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miércoles, 28 de septiembre de 2016

Lisboa -Tile Passion



El día de cumpleaños

Faltaba una semana para comienzos de mayo. Eran las cinco de la tarde por la hora antigua. Me senté en el escalón de la puerta del patio. Mi marido pasó a mi lado con prisa, dejando las cintas agitadas durante mucho tiempo, atravesó el patio y entró en el gallinero. Entre el alboroto de las gallinas, abrió la puerta de la conejera y sujetó un conejo por las orejas. En el centro del patio, alzó el conejo. La luz que bajaba por las ramas de los melocotoneros era la claridad del cielo. Estábamos en un abril sin lluvia y la fuerza del calor era una brisa caliente al atardecer. Con el otro brazo, hizo que el puño atravesase el aire dos veces y acertó por detrás de la cabeza del conejo. Se oyó el sonido del puño en la carne y un chillido tímido, el sonido de matar y el sonido de morir. En aquel entonces, teníamos dos docenas de conejos y mi marido repitió ese gesto dos docenas de veces. Cuando acabó, se sentó casi a mi lado. Sacó el pañuelo estrujado del bolsillo y se limpió la cara. Frente a nosotros, cubriendo el suelo del patio, había dos docenas de conejos muertos. La brisa se enfriaba poco a poco tanto sobre los cuerpos de conejos pequeños como sobre los cuerpos cansados y muertos de las conejas preñadas. Por esa vía entró la enfermedad. Habíamos puesto dos conejas para que las cubriesen en la casa de una vecina que vive junto al azud y, cuando volvieron, sin que nos diésemos cuenta, venían con el mal de los ojos y se lo pegaron a toda la conejera. Me levanté y comencé a poner conejos dentro de un saco. Algunos murieron con los ojos legañosos abiertos. Durante todo ese tiempo, sólo pensé en que cumpliría años el primer domingo de mayo. Cumpliría setenta y dos años. Durante todo ese tiempo, sólo pensé que el día de mi cumpleaños coincidiría con el día de la feria de mayo. Sé que estaba contenta y sé que parecía una chica joven por eso. Cuando acabé de recoger los conejos, había llenado dos sacos. El tiempo pasó deprisa. El día de mi cumpleaños, despertamos de madrugada. Calenté dos ollas de agua en la lumbre. Me di un baño y llené el barreno con agua también para mi marido. Me puse la falda floreada y la blusa blanca que había comprado hacía más de diez años en la misma feria de mayo. Cuando salimos, el sol comenzaba a despuntar detrás de los cerros. En la víspera había hecho una caldereta y la llevaba en un recipiente grande que solo usaba en estas ocasiones especiales. Al cerrar la puerta con llave, estaba contenta. Cumplía setenta y dos años. Nunca nadie me había hecho una fiesta de cumpleaños, nunca nadie me había cantado el cumpleaños feliz, pero aún así señalaba siempre el día de mi cumpleaños en la memoria. Estaba contenta, cumplía setenta y dos años. Mi marido se acercó con el ruido de la moto y, en mi imaginación, incluso me pareció que era de nuevo el muchacho que, hacía más de cincuenta años, venía en bicicleta al monte sólo para verme. Me puse el casco y, después del camino de tierra, al entrar en la carretera, me sentí una señora. Con setenta y dos años, sentí que era grande e importante. Me agarré más a la espalda de mi marido y miré los pastos, casi diferentes de los que rodean nuestro monte. Cuando llegamos al pueblo, todavía era temprano. Había aún poca gente en la feria y andábamos a gusto. Mi marido iba media docena de pasos delante de mí. Las gitanas, con el modo que tienen de hablar, me decían elija, doña. Yo sonreía un poco avergonzada. Quería comprar unos zapatos, unas toallas de manos para regalarle a mi hija cuando nos fuese a visitar y cualquier cosa secreta para mi cumpleaños. Llegamos a la calle de los zapatos y no quise elegir los primeros que vi. Mi marido cogía botas y, dirigiéndose a los tenderos, preguntaba ¿éstas a cuánto? Yo cogía zapatos y preguntaba ¿éstos a cuánto? Mi marido me decía tú debes de creer que vas a andar ocupándote de la huerta con zapatos finos. Acabé comprando unos zapatos con unas hebillas muy bonitas y un poco más caros de lo que había pensado. Fuimos a la parte de la feria de ganado. Mi marido andaba entre ovejas y vacas y preguntaba los precios como si las pudiese comprar. A la hora del almuerzo ya el calor nos tenía agobiados. Fuimos al jardín. Nos sentamos a la sombra y comimos la caldereta con dos cucharas que, en la víspera, había envuelto en una servilleta. Al final, comimos dos naranjas y mi marido lió un cigarrillo. Extendimos la manta en el césped y, en la buena sombra, con el ruido que hacía la feria, me dormí y soñé. Cuando ya estaba más fresco, guardamos todo y nos acercamos al hombre del reclamo. Con el micrófono envuelto en un pañuelo, el hombre gritaba ¿sabe cuánto le va a costar este juego de toallas de seis piezas? No le costará ni cinco, ni tres, ni dos, sino uno, solo un billete de mil escudos. Acérquense, señoras. Y, en medio de la correría que hicieron todas las mujeres para comprar, también yo fui lo más deprisa posible con un billete en la mano. Eran unas toallas rosadas: tres para la cara, dos para el culo y una de ducha. Ya al atardecer, compré un churro. Estaba mirando a los chiquillos del tiovivo y comiendo el churro poco a poco para que durase más, cuando aparecieron dos hombres que saludaron a mi marido. Se fueron los tres juntos. Con la bolsa de las toallas, con la bolsa de los zapatos, con el cesto de la comida, con el bolso colgado del brazo y con el resto del churro, fui tras ellos. Sin mirarme, entraron en una taberna llena de hombres. Me quedé en la puerta. Dejé las bolsas a un lado y, aún más despacio, acabe de comerme el churro. Anocheció sobre la feria. Las luces eran bonitas. A veces, me asomaba a la puerta de la taberna y mi marido seguía apoyado en la barra bebiendo un vaso mediano de vino tinto. Los gitanos y los tenderos comenzaron a desmontar los puestos. La feria se fue reduciendo a su esqueleto de hierros y tablas. Después, con un estruendo tremendo, los gitanos y los tenderos cerraron las puertas de las camionetas y se marcharon. En el suelo, solo quedaron las cajas de zapatos vacías y los papeles que arrastraba una brisa menuda. Sólo quedó la noche. Me asomé a la puerta de la taberna y mi marido seguía bebiendo el mismo u otro vaso mediano de vino tinto. Miré la noche. Había cumplido setenta y dos años. Había pocas personas en las calles del pueblo. Sujeté la bolsa de las toallas, la bolsa de los zapatos, el cesto de la comida, me colgué el bolso del brazo y comencé a andar para casa. La noche. En la carretera las luces de los coches pasaban rápidas a mi lado. La noche. Había cumplido setenta y dos años.

José Luís Peixoto