tiovivo y comiendo el churro poco a poco
para que durase más, cuando aparecieron dos hombres que saludaron a mi marido.
Se fueron los tres juntos. Con la bolsa de las toallas, con la bolsa de los
zapatos, con el cesto de la comida, con el bolso colgado del brazo y con el
resto del churro, fui tras ellos. Sin mirarme, entraron en una taberna llena de
hombres. Me quedé en la puerta. Dejé las bolsas a un lado y, aún más despacio,
acabe de comerme el churro. Anocheció sobre la feria. Las luces eran bonitas. A
veces, me asomaba a la puerta de la taberna y mi marido seguía apoyado en la
barra bebiendo un vaso mediano de vino tinto. Los gitanos y los tenderos
comenzaron a desmontar los puestos. La feria se fue reduciendo a su esqueleto
de hierros y tablas. Después, con un estruendo tremendo, los gitanos y los
tenderos cerraron las puertas de las camionetas y se marcharon. En el suelo,
solo quedaron las cajas de zapatos vacías y los papeles que arrastraba una
brisa menuda. Sólo quedó la noche. Me asomé a la puerta de la taberna y mi
marido seguía bebiendo el mismo u otro vaso mediano de vino tinto. Miré la
noche. Había cumplido setenta y dos años. Había pocas personas en las calles
del pueblo. Sujeté la bolsa de las toallas, la bolsa de los zapatos, el cesto
de la comida, me colgué el bolso del brazo y comencé a andar para casa. La
noche. En la carretera las luces de los coches pasaban rápidas a mi lado. La
noche. Había cumplido setenta y dos años.
José Luís Peixoto